La Habana trata de contener la tormenta económica perfecta que amenaza a su economía con una transformación del modelo productivo.
Cuba pisa el acelerador de las reformas económicas
Imagine que vive en un país cuyo principal socio comercial lleva cinco años en caída libre. Imagine que la nación más poderosa del mundo, con la que había logrado una tregua tras décadas de tensiones, vuelve a restringir el envío de dinero y turistas. Imagine ahora que una pandemia reduce aún más las remesas y cierra sus fronteras al turismo, dos de las tres principales fuentes de divisas del país. Y, por último, imagine que a diferencia de otros países, el suyo no puede acudir a los mercados financieros para suavizar el golpe.
Lo adivinó: el país es Cuba, el socio con dificultades para mantenerle el suministro de petróleo es Venezuela y el archienemigo, el Gobierno de Estados Unidos, demasiado ocupado con sus problemas como para dedicarle un segundo a los entuertos provocados en La Habana por el anterior ocupante de la Casa Blanca. Con un descenso del PIB en 2020 que el Gobierno cubano estimó en el 11%, con artículos de consumo básico multiplicando su precio hasta por cinco; y con colas de horas para adquirirlos, la isla vive lo más parecido que hay en economía a una tormenta perfecta.
Cuando nadie te da crédito —Cuba incumplió en 2020 el segundo pago de intereses por los 30 millones de euros que debe a los acreedores del Club de París—, una caída en las fuentes de ingresos implica casi automáticamente una caída del consumo. A menos, claro, que dentro del país haya margen para mejoras que aumenten la producción local. De ahí que a todos esos cambios fuera de la isla haya que sumarle el gigantesco “reordenamiento” de la economía que el Gobierno cubano llevaba retrasando desde 2006, cuando Raúl Castro asumió la presidencia.
Retirada paulatina de subsidios a empresas estatales y servicios públicos, fin de la doble moneda, y más espacio para el cuentapropismo, como se llama en la isla a la actividad privada. A muy grandes rasgos, así podrían resumirse los tres pilares con que los mandatarios locales están tratando de levantar, a base de mejoras en la oferta, un rompeolas que enfrente el temporal. Como dice el economista Ricardo Torres, del Centro de Estudios de la Economía Cubana en La Habana, “a diferencia de España, donde el mercado está dominado por el consumidor, en Cuba las empresas saben que todo lo que producen se va a vender”. En mercados oligopólicos y monopólicos las empresas sobreviven aunque se incurra en grandes ineficiencias. Por eso, Torres entiende la necesidad de reformular las empresas estatales para hacerlas verdaderamente autónomas, con menos subvenciones, pero también menos intervención, donde las autoridades no puedan “llevarse el dinero cada vez que lo necesitan para otra cosa”. “Si el Gobierno quisiera actuar en serio tendría que aceptar que va a tener un sector de empresas estatales mucho menor“, dice Torres, y dar paso a las mejoras en eficiencia que puede producir la llegada de competencia privada.
Uno de los problemas es que antes hay que pasar por el mal trago de una inflación impulsada por el nuevo precio de los artículos que venden las empresas estatales (obligadas a encarecerlos por la retirada de subsidios); por la subida salarial decretada el 1 de enero; y por las nuevas tarifas de los servicios públicos, donde el apoyo estatal también se redujo.
La otra gran fuente de presión inflacionaria ha sido el fin de un sistema de doble moneda que ha obligado a las empresas estatales a terminar con la ficción de una contabilidad de costes donde un peso cubano convertible (que desapareció el 1 de enero) era equivalente al llamado “peso cubano en moneda nacional” (único que queda en vigor), cuando su valor verdadero era 24 veces superior.
Tras el shock inicial, el mecanismo para evitar espirales inflacionarias como las de Argentina y Venezuela ha sido imponer precios máximos, una herramienta más viable en un país con un control férreo sobre producción y mercados. Y las consecuencias, esperables, han sido una ampliación del mercado negro y del desabastecimiento que recuerda a las peores épocas del período especial en los años noventa, cuando la disolución del bloque soviético sobre el que descansaba la economía caribeña provocó la pérdida de una tercera parte del PIB. En cualquier caso, el Gobierno parece estar eligiendo colas antes que precios absolutamente prohibitivos para gran parte de la población.
Según el economista cubano y profesor emérito de la Universidad de Pittsburgh, Carmelo Mesa Lago, las medidas van en la dirección correcta, pero debían haber llegado antes y no durante “una crisis tan aguda como la actual”. En su opinión, lo que sí habría que hacer cuanto antes es una reforma agrícola “al estilo de la de Vietnam”, dando más libertad a los agricultores para elegir qué plantar y a quién vender la cosecha. Eso les aliviaría del corsé de un sistema de acopio estatal que no está generando los alimentos suficientes y multiplicaría la tan necesaria producción local (entre el 70% y el 80% de los alimentos que se consumen hoy en Cuba son importados), prosigue.
“Yo no estoy tan segura de que centrarse en ser autosuficiente en la producción de alimentos sea un buen objetivo para una economía insular”, dice Emily Morris, especialista en economía latinoamericana del University College London. “Por supuesto que hay que cultivar todo lo que sea posible, pero no hay que olvidar que estamos hablando de una isla tropical donde hay sequías, inundaciones, suelos agotados... Las cosas siempre son un poco más complejas”.
Donde no parece haber diferencias de apreciación es en el peso que los economistas consultados atribuyen al boicot de EE UU contra la economía cubana. Óscar Fernández, profesor de la Universidad de La Habana, dice que tan cierto es “que el bloqueo y la persecución de las transacciones que se hace desde EE UU hace imposible una gestión económica racional”, como que ese bloqueo es lo “que impide que el Gobierno de Cuba cometa sus propios errores sin posibilidad de atribuírselos a otro”.
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