Sentí alivio cuando el pasado 2 de mayo la Seguridad del Estado interrumpió la huelga de hambre y sed de Luis Manuel Otero Alcántara para ingresarlo en el Hospital Calixto García. Creí que le salvaban la vida. Pero me equivoqué. Una vez más los represores superaron mis expectativas en cuanto a la perversidad de sus métodos.
No imaginé que el acto que parecía destinado a evitar la muerte de Otero Alcántara se convertiría en un secuestro que ya dura más de 20 días en un hospital tomado por la policía y donde, a juzgar por el estado deplorable en que se ve el joven artista contestatario en los manipulados videos editados por agentes del régimen, uno está en todo el derecho a sospechar que contra él estén utilizando prácticas monstruosas para ponerlo fuera de combate.
No sería la primera vez que una dictadura comunista usa drogas y electrochoques contra disidentes. Pasó en la Unión Soviética y Alemania Oriental. Y también en Cuba, donde los represores del G2 resultaron alumnos aventajados de la KGB y la Stasi.
Al respecto, por estos días se han citado los casos de la escritora Ana María Simo y del documentalista Nicolás Guillén Landrián. A ellos puedo agregar los casos del poeta Rogelio Fabio Hurtado, en los años 70, y del periodista Juan González Febles en 1988, quienes, por oponerse al régimen, fueron considerados locos, encerrados y “medicamentados” en la sala de penados Carbó Serviá, del Hospital Psiquiátrico Mazorra.
A aquella sala, además de criminales perturbados, iban a parar desertores, drogadictos, homosexuales (que eran considerados enfermos mentales) y todo tipo de inadaptados. Había sentenciado Che Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba que quienes no encajaban en la perfección de la sociedad comunista no podían estar en su sano juicio.
Conocí aquella sala de penados. Me encerraron en ella una tarde lluviosa de abril de 1975 por haberme negado a cumplir el servicio militar.
No sé si era psiquiatra un mulato gordo y bigotudo que, tras llenar una planilla con mis datos y leer la hoja del Comité Militar, sonrió socarrón y me dijo: “¿Desertor, no? Aquí te arreglamos, tú verás…”.
“Suéltenme, cojones, yo no estoy loco”, grité mientras me llevaban a rastras hacia el pabellón enrejado.
Me mantenían fuertemente sedado. Por las mañanas, dos enfermeros repartían las pastillas a la fila de pacientes. Tenían sus nombres apuntados en un papel. Y un cubo de agua y un jarro de aluminio. Todos tenían que beber de él. Quien se resistiera era forzado a tragarse las píldoras, a golpes si era preciso. Lo hicieron conmigo el primer día, acabado de llegar, cuando me sorprendieron escupiendo las pastillas que había simulado tragar.
Recuerdo los gritos de los ingresados que recibían electroshocks. Era lo que más temíamos: que nos achicharraran el cerebro a corrientazos.
El requisito para salir de ese infierno no era la mejoría real o aparente. Los que lograban salir lo hacían por la intervención de alguien influyente, que “resolvía” el alta médica. O irremisiblemente idiotizados, luego de recibir varias sesiones de electroterapia, término eufemístico que usaban para referirse al electroshock.
Tuve la suerte de escapar de los electroshocks que me estaban destinados gracias a la intervención del esposo de mi hermana, que era coronel de las FAR y amigo de Bernabé Ordaz, el director de Mazorra.
Una mañana me vi sentado en el inmaculado despacho del Dr. Ordaz. Es el único alto funcionario del régimen que ha tenido la decencia de escucharme, siquiera unos minutos. Sólo que no sé si lo hizo en calidad de psiquiatra o de carcelero.
El Dr. Ordaz había transformado el almacén de locos que era Mazorra antes de 1959 en un hospital psiquiátrico decente. Sólo que una de sus salas fungía como prisión.
En circunstancias normales, lo más probable es que nunca me hubiera tropezado con Ordaz. Porque lo normal es que un joven viva de acuerdo con sus opciones, aunque no coincidan con los intereses del Estado. Y que un médico sea simplemente eso, y no un exguerrillero miembro del Comité Central de un gobernante partido único, además de director de un hospital psiquiátrico.
Cuando Ordaz empezó a escuchar mis argumentos me miró como si quisiera pulverizarme. Luego trató de mostrarse comprensivo e inspirarme confianza. Sus manos no descansaban. Se rascaba la barba. Sacó un tabaco que no llegó a encender del bolsillo de la guayabera. Se quitaba y se ponía los espejuelos. Cambiaba de lugar el sombrero alón que mantenía sobre la mesa. Sus dedos jugueteaban con el crucifijo que colgaba de su cuello (probablemente era el único comunista autorizado a llevar un crucifijo).
No recuerdo cuánto tiempo soportó Ordaz mi chaparrón. A los 19 años se suele ser impertinente y yo lo era en demasía. Saltó de su asiento cuando le dije que yo no era un desertor, sino un objetor de conciencia, como los jóvenes norteamericanos que se negaban a ir a Vietnam. Dio un manotazo en el buró y me dijo: “Mira, muchacho, no hables más mierda. ¡No jodas más! Vete y en una semana te quiero en la unidad militar, sin excusas ni pretextos”.
Nunca volví a la unidad. Los siguiente meses, hasta que logré la baja del ejército en 1976, los pasé escondiéndome de los boinas rojas. Pero no quiero abrumarlos más con viejas historias personales.
Si el régimen no quiere que sigamos sospechando del tratamiento que está recibiendo Otero Alcántara, y desconfiando con toda razón de los videos que lo muestran incoherente, convertido en un guiñapo, que lo liberen ya y paren con este siniestro secuestro.