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De: cubanet201 (Mensaje original) |
Enviado: 27/03/2021 15:17 |
Mural de Daniel Ortega en Managua (AP)
¿Cómo salimos de Daniel Ortega?
No es un hombre culto, ni un teórico de la revolución, pero tiene la viveza natural y la experiencia del nica feroz que ha aprendido a la fuerza.
Repito la pregunta: ¿Cómo salimos de Daniel Ortega? Tal vez es más sencillo de lo que parece: oponiéndole los diversos grupos liberales y conservadores del país, previamente unificados. De la misma manera que se salió en 1990, utilizando a doña Violeta Chamorro como estandarte. Enfrentando a Daniel a los factores realmente democráticos y pacíficos de la nación. Entre pitos y flautas son, al menos, un 56% del electorado. Cuando los liberales perdieron contra Ortega es porque fueron divididos a las elecciones.
Cuando se rasca a la mayor parte de los nicas aparece un liberal o un conservador. Las dos criaturas se han fundido en un partidario de la “democracia liberal”. A estas alturas no tiene sentido ser liberal o conservador. Si uno cree en la separación de poderes, en el poder limitado por la ley de los gobiernos, en la propiedad privada, en la ocupación pacífica de los poderes públicos mediante autoridades elegidas en comicios transparentes y plurales, y en los inalienables Derechos Humanos, uno cree en la “democracia liberal”. Eso sucede en el Partido Liberal Constitucionalista de Haroldo Montealegre, en el Ciudadanos por la Libertad a que están afiliados Kitty Monterrey, Pedro Joaquín Chamorro Barrios y Arturo Cruz, o en el Partido Conservador, hoy representado por Alfredo César.
Daniel Ortega es un personaje más astuto de lo que afirman sus detractores. No es un hombre culto, ni un teórico de la revolución, pero tiene la viveza natural y la experiencia del nica feroz que ha aprendido a la fuerza. (Los venezolanos dicen “a coñazos”). Estuvo preso. Lo golpearon. Mató adversarios y le mataron compañeros. Salió de la cárcel por una audaz maniobra de Edén Pastora, el Comandante Cero. Edén estuvo con él, contra él y al final se reconciliaron. Su historia personal, que acaba de concluir debido a la COVID-19, resume la aventura del sandinismo.
Daniel cayó en el marxismo porque era la religión de su época, no por convicción. Era la de Fidel. En el verano de 1979 era un joven ignorante que podía pensar que la democracia y las libertades estaban condenadas a desaparecer en la medida en que Estados Unidos redujera su importancia relativa en el mundo. Era lo que suponía Fidel que sucedía y lo que le confió al historiador venezolano Guillermo Morón. Estábamos en la era crepuscular de Jimmy Carter. Los intereses bancarios llegaron al 20%. Los ayatolas en Irán habían ordenado el secuestro de decenas de norteamericanos y los planes de rescatarlos habían fracasado. Cuba había triunfado en Angola y en la guerra contra los somalíes en el desierto de Ogadén (1977-78), dirigida por el general cubano Arnaldo Ochoa, luego asesinado por los Castro junto a otros oficiales. En julio de 1979 se produce el desplome del gobierno de Anastasio (Tachito) Somoza y la desintegración de la Guardia Nacional. Era lógica la actitud castrista de Daniel Ortega. Daba la impresión de que Occidente se “desmerengaba”, como han acuñado los cubanos.
En 1990 el panorama era otro. En esa década larga se habían muerto Leonid Breznev, Yuri Andrópov y Konstantin Chernenko. Eran tantos los decesos que Ronald Reagan había dicho que “los soviéticos no organizaban gobiernos sino funerales”. Mandaba el “muchacho” Mijail Gorbachov, elegido, entre otras razones, porque era un chaval de 54 años cuando llegó al poder. Era un reformista que iba a salvar el comunismo soviético sometiéndolo a la cura de caballo de la “perestroika” y el “glasnost”. Las personas más conocedoras le advirtieron que el sistema sólo era salvable a “palos y tentetieso”. Pero Gorbachov quería rescatar a Rusia del peso de los compromisos de la URSS y ya asomaba su oreja Boris Yeltsin.
Hoy Daniel es un adulto igualmente ignorante, pero intuitivamente sabe que tiene que respetar los Derechos Humanos y sujetarse a una narrativa democrática para poder prevalecer. Pese al guirigay del “Socialismo del Siglo XXI”, Ortega percibe que la realidad actual no es revolucionaria. Lo revolucionario es el guevarismo: matar y violar la ley sin consecuencias. ¡Qué tiempos felices eran aquellos en los que se podía degollar miskitos impunemente! Es verdad que Daniel Ortega ha hecho asesinar a unas 200 personas, y ha encarcelado sin juicio a otros centenares, pero ha pagado un alto precio en respaldo internacional. Luis Almagro no lo puede ver ni en pintura. Él y su esposa son dos apestados.
