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General: Como distinguir culturalmente al autoritarismo de la democracia
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From: ciudadano del mundo  (Original message) Sent: 29/05/2021 13:59
Apuntes para distinguir 
culturalmente al autoritarismo de la democracia (I)
1-Ningún régimen político se sustenta solo sobre el miedo. Todo régimen político se sostiene más que nada sobre los consensos tácitos o dialogados entre quienes gobiernan y sus gobernados. Esto es válido para las democracias, pero también para los regímenes autoritarios, o incluso los totalitarios.
 
Si dejamos a un lado los prejuicios ideológicos tendremos que admitir que una parte importante de los habitantes de ciertas autocracias totalitarias se creen sinceramente lo de vivir en los regímenes más participativos de la historia, las democracias “participativas”, “populares”, o “socialistas”, y que en las plutocracias las mayorías creen tener la soberanía, a pesar de su imposibilidad evidente para sacar del poder a ciertas élites mandatadas no tanto por su voto, como por el dinero de los plutócratas. Y es que las élites en las democracias “participativas” y en las plutocracias suelen defender muy bien su poder, gracias a su efectividad cultural en convencer a buena parte de la sociedad de que las fuerzas políticas inaceptables para dirigentes y plutócratas, por razones obvias de auto conservación propia, necesariamente tampoco son recomendables para los “buenos” ciudadanos.
 
Es tan difícil establecer un criterio de demarcación entre la democracia y el autoritarismo, que para alguien tan agudo como Karl Popper la única manera de distinguir entre una y otro pasa por fijarnos en cómo pueden ser desplazados del poder los gobernantes: de manera pacífica en democracia, y solo de manera violenta en un régimen autoritarista. O sea, lo establece no en base a la existencia o no de determinadas instituciones políticas, por ejemplo, la elección de representantes mandatados, por algún sistema de voto personal, para todos los cargos primarios en un esquema de poderes divididos. Popper, ante la distorsión de esas instituciones que con bastante frecuencia observamos, echa mano de un criterio que no permite predecir comportamientos a partir de un análisis estructural. Para él solo a posteriori de ese comportamiento: el cambio o no de los gobernantes, es que se puede definir si estamos ante una democracia, o ante un régimen autoritario.
 
No obstante, creemos que si nos concentramos en la mentalidad de los individuos que conforman las sociedades en cuestión, encontraremos un conjunto de criterios culturales que nos permitirán saber de una manera precisa frente a qué tipo de régimen estamos, sin necesidad de esperar hasta la llegada, o no, de los cambios políticos. O sea, que conseguiremos recuperar la capacidad de predecir si los cambios políticos ocurrirán o no, si serán pacíficos o violentos, sin necesidad por el contrario tener que esperar cierto intervalo de tiempo para observar si en su transcurso los gobernados se muestran inconformes con sus gobernantes, si dado ese estado de inconformidad logran o no sacarlos del poder, y si esto último de modo pacífico, o si por el contrario para lograrlo deben echar mano de la fuerza.
 
2. Se suele dar por sentado que los regímenes autoritarios se sostienen solo sobre la efectividad de sus órganos represivos. Algo imposible, en primer lugar porque por el escaso número relativo de sus miembros, incluso al contar con el monopolio de las armas, los órganos represivos no podrían enfrentarse a todo el resto de la sociedad de no haber en ella una mayoría de individuos con algún grado de consentimiento interno a la situación política en que viven. En segundo, porque sus miembros, salvo en los casos en que hablamos de ejércitos extranjeros de ocupación, forman parte de esa misma sociedad, y por ello se encuentran enredados en infinitos vínculos con familiares, amigos, conocidos dentro de ella, por lo que en alguna medida también a ellos debería de afectarlos cualquier estado de insatisfacción general.
 
Podemos afirmar que todo régimen político se sostiene sobre un conjunto articulado de instituciones: el cuadro administrativo, ya no solo sobre los órganos represivos. Mas aquí cabe aplicar también los mismos argumentos de arriba. En última instancia, no nos queda más que admitir que es sobre el consentimiento de los individuos a la situación comunitaria en que viven, sobre una mentalidad común, sobre una específica cultura, que se sostienen incluso los peores regímenes autoritarios, más que sobre las bayonetas o la efectividad de su policía política.
 
En el caso del autoritarismo el cuadro impone las decisiones desde arriba hacia abajo, pero ese estado de cosas solo es aceptable para los gobernados desde una cierta cultura autoritaria. En caso de no existir esa cultura de nada le valdrá al gobernante multiplicar numéricamente a los integrantes del cuadro hasta los límites de lo que permite la economía, o sus ansias de poder personal.
 
