COVID - NUEVA YORK - JUNIO 2021
Sacudida por la covid, la ausencia de turistas y el éxodo en su corazón financiero, la Gran Manzana afronta la reapertura con enormes incógnitas. ¿Volverá la gentrificación? ¿Seguirá siendo prohibitiva? Y con algunas lecciones aprendidas. Sus vecinos conquistan espacios, estrenan calles sin coches y ejercen una nueva solidaridad anclada en los barrios.
La explanada de Sheep Meadow, en el neoyorquino Central Park, repleta de gente el 15 de mayo
Nueva York reinventa la vida en sus calles
María Antonia Sánchez-Vallejo
Este reportaje empieza con una merienda. Ante sendas porciones del que, dicen, es el mejor strudel de la ciudad, Hayfa Bachus, bioquímica jubilada, y Basiliki Siuti, dueña de un salón de estética, discuten en la terraza de una pastelería de Upper West Side si la pandemia ha modificado el espíritu de Nueva York. “Ahora es todo carpe diem, nadie hace planes ya”, sostiene Siuti sorbiendo un capuchino; “la gente es más solidaria, el sufrimiento nos ha hecho más empáticos”, opina Bachus. Las amigas se solazan los domingos en esa terraza, instalada en plena calzada gracias a la iniciativa municipal Open Streets [calles abiertas], una actuación de emergencia por la pandemia que cerró al tráfico decenas de calles —un centenar de kilómetros en total— para favorecer el consumo en el exterior de bares y restaurantes. La irrupción inopinada de una potente moto, que aparca a su lado, hace que Bachus y Siuti afeen la conducta al conductor. El gesto de reconvención resulta inédito en una ciudad y un país caracterizados por el respeto —o la indiferencia— a la libertad del otro.
“Es que a lo bueno se acostumbra uno enseguida”, bromea Bachus sobre el remanso de las calles sin tráfico. Porque una de las claves tras la pandemia, en la que fuera zona cero de EE UU en marzo de 2020, será averiguar si los sufrimientos y las limitaciones durante más de un año habrán compensado, si la ciudad ganará en habitabilidad o si el retorno a la normalidad significará más de lo mismo que antes: congestión, ruido, inaccesibilidad. Las calles llenas de gente paseando o disfrutando del brunch, de juegos de rayuela y niñas con faldita de libélula, o el baile de patinetes, sibilantes cual serpientes, parecen indicar que los neoyorquinos no quieren dar marcha atrás. Erwin Figueroa, director de Transportation Alternatives, un grupo de presión responsable en parte de que el ayuntamiento hiciera permanente por ley el programa Open Streets, explica: “Es un momento crucial. No podemos volver a lo de antes, el exceso de tráfico, una alta siniestralidad y sin apenas opción para formas de transporte más sostenibles”.
Y continúa: “Es ahora cuando debemos reivindicar el espacio público. Los peatones disponen de solo el 24%, las aceras; las ciclovías suponen el 0,93%, pero se trata también de dar más opciones de transporte a los ciudadanos, no solo la bici, también medios colectivos eficientes. El mensaje es claro: los conductores no pueden ser los únicos usuarios de la ciudad”. Figueroa sostiene que, en la urbe del millón de millonarios y las decenas de miles de sintecho, “décadas de desigualdad han forjado desiguales identidades públicas”.
El ejemplo de la open street en la avenida 34 de Elmhurst (Queens) refleja cómo ha cambiado la vida de los vecinos. Gestionada por 150 voluntarios, se extiende a lo largo de 26 manzanas y un amplio bulevar, y es la única operativa los siete días de la semana, de ocho de la mañana a ocho de la tarde, mediante barreras portátiles que los voluntarios colocan y retiran cada 24 horas. Rita Wade, voluntaria sénior, asegura que la 34 es el ejemplo más relevante de calle abierta porque está en “el área con menos zonas verdes de la ciudad en proporción al número de habitantes”. También fue uno de los epicentros del virus.
Hoy talleres de idiomas, juegos y carreras infantiles, clases de zumba o salsa y hasta una asesoría legal gratuita para los vecinos afectados por desahucios —una de las manchas negras de la pandemia— coexisten en la avenida 34, que a diferencia del resto de calles abiertas, no se ha habilitado para los consumidores —en el bulevar no hay bares ni restaurantes—, sino para los ciudadanos.
Nueva York es la quintaesencia del contraste, cuando no de la contradicción: un barrio progre que fuerza el cierre de un hotel reconvertido en albergue para indigentes; una legión de voluntarios que mima los jardines y dedica desdén al prójimo; las tiendas de lujo para mascotas ante las que dormitan vagabundos; el cierre de una torre futurista tras varios suicidios por falta de futuro… Un hormiguero frenético, de seres en pos de quimeras o del sustento, que exige movimiento continuo, como el ciclista para no caer de la bicicleta. Por eso este otoño causaba estupor ver Times Square sin coches, las aceras de las grandes avenidas de Manhattan sin el ejército de oficinistas deglutiendo sándwiches a zancadas o los neones de Broadway apagados mientras el polvo se acumulaba en los carteles. El tránsito en todas sus formas —tráfico, tráfago, turismo — define la ciudad y la alimenta a la vez que la consume.
