El padre de un amigo renunció al sindicato a principios de la Revolución cuando le dijeron en una asamblea que las huelgas no estaban permitidas. Había luchado contra casi todos los gobiernos a través de protestas pacíficas, lo que no le impidió colaborar con el Movimiento 26 de julio e ir a la cárcel por ello. El derecho a la huelga es el primero y el más sagrado derecho de cualquier trabajador, decía.
El padre de otro amigo dirigía una actividad importante de la agricultura en los años sesenta. Los trabajadores que dirigía estaban en el comedor del albergue. No iban a trabajar. Estaban en huelga. Pero era el hombre para hacer de rompehuelga: asceta al punto de dormir solo un par de horas mientras duraba la cosecha, y meterse en el campo como el mejor campesino. Usó un argumento infalible: ustedes saben que esto no puede durar ni 24 horas. No lo van a permitir, dijo. Entonces pidió a los huelguistas que expusieran sus demandas.
Es absurdo creer que los cubanos, sometidos a abusos flagrantes de sus derechos por sesenta y dos años, hayan renunciado, conscientemente, a la huelga tal y como la entendemos. Si han existido protestas de este tipo en los últimos años apenas han sido conocidas, cortadas de raíz tan pronto amenazan con expandirse más allá de carretones de caballos y los almendrones. La llamada huelga de brazos caídos, la rotura y robo de los instrumentos de labranza, práctica común en las haciendas coloniales, es acaso la modalidad mejor empleada por los cubanos en la plantación comunista.
Una de las explicaciones a la ausencia de huelgas masivas es el control estricto que sobre los trabajadores ejerce el poder político-militar. Control que nace de los sindicatos únicos, cuyos dirigentes forman parte de la clase dominante, comunista. Además, cada empresa, cada ministerio, tiene un “compañero que los atiende”. Tan pronto se detecta un foco activo de disidencia sindicalista entran a trabajar los atentos compañeros, invitados por quienes tendrían el venerable deber de defender a los trabajadores.
Una sociedad estructurada verticalmente, como un ejército, carece de estructuras horizontales, sociedad civil, para organizar protestas masivas. Si a eso sumamos la incapacidad para coordinar huelgas y mítines porque todos los medios de comunicación, incluyendo ahora las redes sociales, también están bajo férreo control del gobierno, ponerse de acuerdo en el cómo y el cuándo de la protesta es sumamente difícil.
Un recurso disuasivo es el empleado por el padre rompehuelga: el diálogo-monólogo. La tarea esencial del dirigente sindical en el totalitarismo es convencer al trabajador de no ir en contra del régimen, incluso defender al régimen contra el trabajador.
Puede ser que en casos muy puntuales se arranquen a la administración algunas migajas. Eso no significa otra cosa que el contubernio entre el partido único, la administración y el sindicato para evitar la protesta.
Quizás por esa imposibilidad de irse a la calle de manera tumultuaria, ante lo cual el régimen no dudaría en emplear la contención por cualquier medio, algunos opositores han recurrido a la autoflagelación con fines políticos: la suicida huelga de hambre y de sed.
La huelga de hambre es una acusación moral. Y demanda un gran sacrificio mental y físico. Para que se tenga una idea, pasadas 72 horas sin ingerir líquidos es muy probable el comienzo de un fallo renal, a veces irreversible. En un ambiente cálido como el cubano, después del cuarto día sin líquidos, el individuo puede estar obnubilado, confundido, y morir. Se pierde casi un litro de agua solo por respirar y transpirar a diario. Del mismo modo, tras 6-7 días sin ingerir alimentos, la persona prácticamente no puede caminar.
Para que tenga efecto, para que sea útil, la huelga de hambre y sed debe tener dos características: que sea conocida por quienes sí pueden convertirla en un arma moral y darla a conocer. Segundo, que el objetivo sea “mover” al régimen de su zona de confort. El caso más frecuente, el del artista Luis Manuel Otero Alcántara, tuvo esos dos alcances, y desde ese punto de vista, cumplió su objetivo.
Desgraciadamente, muchos esperaban que el muchacho de San Isidro pusiera el muerto. Pero como diría el Chapulín Colorado, no contaban con la astucia del régimen. Otero Alcántara no se les podía morir. De modo que su casa, posiblemente cableada hasta en el subsuelo, iba dándole a la técnica todos los avisos sobre el real deterioro del opositor. El video tomado a la entrada del hospital Calixto García, y la posterior nota publicada, tuvo la clara intención de devaluar la acción de protesta.
Lo que quedará para la historia no es el fracaso del huelguista en pedir lo imposible: que quien hace de presidente pida disculpas. Esos individuos no sienten pena ni remordimiento por nada ni por nadie. Es una condición esencial para escalar a la cima del poder totalitario, además de mentir sin mover un solo músculo de la cara y del corazón.
Lo que quedará es un Luis Manuel Otero Alcántara que nos dice, desde el humilde barrio habanero, que todos tenemos hambre de huelgas, derecho a la protesta, de reclamar el derecho a ser felices, y que la Isla vuelva a ser el hogar de todos, sin que pensar distinto sea un delito.
También quedará esa imagen noble y fraterna, quizás fabricada por el régimen, pero imagen esperanzadora al fin, donde Luis Manuel y el médico, ambos negros, humildes, en polos políticos opuestos, se dan la mano y agradecen luchar por la vida para el futuro de Cuba.