En la democracia los gobernantes se encuentran bajo la supervisión de los gobernados, incluso más que buena parte del cuadro administrativo, mediante los mecanismos democráticos de la sociedad en cuestión. Pero de poco valdrán los tales mecanismos si en ella no impera una cultura democrática. Sin esta, los tales mecanismos acabarán por convertirse en convenientes máscaras para los peores autoritarismos.
 
Es por lo tanto la cultura que predomina, ese nivel básico común a todos los integrantes de la sociedad dada, no la estructura o ferocidad del cuadro administrativo, o la existencia o no de los mecanismos “democráticos”, la más segura vía para diferenciar a los regímenes políticos de manera puntual: existe una cultura o mentalidad democrática, y a su vez una autoritaria, y en dependencia de a cuál de estas dos abstracciones se acerque más la cultura específica de la sociedad en cuestión, podrá decirse si la misma se encuentra sometida a un régimen más o menos democrático, o a uno autoritario.
 
3. Rasgo central de una cultura democrática es que, para los individuos que viven dentro de ella, la ley, haya sido consensuada de manera tácita o dialogada, se encuentra siempre por encima de todos. Se confía por lo tanto en el pacto entre todos, concretado en un conjunto de reglas abstractas.
 
En el autoritarismo, en cambio, la confianza individual se deposita en individuos concretos, cuya voluntad la mayoría ha aceptado colocar en última instancia por encima de la de todos los demás.
 
Para distinguir a una cultura de otra, y por lo mismo a un régimen político de otro, es determinante fijarnos en cómo ve el individuo promedio al gobernante: En el caso del Ancien Régimen, para el gobernado el gobernante ocupa el poder por decreto divino, por tanto su posición subordinada responde al propio ordenamiento del mundo; en el de los regímenes autoritarios positivistas, en una cultura en que se necesita de conocimientos específicos para cada actividad concreta, el gobernante es el especialista calificado para hacerse cargo de los específicos asuntos políticos (de ahí el surgimiento de ciencias políticas, como la politología, refugio de tantos farsantes); en las “democracias participativas”, ese regreso a medias y sutil a las sociedades pre-capitalistas, justificado en una supuesta superación del capitalismo, en parte por lo anterior, pero también porque el gobernante es el patriarca, ese carismático y paternal pariente nuestro que sabe cómo conducirnos al paraíso en la tierra de alguna utopía.
 
Por su parte en la verdadera cultura democrática el gobernante no es para el ciudadano más que un igual, a quien por consenso común de toda la ciudadanía se lo ha mandatado para hacer respetar la ley. Por sobre todo para hacer respetar las reglas que en el ágora permiten que todos puedan participar por igual en la consensuación de los asuntos comunes.
 
4. Característica principal en la cultura democrática es la aceptación por todos de la insalvable necesidad de echar mano de las relaciones impersonales, sometidas a reglas abstractas, como cada vez más importantes a medida que el individuo se aleja de su marco familiar, tribal, y se adentra a su vez en una sociedad global compuesta por miles de millones de individuos humanos, en la cual las relaciones humanas adquieren de manera inevitable altísimos grados de complejidad. En democracia la impersonalidad en la administración, aunque criticada en sus excesos burocráticos, es aceptada como la base sobre la que se obliga al que administra a tenernos a todos por iguales: es la base de la igualdad ante la ley, imprescindible a toda verdadera democracia.
 
Contrastantemente, en la cultura autoritaria siempre existe un grado exagerado de sospecha ante dichas relaciones, a las cuales se pretenden sustituir de un modo u otro por las personales. Por tanto, una cultura es más o menos autoritaria en relación directa a la obsesividad de su grado de preocupación por los excesos burocráticos: las culturas que se proponen erradicar las burocracias nunca son democráticas.
 
Es esta precisamente la explicación última de por qué en sociedades con una cultura autoritaria se prefiere el gobierno personal de los tiranos, y en las sustentadas sobre una democrática, el imperio impersonal de la ley.
 
Esta distribución de la afinidad por lo personal o lo impersonal en las culturas democrática y autoritaria se presta para que los tiranos, y los ditirambistas de su séquito, pretendan hacernos pasar los peores autoritarismos por más humanos e igualitarios que las democracias. Porque desde una aproximación superficial, la manera personal parece ideal para establecer entre gobernantes y gobernados una relación entre iguales, entre humanos, mientras que la impersonal se presta para lo contrario, al permitirle al gobernante administrar como si los gobernados fuesen números, no personas.
 
