Todos son hijos de alguien. Hasta mi madre … Hay más de una forma de amar en este mundo y ninguna familia tiene una sola manera correcta de hacerlo. Cada vez que los veo, los abrazo fuerte y les digo: “Los quiero”. En una década, nunca me contestaron que me quieren también.
Brian Rea
FLORECER SIN EL AMOR DE UNA MADRE
Por Colter Jackson - The New York Times Les revelo un consejo de jardinería de mi suegra: planta narcisos en septiembre y tulipanes en octubre. El árbol de jade es una planta que necesita sol directo y hay que esperar a que dé señales de que tiene sed para regarla; a este árbol le gustan las condiciones adversas.
El matrimonio une a dos familias; cada una tiene su propia manera de comunicarse, sus propias costumbres y hasta su propia forma de picar cebolla. Unir las diferencias puede ser como tratar de unir a Pangea de nuevo. Y en mi caso se complica aún más, porque tengo un hueco en forma de madre en el corazón.
La historia de mi niñez en el Misuri rural no es sencilla. Mi madre básicamente me abandonó de niña, y pasé de estar en el caos continuo de sus situaciones domésticas a vivir con otras personas, una y otra vez. Mi padre nunca estuvo involucrado.
La carga de mi crianza recayó en mi maravillosa familia extendida: fue repartida entre abuelos, tías, tíos y primos mayores por igual. Sin embargo, nadie puede ocupar el lugar de una madre. La relación madre-hija es una de las relaciones más fundamentales, formativas y complejas de la vida de una mujer. De niña, la anhelaba y manifestaba mi frustración de manera, justamente, muy infantil: siendo demandante, fastidiosa, buscando atención.
Ese anhelo no ha menguado ahora que soy una adulta. Ansío escuchar su voz en una llamada ya entrada la noche o que haya alguien con experiencia para decirme cómo espesar la sopa o quitar una mancha. La gente no anda repartiendo mamás en la calle. No he logrado tener una, ya sea con cabildeos ni complacencias, y todavía algunas veces manifiesto esta necesidad siendo dependiente, fastidiosa y buscando atención. Pobre de mi marido, que tanto batalla.
Si bien la experiencia, Google y mis amigos me han permitido improvisar algunas respuestas, mi herida materna sigue viva. Lloro en las películas sobre madres; lloro cuando veo los avances cinematográficos de las películas sobre madres; lloro si alguien que conozco pelea con su mamá. Lloro incluso cuando pienso en convertirme en madre. ¿Cómo sabría hacerlo sin un ejemplo? Y mientras transcurren mis años de fecundidad.
Luego está mi suegra.
La primera vez que conocí a los padres de mi pareja hace doce años, pasé tres horas intentando encontrar el atuendo más capaz y merecedor de amor que tuviera en mi armario (al final opté por un suéter color rosa pastel y un saco negro). Nos íbamos a encontrar en Manhattan para ir a un restaurante italiano; los padres de mi ahora esposo iban a tomar el tren desde Connecticut.
Tenía tantas preguntas que hacerles: ¿a mi marido siempre le gustó leer?, ¿cuándo supieron que era un dotado para la música?, ¿cómo era de niño? Quería entender los años de su vida que me había perdido; los años que lo moldearon para convertirlo en el maravilloso ser humano que es.
Se movieron en sus asientos como si estuvieran incómodos y contestaron cada una de las preguntas de forma breve: “Sí”. “Como a los 5”. “Era como un niño pequeño”.
Parecían no querer hacerme ninguna pregunta a mí, así que cuando la velada terminó nos despedimos sin que yo los conociera a ellos ni ellos a mí, lo cual me dejó totalmente abatida. Obviamente, me habían odiado.
Después mi marido me pasó un brazo por la espalda y dijo: “Salió fantástico”. No estaba siendo sarcástico.
Cuando tomamos un avión para que él conociera a mi familia por primera vez, mis dos hermanas le hicieron innumerables preguntas sobre su familia y su pasado. “Cuántos hermanos tienes?”. “¿Cómo son tus padres?”. “¿Qué sabor de tarta es tu favorita?”. Yo pensaba, engreída: “Vaya, así se le da la bienvenida a alguien a la familia”.