Inna Zelikson vive del flujo de viajeros de la hermosa estación Grand Central. Dueña con su hermana de una coqueta joyería en uno de los pasajes comerciales, hubo días que pensó en tirar la toalla, cuando su negocio era el único abierto de la galería. “Antes teníamos tres turnos de empleados para atender la tienda y abríamos todos los días. Por la estación pasaban 750.000 personas cada jornada y más de un millón de turistas al año. Tras el confinamiento, parecía un cementerio. Muchos días me planteé qué hacía aquí sola, tras el mostrador”. Los apuros para pagar el alquiler —hoy, el 20% de los 12.000 dólares (unos 9.800 euros) que desembolsaba antes de la pandemia— ya son historia ante la perspectiva de futuro. “No sé si la ciudad va a ser mejor o peor que antes, pero sí distinta, y va a llevarle tiempo recuperar su fortaleza. Pero soy optimista, no solo por la reincorporación de la gente a las oficinas, sino por la vuelta de los turistas. Todo el mundo está deseando volver a Nueva York porque es LA ciudad. El mundo tiene los ojos puestos en nosotros. Y nosotros hemos cumplido, hemos seguido las pautas sanitarias, nos hemos vacunado: nada puede salir mal”.
Aunque los distritos de Queens o Brooklyn sufrieron con mayor virulencia el embate de la covid —camiones refrigerados aún conservan en un muelle de Brooklyn los cuerpos de 750 víctimas no reclamadas—, es Manhattan, y en especial las áreas de Midtown y Lower Manhattan, epicentro financiero, el que muestra las cicatrices más visibles: un rosario de locales comerciales en alquiler y miles de oficinas vacías. Hudson Yards, la mayor intervención urbanística de capital privado, ha bordeado la bancarrota. Ni siquiera la sofisticada imagen de madrugadores yoguis estirándose como gatos en la terraza de The Edge, uno de los miradores de la ciudad, logra ocultar la amenaza de ruina que se cierne sobre el caparazón más lujoso de Nueva York, tan aparente que puede hacer pensar que todo es esplendor y lujuria, y no la roña o las ratas que también coexisten a unos metros.
Los precios de las oficinas se han desplomado en Manhattan, una isla que dependía vitalmente de 1,6 millones de transeúntes diarios, y nunca ha habido tanto espacio disponible, el 16,4%, mucho más que tras los atentados del 11-S en 2001 o la Gran Recesión de 2008. La transformación será evidente: si el teletrabajo se consolida como opción prioritaria, muchas colmenas de acero y cristal continuarán vacías. Kenneth T. Jackson, historiador de la ciudad y profesor emérito de Columbia, aventura por teléfono: “Seguirá la tendencia del teletrabajo, pero no tan acusada porque somos seres sociales y nos necesitamos. Es probable que la gran cantidad de oficinas disponibles no logre alquilarse en tres o cuatro años, pero se alquilará; puede que parte se destine a uso residencial, y que a Manhattan le cueste algo más recuperarse que al resto de la ciudad, tal vez hasta 2022 o 2023”. Jackson subraya la capacidad de resistencia de Nueva York. Hay señales para el optimismo, asegura: “De los 450 barrios que forman oficialmente la ciudad, algunos ya han vuelto por completo a la normalidad”.
En una calle al sur de Central Park, el restaurante de Maria Loi registraba una actividad inusitada antes de que la ciudad levantara las restricciones, el 19 de mayo. Filántropa, divulgadora y conductora de programas culinarios en la televisión, Loi hizo de su local el lar de un barrio arrasado por la oscuridad y el miedo. No cerró un solo día, aunque no abría al público, y la cocina preparaba “600 raciones diarias, a veces hasta un millar, para el personal de los hospitales; luego para los sintecho y para los que perdieron sus ingresos por la pandemia”, explica. El ayuntamiento ha agradecido su contribución con un premio, pero Loi asegura que para ella el mejor reconocimiento es alimentar a la gente. “No hago nada distinto a lo que hacía antes”, dice la chef; “una de las lecciones de la pandemia es habernos dado cuenta de lo interdependientes que somos”. Es optimista. “Creo que la sociedad será mejor, que la gente se ha dado cuenta de que el individualismo no conduce a ningún sitio. También nos ha hecho redescubrir la importancia de la naturaleza. La sociedad, en general, es ahora más solidaria y está más conectada con el entorno”, concluye, asegurando que por precaución no habilitará todo el aforo del restaurante aunque pueda hacerlo desde el 19 de mayo. Sobre el fin de las restricciones, advierte: “Nueva York no funcionará al 100% hasta que reabra Broadway”.