Mas el asunto aquí no es lo que quieran los gobernantes, sino lo que están dispuestos a aceptar los gobernados. El asunto no está en cómo quisiera administrar el gobernante, sin duda como si todos fuéramos ovejas marcadas con un número que él arrea a pastar, sino en cómo a él lo ven los gobernados. Lo importante no es lo que quiere el gobernante, que de tener la oportunidad siempre será el gobernar autoritariamente, sino lo que en su concreta interpretación del mundo, y de su lugar en él, están dispuestos a permitirle los gobernados.
 
La realidad es que en un sistema personalista de administración se establece una falsa relación personal entre gobernado y gobernante, la cual solo sirve para fortalecer la posición del segundo al crear expectativas de trato paternal y leyendas folklóricas en la mente del primero. Así, sobre la base de sus estudiadas distinciones personales en la administración, el gobernante puede no solo acumular la suficiente masa de apoyo para imponerse sobre la ley, sino incluso da pie a las leyendas autoritarias sobre las que todo autoritarismo se levanta culturalmente. Por ejemplo: las francesas sobre los ministros malos que siempre engañan al rey bueno, y milagroso, que sana con solo tocar a sus súbditos.
 
La realidad es que en sociedades masivas lo personal es insuficiente para hacer funcionar las relaciones humanas muy complejas que allí predominan, bastante alejadas del marco familiar, tribal, concreto de los individuos. En tales sociedades la sobrevaloración de lo personal en la administración solo sirve para justificar la ficción de que quien manda tiránicamente es en cambio un pariente muy querido. Alguien que desde la pantalla del televisor, o desde el cuadro suyo que hemos colgado en la sala, siempre está muy al tanto de nuestros asuntos, deseos, sueños, fantasías.
 
La preferencia cultural por el modo personal de administrar es uno de los fundamentos sobre los que se levanta el autoritarismo. Mientras la resignada aceptación por el ciudadano del impersonal, resulta una de las bases culturales más firmes de la democracia.
 
En cuanto a las innegables deficiencias del sistema impersonal de administración, en esencia su burocratización excesiva, es contrarrestada en democracia por el espíritu participativo de la cultura democrática, que permite reducirlas a un mínimo tolerable.
 


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From: ciudadano del mundo Sent: 29/05/2021 14:12
LA GRAN ESTAFA
Democracia, Autoritarismo, Estado
Apuntes para distinguir culturalmente al autoritarismo de la democracia (II)
José Gabriel Barrenechea
5. El espíritu participativo es central en la cultura democrática, mientras que está ausente, o incluso es satanizado en la autoritaria.
 
En democracia el individuo participa porque le es una necesidad vital básica. En el autoritarismo solo participa cuando ve restringida su limitada área de vida elemental; la cual ha pactado con el gobernante, no con sus vecinos.
 
En el autoritarismo es precisamente la naturaleza de ese pacto la que determina que el área de vida privada solo pueda restringirse más y más con el paso del tiempo, hasta dejar al individuo atorado en un pequeño espacio insuficiente para ser persona. Sin lugar a duda ese atoro, esa reducción, es facilitada por el interés en ello connatural a todo gobernante, pero causado en última instancia por la actitud de cada uno de los gobernados hacia sus congéneres.
 
El caso es que en el autoritarismo el individuo es siempre lo suficientemente inconsciente de su escaso poder individual, frente al gobernante, como para albergar el anhelo irrealista de pretender pactar en solitario con este su espacio vital. En la esperanza de que así conseguirá más para sí que sus vecinos gobernados. Esta ficción central en la cultura autoritaria resulta creíble por lo que ya antes hemos dicho: que en dicha cultura el gobernado cree mantener una relación personal con el gobernante.
 
En la cultura democrática, por el contrario, el ciudadano está consciente de su posición desfavorable frente al gobernante; y más que nada de su relación con él de carácter impersonal. Por lo que su principal interés es hacer que el área de los asuntos comunes le permanezca abierta, para así poder consensuar con sus conciudadanos sus respectivas áreas vitales. Al pretender esto el ciudadano da pie a un ciclo autosostenido que refuerza más y más toda la estructura democrática de la sociedad. Ya que al preferir pactar con sus conciudadanos, crea las condiciones necesarias para después pactar unidos con el gobernante, desde la posición de fuerza que les da la unión consensual. Con lo que se reduce al gobernante al papel de la autoridad mandatada a quien se le encarga el mantener el orden en el ágora, para que en ella los ciudadanos puedan consensuar sus asuntos comunes, y los lotes de libertad respectivos…
 
El espíritu participativo es, por esta vertiente, consecuencia de la comprensión de la desfavorable situación de cada ciudadano aislado frente al gobernante, y del carácter impersonal de la relación establecida entre ambos. Por su parte la falta de comprensión de ello en la cultura autoritaria se deriva de la creencia folklórica en la naturaleza personal de la relación entre gobernado y el gobernante, que lleva al primero a intentar obtener ventajas a costa de su vecino.
 