Sin embargo, minutos después, lo encontré escondido en el patio trasero. “¿Qué pasa?”, pregunté. “Nada”, dijo. “Solo estoy descansando del interrogatorio”.
Mi marido y yo proveníamos de familias que eran tan culturalmente distintas que al comienzo no sabíamos cómo comportarnos con la familia del otro. La mía es enorme, sureña y sociable, llena de dramatismo y cercanía; la suya es reservada, compuesta por católicos de ascendencia irlandesa de la costa este de Estados Unidos.
Pensé que eran fríos y me prometí a mí misma que encontraría cómo ganármelos. Cada año, durante los últimos doce años, les he escrito a mis suegros una carta de agradecimiento en el cumpleaños de mi esposo, manifestando mi gratitud por la persona que criaron. Ni una sola vez han respondido a esas notas.
Cada vez que los veo, los abrazo fuerte y les digo: “Los quiero”. En una década, nunca me contestaron que me quieren también.
Traté con todas mis fuerzas de no tomármelo personal. El amor demostrativo y verbal sencillamente no era lo suyo. Está bien. Aun así, quería que supieran lo mucho que amaba y valoraba a su hijo. Así que decidí decírselos; una y otra vez.
En algún momento comenzamos a avanzar hacia un punto medio. Empecé a entender que su familia sí mostraba afecto, pero de manera distinta. Ayudan a acomodar a la gente en la mesa; mueven muebles; apoyan las metas de las personas que les importan; demuestran su amor al estar presentes… y llegué a respetar eso.
Poco a poco, luego de muchos años, también comenzaron a expresar ese afecto al responder a mi empecinamiento con un: “También te queremos”. Casi salto de gusto la primera vez que lo dijeron.
Supongo que es posible que no lo dijeran por tantos años porque no me querían antes, pero esa no fue la conclusión a la que llegué. Me parece que es más bien que las muestras de cariño abiertas los hacen sentir incómodos. Sin embargo, después de un tiempo entendieron que yo necesitaba escuchar ese “Te quiero”.
Ahora sueltan la frase con la misma facilidad que tienen las personas que llevan toda la vida diciéndola; lo dicen al llegar y al despedirse, y algunas veces a la mitad de una conversación.
Mi suegra es jardinera; conoce el nombre de cada planta y flor, tanto el nombre común como el científico. Me ha equipado por completo con ropa y herramientas de jardinería que no sé usar, con la esperanza de inculcar en mí el mismo entusiasmo. A mí me parece adorable y he de confesar que finjo interés para que tengamos más temas de conversación.
En persona, es estoica, inteligente y cortés. En sus correos electrónicos es efusiva, cálida, entusiasta y expresiva. No estoy segura del motivo de la diferencia. Quizá porque esta forma de comunicación es privada y la hace sentir segura. He decidido que esta versión de ella es la auténtica.
Intercambiamos correos electrónicos extensos descaradamente amorosos con regularidad, llenos de cuestiones tanto mundanas como profundas: “¿Recibiste el catálogo de tulipanes que te mandé?” o “Vi ese mural y supe de inmediato que el paso de los siglos no ha cambiado a los humanos. Seguimos siendo los mismos”.
En persona, hablamos de libros, de escribir y arte, porque son temas seguros y distantes. Sin embargo, pongo mi corazón en sintonía con el suyo y le mando por esa vía mensajes secretos de que la quiero y espero que ella me quiera igual. Dado que las muestras de afecto excesivas todavía no le resultan naturales, hago todo lo posible por hacer como que no me afecta en absoluto.
Muchas veces, no lo logro. Lloro fácilmente; río con la misma facilidad. Digo cosas sin pensar antes en el efecto que podrían tener. Ella me aguanta mucho y este atributo —su paciencia interminable— también es una forma de amor.
Me ha dado apoyo, aliento y cariñosos regaños para que deje ir lo innecesario, para que me resista a la mezquindad y para que perdone. Me explica qué necesitan las plantas para sobrevivir y, a veces, ha ejercido una cantidad algo excesiva de presión para que haga lo que ella cree que es mejor para mí. Me he dado cuenta de que así es como podría ser tener una madre.