Broadway, que antes de la pandemia aportaba a la economía de la ciudad 11.500 millones de dólares al año —8.000 millones en gasto en restaurantes, hoteles, tiendas y taxis, según la patronal The Broadway League—, es la espinita clavada en la recuperación. El 65% de sus espectadores eran turistas y aún no han vuelto. Los teatros no reabrirán hasta mediados de septiembre por la dificultad de los montajes y la necesidad de implementar medidas de seguridad en las salas. El parón ha obligado a sus 1.100 profesionales a reinventarse como solo un neoyorquino sabe hacer: con un completo giro de guion.
Anne Brummel estaba de gira con una producción de My Fair Lady cuando estalló la pandemia. Con su marido, también actor; un hijo de un año y dos perros, se vio de repente sin trabajo y sin saber cuándo volverían a pisar un escenario. “Por el verano empecé a ver en redes sociales cómo muchos colegas anunciaban pequeños negocios, y pensé que sería una buena idea crear una web que los agrupara a todos”, asegura. Brummel lanzó en tiempo récord The Broadway Merchant Collective, que hoy representa a unos 80 profesionales de Broadway reciclados en emprendedores. “Hay de todo, desde diseñadores de ropa infantil hasta cerveceros artesanos, y en aumento. Mi marido y yo queremos volver a los escenarios, pero siendo realistas creo que eso llevará tiempo. Nueva York depende mucho del turismo”.
Jackson recuerda: “El turismo será clave para la recuperación, antes de la pandemia nos visitaban 67 millones o 68 millones de personas al año; también la gente joven, porque esta siempre ha sido la ciudad de las oportunidades”. Pero jóvenes como Emmanuel Abreu, fotógrafo y camarógrafo y socio fundador de una librería comunitaria en Washington Heights, un barrio de migrantes al norte de Manhattan, asegura que se iría a Carolina del Norte, “por poner un ejemplo”, si hubiera buenas opciones de trabajo. “Allí pagaría 400 o 500 dólares al mes por un gran apartamento”, cuenta Abreu, junto a pilas de libros heredados de voluntarios a los que la pandemia se llevó por delante.
“En este barrio vimos a gente literalmente hambrienta, contribuimos a bancos de alimentos; luego ofrecimos el local para hacer pruebas de covid… Ha sido una experiencia muy dura, que ha mostrado la verdadera cara de la gente. La recuperación será a largo plazo, porque la pandemia ha causado verdadera frustración y ha demostrado que el american way of life tiene que reajustarse, que lo que llaman Nueva York es una colección de grupos dispares”. La librería que el veinteañero Abreu cogestiona ofrece clases de alfabetización, música, libros gratis, información…, una acogedora red social para un barrio exhausto. Pero él, como ciudadano, percibe una sensación colectiva de desconfianza. “¿Abrirlo todo? Me parece demasiado optimista porque la gente no tiene dinero para gastar. Para divertirte vale, pero quedarte en esta ciudad no tiene ningún sentido porque te sangra”.
El temido repunte de la inflación cuando la economía alcance velocidad de crucero preocupa a muchos en una ciudad de precios prohibitivos. Antes de la pandemia, 2.600 neoyorquinos se marchaban de la ciudad a la semana por la imposibilidad de afrontar el coste de la vida —de la vivienda, sobre todo—, según la Oficina del Censo de EE UU. ¿La nueva normalidad supondrá de nuevo alquileres astronómicos o se habrá aprendido la lección del exceso? ¿Acechará la gentrificación?
El próximo libro de Suketu Mehta será un gran reportaje literario sobre la ciudad a la que llegó de niño desde la India y en cuya universidad da clases. Mehta, que ha visto hasta la última muda de piel de este ente magnético y mostrenco, es optimista. “Para salvar Nueva York, primero había que matarla. Matar el patio de recreo hipergentrificado de los ricos globales en que se había convertido. Quizás la ciudad necesitaba este desastre. ¿Puede Greenwich Village volver a convertirse en un pueblo, en lugar del campus de una universidad corporativa?”, dice en referencia a la institución en la que da clases. “¿Ha huido la gente de Nueva York? No lo bastante. Para sobrevivir, necesita menos gente rica. Más aspereza. Más permeabilidad. Una vez más, puede volverse accesible para los jóvenes, los inmigrantes, los que no son superricos”. Mehta defiende el mestizaje frente a la impostura, hasta sus últimas consecuencias. “Lo que amo de Queens [el barrio al que llegó en los setenta], la densidad y la diversidad, las dos cosas que la hacen deliciosa, ahora son criticadas como los factores que causaron un infierno especial en Nueva York”, dice el escritor, autor de Esta tierra es nuestra tierra. Manifiesto del inmigrante, sobre el brutal impacto del coronavirus en el barrio donde creció. Porque, adicciones aparte —es probablemente la ciudad del mundo que más engancha al visitante, aunque genere una suerte de síndrome de Estocolmo en el residente—, Nueva York es a la vez la enfermedad y su remedio.
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