El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza. Este dicho popular podría resumir la experiencia cercana de amigos o familiares que a una edad avanzada tenían una misión vital: el cuidado de algún familiar enfermo, una vocación laboral o social, su pareja; en definitiva, algo que les mantenía vivos. Y de cómo, cuando ese ancla que les unía a la vida desaparece, se despedían de nosotros en poco tiempo.
Lo cierto es que la actitud vital puede ser importante de cara a envejecer con salud. Si nos limitamos únicamente a medir la edad cronológica o la biológica, podemos perder parte de la perspectiva. Porque ¿de qué nos sirve estar fuertes como un roble si no tenemos ganas de vivir?
Así, nos encontramos con la edad percibida (es la que uno siente como propia y con la que se identifica), la edad psicológica (la que te sitúa psicológicamente en un grupo etario; por ejemplo, el típico adulto inmaduro con síndrome de Peter Pan o el joven viejo de actitud), la edad aparente (la que perciben los que están a tu alrededor, por tu apariencia o actitud) o la edad social (definida por la del entorno en el que te desenvuelves, y que a veces es mayor o menor que la propia).
Todas estas 'edades' pueden afectar a cuan jóvenes o viejos nos sentimos o nos perciben los demás. Pero no podemos tampoco olvidar la edad biológica, o más bien las edades biológicas, puesto que no existe una única. Cada órgano o sistema, incluso cada tejido, puede envejecer a diferente velocidad; así hablamos de la edad biológica pulmonar que se puede determinar con algoritmos a partir de una espirometría; de la edad biológica de la piel, que se puede determinar con una prueba de elasticidad, o de la edad biológica arterial, que se puede establecer mediante la medición de la velocidad de la onda de pulso aórtico (velocidad a la que va la sangre en la sístole por la aorta).
También existen la edad neurológica, que se establece mediante un test neurocognitivo; la edad inmunológica, que se puede calcular mediante el recuento y función de las células del sistema inmune; o la edad biológica celular, determinada a partir de la longitud mediana de los telómeros o, mejor aún, mediante la longitud de los telómeros más cortos de cada célula.
El último grito en cuanto a medición de la edad biológica son los nuevos test desarrollados a la luz de estudios epigenéticos, como los de Horvath, que analizan la metilación del ADN. Este parámetro, relacionado con nuestro estilo de vida, se correlaciona con el envejecimiento epigenético (arrugas en la piel, pérdida de fuerza y de agilidad o presencia de enfermedades). Ya hablábamos en este espacio de uno de ellos especialmente, GrimAge, que está mostrando resultados muy prometedores en la predicción del riesgo de enfermedades asociadas al envejecimiento.
Pero, realmente, ¿cuándo empezamos a envejecer? La Organización Mundial de la Salud define una serie de etapas de la vida o franjas de edad de referencia. Así, la frontera entre la edad adulta y la tercera edad se sitúa a partir de los 60 años. Ahora incluso se habla de la cuarta edad, dado el envejecimiento de la población y la prolongación de la esperanza de vida, además del progresivo retraso en la edad de jubilación en algunos países por encima de los clásicos 65 años.
Pero estas franjas de edad no nos cuentan toda la película. Así, tenemos los DALYS o años de vida ajustados por discapacidad, un parámetro cada vez más tenido en cuenta como medida del estado de salud de una población, más allá de su esperanza de vida media. O de la vida libre de enfermedad, un término que no está del todo definido, pero que se sitúa alrededor de los 40 años, momento en el que comienza a dispararse la incidencia de las enfermedades asociadas al envejecimiento.
En este espacio nos gusta hacer cuando es oportuno un guiño a la evolución. Esta edad libre de enfermedad de unos 40 años sería aquella a la que ya habríamos cumplido buena parte de nuestro ciclo vital: nacer, crecer y reproducirnos. Teóricamente, nuestra vida debería acabar pronto tras esta etapa cuando ya nuestros hijos son independientes, sobre todo en un entorno tradicional donde éramos padres a una edad temprana. Y así sucede por ejemplo con nuestros parientes más próximos, los chimpancés, que rara vez viven más allá de la cuarta década.
La hipótesis de las abuelas explicaría nuestra longevidad cumplida la función reproductora y paterna. Consiste en que la función social de las abuelas al cuidado de los nietos, especialmente en su alimentación, trajo como consecuencia una prolongación en la esperanza de vida del ser humano que algunos estudios cifran en hasta 49 años.
El hecho se explica porque al ayudar las abuelas a alimentar a los nietos después del destete, procesando de forma sencilla los primeros alimentos sólidos del niño, las madres pueden engendrar más hijos en intervalos más cortos del tiempo. Esto hizo que los genes de las abuelas que vivían más tiempo y cuidaban más a la prole fueran propagándose.
Más allá de este hecho, todos percibimos que el envejecimiento se acelera cerca de esa temida crisis de los 40 y puede afectar de forma desigual a diferentes sistemas: reproductivo, capacidad física (tanto muscular como aeróbica), capacidad intelectual, etc. Algo que a veces podemos compensar con nuestra experiencia acumulada y que algunos movimientos quieren poner en valor, con la llamada 'generación de las canas' o generación sénior.
El inicio real del envejecimiento
Más allá del que podríamos denominar 'envejecimiento percibido', y que afecta a nuestra calidad de vida, lo cierto es que, a nivel molecular, envejecemos casi desde nuestra concepción. En un trabajo reciente, Gladyshev define en la prestigiosa revista 'Cell' lo que denomina el 'punto cero' del envejecimiento.
Las observaciones en embriones muestran que tras la concepción se produce un rejuvenecimiento celular. Es sorprendente ver como en esta etapa se alargan los telómeros o se eliminan las marcas epigenéticas, en las que se basan relojes biológicos como GrimAge. Alcanzado el punto cero, que el autor define como el inicio de la vida del organismo, comienza el envejecimiento.
No es de extrañar dado que la programación fetal relacionada con nuestros hábitos es un hecho que puede afectar a nuestra salud en la vida adulta, como se observó tras episodios como la hambruna holandesa durante la Segunda Guerra Mundial.
En cualquier caso, y más allá de mecanismos moleculares y biológicos, para poder envejecer con más años y más vida hay que hacerlo también disfrutando. Algunos estudios han encontrado una curva en forma de U para la felicidad; lo somos más de niños y de ancianos. Y por ello la edad psicológica y la autopercibida son muy relevantes. Una actitud positiva y vitalista es clave. Así que aprovechemos cada momento. De nosotros depende.