En todo, la oposición democrática debe ser flexible. Lo primero es buscar la unidad de las facciones liberales. Pero si el camino, finalmente, es el de las urnas, hay que dialogar con el tirano. No se puede aguardar a que, voluntariamente, se meta en un calabozo a la espera de que lo fusilen al amanecer. No lo hará. Hay que pactar la paz aunque sea con la nariz tapada. Lo hicieron en Centro Europa con los comunistas. Lo hicieron en Chile con los militares. No lo están haciendo en Cuba y así les va. Ortega se fue una vez y lo hará de nuevo. Siempre que el precio sea accesible, claro.
CARLOS ALBERTO MONTANER
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How do we get rid of Daniel Ortega?
By Carlos Alberto Montaner
I repeat the question: how do we get rid of Daniel Ortega? Perhaps it is simpler than it seems–putting against him the different liberal and conservative groups in the country, previously unified. The same way as in 1990, when Mrs. Violeta Chamorro was used as a banner. Confronting Daniel with the nation’s truly democratic and peaceful factors, which are, roughly, at least 56% of the electorate. The Liberals lost against Ortega because they went divided to the elections.
If you scratch the skin of most Nicaraguans, a liberal or a conservative appears. The two creatures have merged into a supporter of “liberal democracy.” At this point being a liberal or a conservative doesn’t make sense. If one believes in the separation of powers, in the government’s power limited by the laws, in private property, in the peaceful occupation of public powers through authorities elected in transparent and plural elections, and in the inalienable Human Rights, one believes in “liberal democracy.” That happens in the Constitutionalist Liberal Party of Haroldo Montealegre, in the Ciudadanos por la Libertad (Citizens for Freedom) to which Kitty Monterrey, Pedro Joaquín Chamorro Barrios and Arturo Cruz are affiliated, or in the Conservative Party, represented today by Alfredo César.
Daniel Ortega is more clever than his detractors claim. He is not a cultivated man, nor a theorist of the revolution, but he has the natural intelligence and experience of the fierce Nicaraguan that he has learned the hard way. He was in prison. He was hit. He killed adversaries and his companions were killed. He was released from jail thanks to a daring maneuver by Edén Pastora, the Comandante Cero. Eden was with him, against him and in the end they were reconciled. His personal story, which has just ended due to Covid-19, summarizes the adventure of Sandinismo.
Daniel fell into Marxism because it was the religion of his time, not out of conviction. It was Fidel’s religion. In the summer of 1979, he was an ignorant young man who could think that democracy and freedoms were doomed to disappear as the United States’ relative importance in the world diminished. It was what Fidel supposed was happening and what he confided to the Venezuelan historian Guillermo Morón. We were in the twilight age of Jimmy Carter. Bank interest reached 20%. Ayatollahs in Iran had ordered the kidnapping of dozens of Americans and plans to rescue them had failed. Cuba had won in Angola and in the war against the Somalis in the Ogaden desert (1977-78), led by Cuban general Arnaldo Ochoa, later assassinated by the Castros along with other officers. In July 1979 the government of Anastasio (Tachito) Somoza collapsed and the National Guard disintegrated. Daniel Ortega’s attitude in favor of Castroism was logical. It seemed that the West was breaking apart.
In 1990 the panorama was different. In that long decade, Leonid Brezhnev, Yuri Andropov and Konstantin Chernenko had all died. There were so many deaths that Ronald Reagan had said that “the Soviets did not organize governments but funerals.” The ruler was the “youngster” Mikhail Gorbachev, elected, among other reasons, because he was a 54-year-old kid when he came to power. He was a reformer who was going to save Soviet communism with the drastic remedy of “perestroika” and “glasnost.” The most knowledgeable people warned him that the system could only be saved with a strong repression. But Gorbachev wanted to rescue Russia from the weight of the USSR’s commitments and Boris Yeltsin was already appearing on stage.
Today Daniel is as ignorant an adult as before, but he knows intuitively that he has to respect Human Rights and abide by a democratic narrative in order to prevail. Despite the gibberish of “Socialism of the 21st Century,” Ortega perceives that the current reality is not revolutionary. What is revolutionary is Guevarism; killing and breaking the law without consequences. How happy were the times when Miskitos could be slaughtered with impunity! It is true that Daniel Ortega has had about 200 people murdered, and has imprisoned hundreds of others without trial, but he has paid a high price in international support. OAS General Secretary Luis Almagro can’t stand the sight of him. He and his wife are two outcasts.
The democratic opposition must be flexible in everything. The first thing is to seek the unity of the liberal factions. But if eventually the path leads to the ballot box, it is necessary to talk with the tyrant. You cannot expect that he will voluntarily go into a dungeon, waiting to be shot at dawn. He won’t do it. Peace must be negotiated despite of the stench. They did it in Central Europe with the communists. They did it in Chile with the military. They are not doing it in Cuba and the result is obvious. Ortega left once and will do it again, as long as the price is affordable, of course.
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