Hace apenas un mes asistimos a cómo en el deporte español se imponía por primera vez una sanción por una actitud homófoba, la cual fue denunciada por el jugador de waterpolo Víctor Gutiérrez. Una noticia que nos pone en evidencia cuánto hemos avanzado en cuanto a garantías legales de la pluralidad de opciones sexuales, pero también, y aunque pueda ser paradójico, cuánto queda todavía de una cultura homofóbica que durante siglos ha sido componente esencial de la construcción de la masculinidad. Recordemos que un mes antes un chico fue agredido brutalmente en Valencia por una manada de machotes. Y no olvidemos que estamos en una parte privilegiada del planeta: sigue habiendo países en los que la homosexualidad es un delito, así como otros muchos, cercanos geográficamente, en los que cada vez más se impone una moral reaccionaria y se limitan libertades tan esenciales como la pública manifestación de las vindicaciones del colectivo LGBTI. De la misma manera que las mujeres lesbianas continúan siendo más invisibles, porque está claro que la sociedad machista nos privilegia a nosotros, sea cual sea nuestra orientación sexual, y que las personas trans son la parte del colectivo más discriminado y humillado. Tal y como lo evidencian algunas reacciones airadas ante la ley del Ministerio de Igualdad sobre el derecho de autodeterminación sexual.
Nadie puede poner en duda los avances que hemos vivido en España en materia de reconocimiento de la diversidad afectiva y sexual. Nuestra legislación ha sido pionera y tenemos, a falta de una ley estatal que regule de manera uniforme los derechos de las personas LGTBI, un amplio repertorio de normas autonómicas en las que se prevén múltiples medidas para luchar contra la discriminación. Las más importantes, sin duda, las relativas al ámbito educativo, en el que es clave que socialicemos a niños y a niñas no tanto en el perverso discurso de la tolerancia, sino más bien en el del reconocimiento del otro y de la otra. Una lección que puede parecer obvia pero que se vuelve más necesaria que nunca en estos tiempos de reacciones conservadoras y de una cierta nostalgia de otros tiempos que capitanean opciones políticas que logran millones de votos. En nuestro país y en otros muchos de la Europa de los derechos.
Debemos estar muy atentos porque en materia de derechos las conquistas nunca son irreversibles y es necesario por tanto una lucha continua. Algo que parece haber olvidado un movimiento LGBTI que parece desnortado o, al menos, sin la potencia política que tuvo en épocas anteriores. Un vacío que se torna más peligroso que nunca ante los avances de la ultraderecha y ante las reacciones machistas que vuelven a enarbolar la bandera del orden tradicional, de la familia y de las esencias biologicistas. De ahí también la necesidad de que el movimiento no pierda de vista la alianza con el feminismo, por más que tengan agendas distintas, ya que ambos inciden en el objetivo clave de desmantelar el poder patriarcal, la cultura machista y una división por géneros que nos hace esclavos y esclavas de lo que la sociedad entiende por ser un hombre y una mujer de verdad. Unos mandatos de género que en el caso de los hombres continúan insistiendo en la norma de la heterosexualidad y, por tanto, en el rechazo o, en el mejor de los casos, el menor valor de quienes se apartan de ella. Esos traidores que, lejos de ajustarse al patrón de la masculinidad, parecen asumir actitudes, comportamientos y deseos femeninos, lo cual les hace merecedores del peor insulto que todavía hoy un chico recibe en el patio del colegio: maricón, mariconazo, nenaza. Un término, el de maricón, que durante siglos ha sido una etiqueta brutal de humillación y que ahora, en el siglo XXI, deberíamos apropiárnoslo para, entre otras cosas, significar que ninguno de nosotros, con independencia de nuestros gustos sexuales, está dispuesto ya a ser un hombre de verdad.