Si hubiera un coeficiente intelectual que midiera la empatía, estoy segura de que ella obtendría el porcentaje más alto. Sin excepción, le da dinero a cada persona sin casa en las calles que se lo pide porque para ella todos son hijos de alguien. Hasta mi madre… y hasta yo.
Durante toda mi vida, la maternidad se sintió como un terreno vasto e imposible que no debería ni atreverme a recorrer. No obstante, tras más de una década de ver a mi suegra moverse por ese terreno con gracia, siento como si por primera vez tuviera todo lo que necesito. Hay más de una forma de amar en este mundo y ninguna familia tiene una sola manera correcta de hacerlo.
Hace unos meses, toda mi familia política se reunió para celebrar el cumpleaños número setenta de mi suegra en un restaurante, con ossobuco y tiramisú. Lloré hasta quedarme dormida esa noche, por miedo de perderla. Luego de todo este tiempo, por fin la encontré.
Al día siguiente, recibí un correo electrónico suyo preguntándome por los narcisos. Le contesté que sí habían florecido y que crecían en dirección a la luz.
ACERCA DEL AUTOR
Colter Jackson es escritora e ilustradora de la ciudad de Nueva York y está escribiendo una novela.
Seguimos celebrando el Día de las Madres, el fin de semana pasado fue en España y este domingo se festeja en varios países del mundo, por eso te traemos esta historia con la que –es posible- que más de una se sienta identificada.
"Tengo a mi mamá y a mi madre-astral":
Hija de una pareja de lesbianas nos cuenta su historia
Deysi Ramos - Universo Gay Es una adolescente, próxima a cumplir sus 14 años, como las chicas de su edad sus emociones andan montadas en una montaña rusa. Un día su mamá le contó que es lesbiana, a lo que ella respondió: “no sé cuánto tiempo estemos juntas, solo sé que quiero que el tiempo que compartamos sea de felicidad. Si amar a otra mujer te hace feliz, para mí es fabuloso”.
En ese tiempo su mamá no tenía pareja. Situación que cambió con el correr de los meses. Ahora otra persona se acercaba a sus vidas. Cuenta que su mamá se veía contenta, se inquietaba cuando sonaba el teléfono o entraba un mensaje de Whatsapp. “Ahora la adolescente era mi mamá”, dice.
Por su mente comenzaban a revolotear ideas. Hasta el momento solo había compartido con su mamá y en ocasiones con su papá. Desde la separación de sus padres, su mamá no le había presentado a nadie más. Era un espacio totalmente diferente “conocer y compartir con otra persona, independientemente, si era hombre o mujer”, acota.
Comenzaron los saludos por teléfono. En este punto de la conversación entra la madre y comenta que para entonces nuestra adolescente era una chiquilla de 11 años, que aunque fuese muy comprensiva para su edad, “no sabía muy bien cómo manejar el tema de los celos”.
“Mi mamá siempre había estado casi que en exclusividad para mí, como mi papá no vivía todo el tiempo en casa, nosotras éramos un binomio inseparable. Con la llegada de esta otra persona aprendía a compartirla. En las noches dedicaban horas para hablar de sus cosas y yo escuchaba las risas. Me inquietaba saber de qué se reían o buscaba participar. Unas veces lo hacía, me acercaba, ahora entiendo la cara ruborizada de mi madre que buscaba apurada cambiar el tema que hablaba con su chica”, dice a carcajada.
Llegó el día de la presentación. “La novia de mi mamá no vivía en nuestra ciudad, así que planeamos que a su llegada haríamos un viaje para compartir un fin de semana las tres. Mi mamá decía: en un terreno neutral. Puedo decir que al conocerla me cayó bien. Me pareció una persona que encajaba con nosotras. Le gustaba jugar a la pelota, reírse, se me hizo familiar el trato, aunque reconozco que tampoco fue que le hice muy fácil la entrada a nuestro círculo íntimo que teníamos mi madre y yo. Ella supo –con paciencia- superar la prueba de resistencia que le impuse”.
Desde ese viaje hasta ahora, comentan que ya han transcurrido casi 3 años, con sus altas y sus bajas han logrado conformar una “familia astral (cósmica)”.