6. En el autoritarismo el individuo acepta restringirse a un área vital estrecha porque ya de hecho el mundo cultural en que vive intelectualmente es estrecho. Es el área vital, personal, del hombre conforme en lo instintivo, limitada solo a sus intereses privados, en que se incluyen además de los de él mismo los de sus familiares cercanos y amigos. Para el hombre autoritario el mundo más allá de los límites de su aldea, de su gueto urbano, es algo abstruso, demasiado lejano, amenazante. Y ante esa amenaza no se encuentra otra manera de responder que al dejarse en manos de autoridades salvadoras que sí saben cómo hacerse cargo de sus asuntos, en esas zonas tan alejadas de lo instintivo.
 
Manifestaciones de este mundo cultural muy limitado lo son las culturas de pobres, de la que el corrido es su versión rural más conocida en nuestro mundo latinoamericano; su versión urbana, la de los barrios bajos de las ciudades contemporáneas, la cultura de los guetos, reflejada en el reggaetón o el rap; pero también la de los revolucionarios positivistas, quienes aceptan la dictadura de ciertos especialistas políticos (Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba, de Roberto Fernández Retamar, 1967)[i], o la de ciertas clases medias, en las plutocracias que pasan por democracias, cuyo ideal es aislarse con su familias en corrales de oro desde los cuales consumir como cerdos satisfechos (nunca vivir como Sócrates insatisfechos).
 
En la cultura autoritaria el individuo, con su rango existencial y una consecuente percepción del mundo más reducida ya de origen, está por sobre todo interesado en obtener para sí más de lo que consigue su vecino. Para ello no tendrá remilgos en pactar con un poder superior, el gobernante, el que se haga de la vista gorda en su caso, para así sacar ventaja de su vecino; lo cual es en definitiva la aspiración máxima en cualquier vida aldeana.
 
Pacto gracias al cual el gobernante obtiene el derecho a imperar sobre el área más allá de los intereses instintivos y privados de los gobernados, en el área no inmediata de la cual estos solo perciben la amenaza, y que consecuentemente no valoran. Es desde esa área desdeñada por el hombre autoritario que el gobernante utilizará como base para reducir aún más en su espacio vital al gobernado, al contar para ello con la ayuda de sus vecinos, con quienes habrá cerrado pactos similares (y por supuesto: de resultados también idénticos para esos vecinos).
 
Por el contrario, en la cultura democrática el ciudadano, con unas miras existenciales infinitamente más amplias, ve el verdadero peligro en el gobernante y no se limita a solo ansiar molestar a su vecino inmediato, a pretender ganar un mínimo espacio vital a costa del de este, al lograr hacer correr de sí las cercas que lo separan de aquel. El ciudadano imbuido en una cultura democrática ve más lejos, mucho más lejos que el entramado de su aldea o de su barrio urbano, de las cercas inmediatas que lo constriñen de modo concreto, material. Por ello prefiere pactar con el vecino antes que con el gobernante, para así reducirse en común de modo que a todos toque más o menos lo mismo, pero en realidad lo óptimo posible, a la vez con unas mayores posibilidades de ser conservado en el tiempo.
 
7. En la cultura autoritaria los gobernados prefieren antes que la Libertad, el libertinaje, mientras que en la democrática ocurre lo contrario. Si es que definimos al libertinaje como la pretensión del individuo a vivir sin respetar ninguna restricción de las impuestas por las leyes de convivencia, en base a cualquier recurso, desde el uso de su fuerza monda y lironda, hasta gracias a sus compromisos y pactos con quienes deberían ocuparse del hacer respetar esas leyes (pero que en realidad las crean e imponen a voluntad); y a su vez a la Libertad como el conocimiento del ciudadano de la necesidad, para una mejor vida de él mismo, de respetar y hacer respetar esas leyes, que ha consensuado con sus conciudadanos de manera libre en el ágora.
 
