En La teoría del dinero y del crédito (1924), el filósofo y economista Ludwig von Mises analizó las políticas de control de precios y concluyó que "un Gobierno que se proponga abolir los precios de mercado se ve arrastrado inevitablemente hacia la abolición de la propiedad privada; no hay término medio, se verá forzado a regular oficialmente la producción y el consumo".
Es conocida la relación entre precios de mercado, propiedad privada, libertad de contrato y desarrollo económico, por lo que son habituales los análisis de las perversas consecuencias disruptivas de las políticas de control de precios y sus cuatro efectos más salientes: su inutilidad (siempre quedan superadas por la realidad); su toxicidad (impiden que los precios actúen como señales coordinadoras del proceso social); el empobrecimiento (causan escasez al aminorar los incentivos a la producción); su liberticidio (se usan como herramientas para el control social).
Sin embargo, las consecuencias sociales para los consumidores, supuestos beneficiarios del control de precios, no son usualmente analizadas más allá de señalar —en el caso cubano— las kilométricas colas que sufren, bajo el despiadado sol tropical, los infelices que se disputan un invaluable paquete de pollo.
Dando por sabido que el control de precios es un desastre para la producción, para evaluarla desde la perspectiva social hay que comenzar por entender primero cuál es su objetivo —al menos el objetivo declarado— y entonces indagar si es un medio adecuado para lograr el fin que pretende.
Sin el control, los productos subirían de precio hasta poder ser solo adquiridos por los que tuviesen cierto nivel de dinero. Por lo tanto, controlando los precios se intenta eliminar el dinero como determinante para obtener un producto. Ahora lo importante es la capacidad de llegar antes a la cola. Ya no serían los "adinerados" los que compren muslos de pollo, sino los "madrugadores".
El objetivo del control de precios es lograr una distribución "más justa". Para ello se anula el normal reparto según capacidad adquisitiva y se instaura el reparto según capacidad de hacer colas.
¿Es la nueva situación más justa que la anterior? ¿Es mejor que los 100 muslos de pollo existentes se repartan entre los 100 ciudadanos que primero lleguen a la cola y no entre los 100 ciudadanos que más caro puedan pagarlos? Esto equivale a dar más valor a madrugar un día para hacer cola que a madrugar todos los días para trabajar y ganar dinero.
Mientras algunos consagran su tiempo a trabajar y, por lo tanto, no pueden malgastar seis horas haciendo cola, los improductivos socialmente sí están libres para hacer tantas colas como deseen. Pueden profesionalizarse en ello y sacar ventaja de su improductividad. Así, el control de precios no solo desincentiva la producción, ¡también premia la vagancia!
Pero no solo madrugando se triunfa en el mundillo de las colas. Mejor que despertar a las 3:00AM es tener un "socio" que trabaje en la tienda y facilite el acceso. Y si no se tiene el socio, pues siempre podrá encontrarse uno a golpe de sobornos. El "sociolismo" y la corrupción son también dos efectos directos del control de precios.
Lo comprobado es que sustituir el acceso a los productos según la capacidad adquisitiva por la capacidad de hacer colas no lleva a una distribución "más justa", sino a un mercado negro. Un mercado negro donde las mercancías se venderán a precios incluso superiores a los que tendrían si no estuviesen "controladas", pues el colero pasará su botín a los acaparadores, quienes especularán con la incertidumbre del desabastecimiento y, además, cobrarán una prima de riesgo por la ilegalidad.
En resumidas cuentas, los efectos sociales del control de precios son: propicia la vagancia, fomenta la corrupción y el incivismo, habitúa a las personas a vivir en la informalidad, y para colmo, no logra que se repartan las mercancías de forma muy diferente a como se repartirían sin el susodicho control: los que podían pagar antes serán los que podrán pagar ahora en el mercado negro.
Hay además otra consecuencia. Para prevenir las ilegalidades que fomenta el control de precios y su fuente original, la economía planificada, el Gobierno no tiene más remedio que aumentar el control. Para ello necesitará más represores, un ejército de inspectores que también se corromperán en cuanto puedan sin aportar nada a cambio. Ni siquiera ese reparto "más justo" que se pretende, porque volviendo a Mises: "los asuntos económicos no pueden ser llevados por magistrados y policías".