“Sabes, el término madrastra te trae la imagen de esas brujas de Disney, y la novia de mi mamá no se le parece –bueno sí a veces- No, es broma”, se ríe y continúa “así que de manera espontánea comenzamos a llamarnos “hija astral” y “madre astral”. No fue nada premeditado. Así nos hemos ido presentando. Con total libertad en la casa de sus padres yo le digo “madreastral” y ellos ya pasaron a ser mis “abuelos astrales”, comenta esta chica que además de la música y el cine, le apasiona la lectura (ya va por el cuarto libro de la saga de Dan Brown) y la natación.
Maternidad: acto de amor No importa si La Biblia le vaticina “parirás con dolor”; o si la ciencia le asegura que sentirá como si 20 huesos del cuerpo se le quebrasen a la vez; o si, con pelos y señales y de carretilla, la prima le repasa el nacimiento de su niña, que-asomó-la-cabeza-a-base-de-espátulas, después-de-seis-horas-en-el-salón- y cómo-cuándo-para-porque…
No importa que la tía le adelante que “los hijos son lindos pero dan un trabajo que tú no te imaginas” y que, “a según se estiran, aumentan los dolores de cabeza, porque hijo chiquito, problema chiquito, pero hijo grande…”.
No importa si las amigas experimentadas en el arte de la maternidad le recomiendan que se vaya desprendiendo de los pequeños placeres de la vida, como series y lecturas nocturnas, noches románticas, sábados de fiesta, carnavales y modas que promueven el abdomen afuera.
No importa si dentro de poco será un reto mantenerse limpia y llena a la vez, o si la cervical se le convertirá en el talón de Aquiles, o si el desespero encontrará la cima, y el dique contenedor de lágrimas, tan fuerte siempre, cederá ante cualquier síntoma de malestar de la criatura.
Nada importa. Ella quiere conocer la historia de primera mano. Y allá va, hecha una “bola” de esperanzas, dispuesta a soportar hasta 57 unidades de dolor, de las 45 que puede resistir el cuerpo humano. Con una mano sobre la barriga espanta el temor y su mundo interior se inunda de fuerzas para darle paso a un ángel. Ahora sabe lo que es conjugar el verbo amar en todos los modos y los tiempos, más allá de los libros de gramática.
De nuestras madres nacerán siempre el mejor abrazo, la caricia perfecta, el regaño oportuno…
Arropados en el abrazo de una madre nada puede salir mal, junto a ella nos sentimos siempre insuperables… aunque a fin de cuentas terminemos andando nuestra propia vida, y cada madre sepa que poco o nada puede hacer para evitarlo.
Pero de alguna extraña manera otra vez renacen, para apoyarnos desde la retaguardia en nuestras más insospechadas determinaciones, con el abrazo protector en ristre, con una resuelta aceptación del más mínimo riesgo.
Los hijos, acunados con amor, definitivamente crecen… y cada madre, que nadie jamás lo dude, crece siempre un poco con ellos.
DÍA DE LAS MADRES EN CUBA: ¿REGALAR O COMER?ía de las Madres Cubanas y cubanos recorren las calles y se detienen en cualquier chinchal improvisado, buscando alguna “bobería” con que “matar” el regalo.
“No hay nada”, “Todo está muy caro”, “Lo mismo de todos los años”, era lo que se escuchaba a solo unas horas del domingo 13, Día de las Madres, cuando comenzaban a desesperarse quienes aún no habían podido conseguir algo para regalar.
Una situación bien difícil en un país donde los salarios estatales no suelen superar los treinta dólares mensuales y donde el desabastecimiento en los comercios, por su carácter crónico así como por el modo en que esto contrasta con la opulencia constructiva para el turismo, pudiera decirse que es una “política de gobierno”.
Mayo es un mes difícil para los cubanos. Apenas han cobrado el salario los primeros días del mes y ya se les agota en obsequios o en preparar una cena modesta en familia, una pequeña celebración de fin de semana que apenas logrará romper con el hastío cotidiano pero que se impone por tradición, para algunos; o como gesto de gratitud, para la mayoría.