La preferencia por el libertinaje en los tiempos postmodernos es consecuencia lógica de la anacrónica aspiración del individuo actual a permanecer tranquilo en el viejo mundo personal, carente de rutinas y poco regulado, anterior a la Modernidad (tranquilidad aquí es también mantener conflictos, chismes y bretes, pero solo con los vecinos inmediatos). En la pre-modernidad los gobernantes tendían a no meterse en los asuntos inter-individuales, más que nada por la falta de posibilidades tecnológicas para ello. Mundo previo al amontonamiento actual, añorado por el individuo contemporáneo, al que sin embargo la escalada exponencial en complejidad de las sociedades masivas modernas, y sobre todo la tendencia a la democratización que acompaña a ese proceso, amenaza con hacer desaparecer para siempre hasta en sus últimos vestigios, por la tendencia de la democracia a regularlo todo consensualmente.
 
Tendencia a la sobre regulación, no obstante, que se convierte a su vez en una amenaza para la propia democracia. Por lo que la citada añoranza no está de más incluso en ella, aunque siempre que no vaya asociada a la cortedad aldeana de la cultura autoritaria, y que por el contrario se asocie a la amplitud de miras existenciales de la verdadera cultura democrática: El individuo nunca debe de desaparecer por completo para dar paso al ciudadano, solo debe convertirse en un individuo consciente de la necesidad de una actitud cívica.
 
El individualismo, aunque asociado a la amplitud de miras, no deja de ser por completo válido, y sobre todo necesario, ya que tiende a evitar la tendencia al total aburrimiento regulado, y posterior paralización de la vida, a que llevaría toda democracia absoluta. La cual, sin lugar a duda, terminaría a la larga por ahogar en la estandarización consensuada el verdadero espíritu creativo, caótico, del ser humano.
 
8. Por último señalemos la tendencia de los individuos a asociarse espontáneamente como otra de las características distintivas de toda cultura democrática. Toda democracia sana culturalmente está repleta de asociaciones que aparecen, desaparecen, se sustituyen las unas a las otras, a impulsos de la necesidad de resolver los problemas concretos comunes que de manera incesante enfrenta la sociedad en cuestión.
 
La cultura democrática ideal es aquella en que la mentalidad ciudadana estima que la asociación Estado solo está para hacer respetar las reglas abstractas que regulan el proceso participativo en el ágora. Mientras es a los individuos a quienes les toca asociarse en grupos de interés dentro de esta plaza pública, real o virtual, para consensuar las soluciones a los problemas comunes.
 
Por tanto, la tendencia cultural al asociacionismo espontáneo resulta un claro indicio de democracia. mientras que la aceptación del Estado como la asociación preferible, y sobre todo la más saludable para evitar la recaída en el caos, lo será del autoritarismo.
 
En el caso de la visión del Estado como del único vínculo social legítimo para conectar a los individuos, de intermediario personal obligatorio de toda relación entre ellos, lo es del totalitarismo. A su vez, un claro signo de transición real del autoritarismo a la democracia lo será el aumento del deseo en los individuos a asociarse más allá del Estado; y la persistencia del asociacionismo espontáneo en sociedades democráticas amenazadas por la plutocracia será un buen síntoma de las escasas posibilidades de esa amenaza, de la fortaleza que a la democracia todavía brinda su sano sustrato cultural.
 
9. Clasificar a un régimen político en base a su cultura dominante es viable siempre que hablemos de aproximaciones a unos modelos culturales irrealizables en la práctica, por su nivel de abstracción. Nunca tendremos una cultura autoritaria, o democrática, puras, porque ellas de hecho son solo ideas, modelos mentales, que solo existen en nuestra mente. Incoherentes cual lo son todas las ideas o teorías ante el examen demasiado riguroso, pero a la vez imprescindibles para orientarnos en nuestra interacción cotidiana con la realidad en que habitamos.
 
Aceptado esto, es plausible que establezcamos que para ayudarnos a determinar si una sociedad dada clasifica cual una democracia, o un régimen autoritarista, y podamos predecir de qué manera ocurrirá el cambio político en ella, resulta efectivo fijarnos en la mentalidad predominante a escala social. En la actitud de los individuos ante la ley; su aceptación o no de lo impersonal en sus relaciones comunes; su tendencia o no a asociarse espontáneamente; su escaso o abundante espíritu participativo; su amplitud de miras existenciales; qué prefiere; si la libertad o el libertinaje.
 
[i] En este ensayo, a la pregunta del intelectual mexicano Víctor Flores Olea de: “¿por qué los intelectuales cubanos no participaban sino excepcionalmente en las discusiones sobre problemas de tanto interés como las referidas al estímulo material y al estímulo moral, a la ley del valor, asuntos que solían ser tratados por el Che, Dorticós y otros?”, Retamar responde que porque es a ellos a quienes les corresponde, como los intelectuales que se dedican a la economía y la política, al igual que a otros les corresponde ocuparse de la poesía (y solo de ella).
 


 
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