LA HABANA — Julio es un mes de efemérides en Cuba: el asalto de Fidel Castro al Cuartel Moncada, que fue la chispa de la revolución, en 1953; el fusilamiento del general revolucionario Arnaldo Ochoa, que estremeció a muchos cubanos, en 1989, y el hundimiento de un transbordador con decenas de personas a bordo en el verano de 1994, en el clímax del éxodo de los balseros. A estas fechas históricas se añade el momento en que los cubanos recuperamos las calles, nuestras calles.
El domingo 11 de julio empezó como otro día cualquiera de verano en esta isla: calor, largas colas para comprar alimentos y la precariedad marcando el ritmo de la vida. Luego se difundieron en Facebook los primeros videos de la protesta desde la pequeña ciudad de San Antonio de los Baños, en la provincia de Artemisa al suroeste de La Habana.
El acceso de millones de cubanos a las redes sociales, que comenzó en diciembre de 2018, propició que los videos de la indignación popular se difundieran a toda velocidad. En las pantallas, los cubanos veían a una muchedumbre que coreaba “libertad”, “queremos ayuda”, “no tenemos miedo” e insultos contra el presidente Miguel Díaz-Canel. Era una imagen nueva, que provocaba un revoloteo en el estómago y terminó generando también un efecto de contagio.
Cuando la caravana presidencial llegó a San Antonio de los Baños, ya las protestas se habían extendido por otras ciudades de la isla. Díaz-Canel y su séquito fueron a San Antonio para intentar repetir la escena de Fidel Castro irrumpiendo en la avenida del litoral habanero tras las protestas del Maleconazo de 1994, el único precedente de explosión social que habíamos visto varias generaciones de cubanos. Pero el truco no funcionó.
En ese momento ya en Palma Soriano, en Santiago de Cuba, habían protestas; cientos de vecinos tomaban las plazas de Cárdenas, en Matanzas y grupos de jóvenes se acercaban al Capitolio en La Habana.
“Nos reunimos en una esquina de El Vedado —un vecindario de La Habana— y empezamos a hablar el mismo idioma”, me comentó Alejandro, un hombre de 32 años, quien junto a decenas de habaneros llegó a la sede del Parlamento cubano coreando a toda voz esa palabra de tres sílabas: libertad.
Según la narrativa oficial del castrismo, la mayor parte del pueblo aprueba el modelo político y al gobierno. Solo unos pocos opositores los desaprueban. Pero las protestas han mostrado que esa narrativa no es verdadera.
Muchos de quienes pedían allí la renuncia de Díaz-Canel y el fin de la dictadura nacieron después del Maleconazo o eran unos niños sin memoria de aquella revuelta. Pero no importa que no lo recordaran, porque a diferencia de aquel estallido, estas protestas no son para escapar de la isla en una balsa sino para cambiarla.
A pesar de las décadas de adoctrinamiento y vigilancia, los manifestantes mostraron un civismo que sorprendía. En una jornada adelantaron todo el terreno que la disidencia partidista no había logrado en más de medio siglo. No necesitaron de un líder, ni de organizaciones opositoras que los llamaran a manifestar. Cantaban consignas libertarias, pero también clamaban contra el gobierno por una mejor vida y contra el modelo político: “Abajo el comunismo”.
Ciertamente, las restricciones de la pandemia han extenuado a una población ya cansada de penurias. Pero los jóvenes cubanos no protestan solo por el toque de queda impuesto debido a la crisis de la salud pública o el recorte de vuelos comerciales que les impide tratar de escapar a algún país de la región o por las aborrecidas tiendas en divisas, donde se consiguen los productos que escasean en los comercios en pesos cubanos. Todos esos son motivos para protestar pero no la razón principal. El combustible es el ansia de libertad, la esperanza de vivir en un país con oportunidades, el miedo a convertirse en las sombras enclenques y silenciosas que han terminado siendo sus abuelos.
Estaban allí porque el mito oficial del pueblo salvado por unos barbudos que bajaron de la Sierra Maestra ya no funciona para ellos, que han crecido viendo las panzas de los jerarcas crecer mientras en sus propias casas se hacen maromas para poder poner algo sobre el plato. Han dejado de temer a perder la vida en las calles si, de todas formas, la están perdiendo lentamente en largas filas para comprar alimentos, en los ómnibus atestados y con prolongados cortes eléctricos.
No quieren ser los nietos de una revolución que envejeció tan mal que se negó a sí misma y los condenó a arriesgar la vida cruzando el Estrecho de Florida para buscar una vida decente.
Una imagen encapsula el estallido de la narrativa oficial y el cambio generacional: unos jóvenes con una bandera cubana ensangrentada subidos sobre un vehículo policial volcado en plena calle. No llevan barbas, ni uniformes verde olivo, como los patriarcas de la revolución, pero ya son el nuevo símbolo de esta isla. Salieron a las calles porque creyeron que les pertenecían.
El régimen respondió como solo sabe hacerlo: con represión. En protestas pasadas, los trabajadores estatales, los miembros de los Comités de Defensa de la Revolución y los adoradores de Raúl Castro, fueron usados como primera línea de defensa civil del gobierno para evitar generar imágenes de represión policial y militar. Pero en las primeras horas de la protesta, se les vio poco. Quizás muchos de esos militantes estaban sorprendidos, temerosos y esperando órdenes. O, quizás, estaban también deseando que la pesadilla castrista terminara con aquel mar de gente pacífica protestando y cantando libertad en las calles.
Por eso, un iracundo Díaz-Canel apareció en la televisión nacional advirtiendo que la “orden de combate está dada” y que estaban “dispuestos a todo” para evitar que la protesta siguiera ganando calles y plazas de la isla. El gobernante fue claro: “la calle es de los revolucionarios” y a partir de ahí comenzó a armar con palos y piedras a sus defensores.
El gobierno ha detenido a cientos de cubanos, militarizado las calles del país y restringido internet en muchas áreas para hacer creer adentro y afuera que todo está en calma. Pero el silencio se rompió. Y las voces que lo rompieron son sobre todo de jóvenes cubanos que están pidiendo a gritos un profundo cambio en su país.
Muchos cubanos habían llegado a creer que la dictadura sería eterna, que la isla estaba maldita para siempre, que solo nos quedaba escapar o callarnos. Otros estaban convencidos de que el ADN de los cubanos no permitía la rebeldía, que los valientes se habían ido y que en el país solo permanecía una masa apática y callada. Así parecía hasta el domingo 11 de julio.
Los próximos tiempos están llenos de incertidumbre. Poco a poco, se conocerá la cifra de muertos, detenidos y desaparecidos. Para ayudar a esta tarea, es urgente que las organizaciones sociales establezcan líneas calientes a través de las cuales las familias de los desaparecidos puedan ofrecer información para ubicar a sus seres amados. Las Naciones Unidas y la Unión Europea han llamado al gobierno cubano a respetar el derecho a protestar y liberar a todos los detenidos por manifestar. Pero hay algo claro: los cubanos han probado el sabor de la libertad, no hay vuelta atrás. No seremos silenciados de nuevo.