Otro año más sin notables variaciones, y las pocas que pudiera reflejar cualquier reportaje fiel a la realidad, se limitarían a describir o mostrar un paisaje cada vez más ruinoso y un entusiasmo popular moldeado por el conformismo.
Bajo la filosofía de “esto es lo que hay, esto es lo que acepto”, cubanas y cubanos recorren las calles y se detienen en cada uno de los chinchales improvisados en parques y portales de Monte, Belascoaín, San Rafael buscando alguna “bobería” con que “matar” el regalo.
Adornos de yeso, flores de papel o plástico que, para usar la jerga oficialista, pudieran ser “fieles continuadores” de aquellos objetos de muy mal gusto que invadieron los hogares cubanos en los años 70, 80, 90 y que iniciaron en nuestros hogares una era de “fealdades” que, de tan prolongada, diríamos terminó por alterar nuestro ADN.
“Horribles”, se escucha decir a unos pocos. “Preciosos”, exclama una mayoría que se decanta por el realismo de sacarle el mayor rendimiento a un monedero semivacío que ninguna dosis de optimismo, por muy alta que sea, hará parecer “medio lleno”.
Son las mismas ofertas de años anteriores y aunque la reiteración pudiera convertir el acto de elegir en un asunto sin trascendencia, la situación se vuelve bien difícil, casi una tragedia cuando descubrimos que estamos regalando otra vez lo mismo y a la misma persona.
“Peor es llegar con las manos vacías”, es la justificación que se ha convertido en sentencia popular. La situación del país es tan crítica y el dinero tan escaso que cualquier cosa es bienvenida, incluso para que sirva de “contrarregalo” el día del maestro o para la vecina que estará de cumpleaños en pocos días, y así pasará de mano en mano casi hasta el infinito y más allá.
Enfrentados a la carestía están los que optan por no dilapidar en frivolidades y entonces regalan dinero en efectivo. Compran una tarjeta de felicitaciones y prenden al dorso un billetico de 1, 3 o 5 CUC que habrá de ser mucho más útil que un búcaro de cerámica.
Hay quienes viven en el exterior y harán una excepción en la rutina de las remesas. Sorprenderán con un extra cuya aventura de cobro en la Western Union, debido a las filas inmensas, agregará al regalo unos gramos de sufrimiento pero, como suele decirse en la isla, no sería Cuba si las cosas fueran tan fáciles.
No obstante, se sabe que existe otra Cuba, muy diferente, donde hacer un regalo el Día de las Madres no implica el dilema entre comer y celebrar, entre subsistir y aparentar que “somos gente normal” en un país “como otro cualquiera”.
La prueba de que existe ese “universo paralelo” es que en estos días de impotencia ante la escasez, la insolvencia y la presión por demostrar con un “presentico” a nuestras madres que todo marcha bien en nuestras vidas, como una manera de aliviar con algo “palpable” sus frustraciones y las nuestras, jamás veremos caminar por las calles más pobres de nuestra ciudad ni entrar a los comercios más desolados a esos que, desde el poder o a la sombra de este, gustan de hablar en nombre de Cuba y del pueblo cubano.
sentimientos encontrados, está bien. No estás solo
Por Rebecca Solnit
Todos nuestros días festivos son punitivos, al menos para aquellos que quedan fuera de lo que se supone que deben celebrar los días festivos. Si no tiene dinero para regalos y una vida familiar próspera o simplemente evita los eventos en la intersección de Jesús y las compras, la Navidad puede ser desagradable; El día de San Valentín rocía un poco de sal en las heridas de los solteros; y Acción de Gracias se burla de los nativos de América. Luego está el Día de la Madre.
¡Hurra, puedo conocer gente! Ahora, ¿cuándo puedo tener un tiempo a solas?
La madre, como la policía, el juez y el padre, es tanto un sustantivo como un verbo. Esas son cosas que algunos de nosotros somos y algunos de nosotros hacemos. Es digno de mención que el verbo padre significa poco más que engendrar, mientras que madre como sustantivo y verbo suscita todo un océano de ideas sobre el amor, la crianza y el cuidado incesante. El ideal parece tan elevado que ningún mortal puede estar a la altura de él, y aunque a menudo se elogia a los padres por hacer más que nada, las madres a menudo son castigadas por hacer menos que todo y por no hacerlo a la perfección. Y perfectamente, para las madres, tiende a significar desinteresadamente, sobrehumanamente, implacablemente. Dar a luz es lo más biológico posible, pero la asignación de trabajo a partir de ahí parece ser para una deidad o la Virgen María.
Así que lo siento por las madres, pero también, a medida que se avecina el Día de la Madre, por aquellos con experiencias difíciles de maternidad. La fiesta se siente coercitiva, como si nos dijera qué sentir y cuál fue nuestra experiencia, y deja fuera a aquellos que no encajan en su modelo. Algunos de nosotros perdimos a nuestras madres temprano en la vida o por inmigración o encarcelamiento; algunos de nosotros fuimos adoptados y podríamos haber sentido que teníamos dos madres o ninguna; algunos de nosotros traqueteamos alrededor del sistema de cuidado de crianza sin nada que se parezca mucho a los padres de ningún género (y algunos niños afortunados que conozco están siendo criados por dos padres).
Mi amiga Lara B Sharp, que creció en un hogar de acogida, me escribió el otro día: “No tengo amigas cercanas que hayan tenido buenas relaciones con su madre. Todos somos hijas de demonios o desprovistos. Aquellos que han tenido un demonio les dicen a los que carecen de ella que están mejor, pero que no tener madre es mucho más debilitante, porque es una parte perdida de por vida. Un demonio llena un vacío, incluso si llena el aire de bilis ".
Algunos de nosotros, yo era uno, teníamos madres cuyas turbulentas emociones las hacían sentir más como un campo de batalla que como un santuario. Mi abuela paterna perdió a su madre temprano en la vida en algún lugar durante el curso de la huida de su familia a este país hace un siglo, según una serie de historias familiares (o a una institución mental, según otra historia). La madre de mi abuela materna, también inmigrante, murió en el transcurso de dar a luz, por lo que creció sin madre y, por lo que yo sé, convirtió a mi madre en una cuidadora suplente tardía, y mi madre intentó lo mismo conmigo.
Ahora puedo ver cuánta misoginia internalizada estaba en juego en la expectativa de mi madre de un amor sanador ilimitado que satisfaría todas sus necesidades y mejoraría todos sus sentimientos: era un reflejo de lo que a menudo se espera de las madres. Pero también fue un infierno, porque estaba furiosa porque no podía hacer ese trabajo y porque mantuve mi distancia por seguridad. Así que madre como sustantivo fue difícil para mí, aunque a medida que crecía reconocí el trabajo heroico que hacía mi madre antes de que comenzaran mis recuerdos, toda la alimentación, la limpieza y el cuidado que me ayudó a superar los primeros años de mi vida. Eventualmente me echó, pero primero sucedió una gran cantidad de crianza, por lo que estoy agradecido.
Pero también hay madre como verbo. Hace muchos años, en el Océano Pacífico que es el borde occidental de San Francisco, me sorprendí pensando que "todo era mi madre excepto mi madre", y la vasta extensión del Pacífico, su pura belleza y poder, y la confiabilidad del océano que siempre estaría allí, las olas que siempre estarían rodando, me habían ofrecido refugio y consuelo durante mucho tiempo.
En los últimos años, he pensado en mi madre, que ya pasó nueve años, en el Día de la Madre, pero también en lo que me motivó más allá de sus ministraciones y limitaciones. He pensado en los lugares, desde las bibliotecas hasta los bosques, las actividades y las rutinas y los rituales, las canciones y las historias y las voces de los autores, la amabilidad de amigos y colegas y las voces públicas. Más allá de esas cosas elegidas, de todas las fuerzas y procesos que me protegieron y me proporcionaron.
Por eso, en este día festivo, deseo anualmente a aquellos que, en cierto sentido, no tienen madre: “Que localicen a las 10,000 madres que los trajeron a la existencia y que sigan adelante, sin importar quién y dónde se encuentren. Que seas la madre de innumerables posibilidades y amores ". Y quizás desear que todos podamos tener madre el verbo en nuestras vidas de una forma u otra, como algo que damos y recibimos, tengamos o no madres.