Por qué sigo enviando remesas a una madre comunista en Cuba
Por Néstor Díaz de Villegas
Yo envío remesas a una comunista. No puedo revelar el nombre de la destinataria de mis 100 dólares mensuales. Baste decir que se trata de la madre de un amigo muerto, una habanera negra de 88 años. Como tantos otros cubanos exiliados en Estados Unidos, apadrino a una compatriota en apuros, y admito que lo hago con una mezcla de compasión y culpabilidad.
El 10 por ciento de mis envíos va a parar a las arcas de la junta militar que controla la economía de mi país, un mecanismo de tributación sin representación. Las tiendas estatales con los precios inflados le arrebatan una tajada adicional a lo que remito a mi beneficiaria. Estos gravámenes me transforman automáticamente en vasallo de la tiranía.
El 11 de julio de 2021, durante el estallido popular en reclamo de libertades en Cuba, se hizo evidente que una parte de nuestras remesas sostiene el Estado policial castrista al convertirse, como por hechizo, en balas de goma y gas pimienta, carros blindados y batallones de Boinas Negras. A nuestras espaldas, los generales se habían armado hasta los dientes para reprimir a los cubanos. Por eso, para muchos cubanos de la diáspora, mandar remesas a la isla es un auténtico dilema ideológico y moral.
La receptora de mis remesas se considera revolucionaria. Pero no es mi enemiga, sino una mujer de convicciones firmes que siempre he considerado mi segunda madre. Cuidó de mí cuando yo era un muchacho y vivía desamparado en la capital.
En la década del setenta, trabajó con Vilma Espín, quien fue esposa de Raúl Castro y fundadora de la Federación de Mujeres Cubanas. Me reencontré con ella en La Habana en 2016, cuarenta años después de haberme ido de Cuba. Me contó que, aunque ya estaba retirada, continuaba trabajando en la cocina de una brigada de construcción, y decidí que era mi deber paliar con mis remesas el monto de su miserable jubilación.
La campaña caritativa Save the Children facilita a ciudadanos de los países ricos patrocinar a niños y niñas de naciones que sufren crisis humanitarias y políticas. En el caso de Cuba, los exiliados en Estados Unidos y otras partes del mundo apadrinan a sus familiares en la isla: una ayuda destinada a todo un país, no solo a un sector necesitado.
En los años setenta, la ciudad de Hialeah, un suburbio de Miami, devino un importante eje de factorías que dio empleo a los desterrados cubanos. El primer mecanismo de patrocinio familiar fue la llamada “paquetería postal” de mercancías que los emigrados enviaban a sus seres queridos en la isla.
Después de embolsillarse los abusivos aranceles aplicados a la importación de paquetes, el régimen inventó otra manera de sacarle dinero al exilio con pasaportes cubanos, trámites consulares a precios exorbitantes y, en algunos casos, visas para entrar a nuestro propio país.
En 2016, la cifra de nuestras remesas ascendió a 3444 millones de dólares, y los envíos de mercancías sumaron otros 3000 millones, para un total de 6444 millones de dólares, un monto superior al valor de las exportaciones cubanas. La tendencia al crecimiento de las remesas es exponencial y constante, según el estimado de The Havana Consulting Group & Tech, una firma de consultoría basada en Estados Unidos. Entre 2008 y 2016, el promedio de ese crecimiento fue de 223 millones de dólares anuales.
Al empujarlos a la diáspora, el gobierno de La Habana exporta cubanos para que trabajen y envíen dinero, en lugar de crear empleos y permitir empresas privadas. El exilio cubano actúa así como una exitosa compañía de subcontratación de un gobierno que ha prohibido la libre empresa en su territorio, es dueño de los medios de producción y considera un delito la iniciativa individual.
La empresa estatal que gestiona las remesas es Financiera Cimex, S. A. (Fincimex), sancionada por el gobierno de Donald Trump, junto a sus principales ejecutivos, con el general de brigada Luis Alberto Rodríguez López-Calleja a la cabeza.
López-Calleja preside también el Grupo de Administración Empresarial S. A. (Gaesa), el consorcio cubano que se encarga de la construcción de hoteles y campos de golf, entre otros megaproyectos que garantizan la continuidad de la élite del Partido Comunista y que controla buena parte de la economía cubana.
Sin remesas Gaesa se ve duramente afectada, lo que equivale a decir que no hay hoteles, ni turistas, ni tampoco casas, yates y buena vida para la prole de la nomenclatura.
Los cubanos han visto la propensión al derroche de los jerarcas. Entre 1960 y 1990, la Unión Soviética le concedió a Cuba 65.000 millones, el triple del total de la ayuda financiera que le entregó la Alianza para el Progreso de Kennedy a América Latina. Los generales castristas se beneficiaron del generoso subsidio soviético. No obstante, la diplomacia cubana se dedicaba tercamente a promover votos de censura contra el embargo estadounidense en las Naciones Unidas.
Para continuar ayudando a mi querida comunista, cuando Western Union cerró sus agencias en Cuba, me vi obligado a recurrir a las “mulas”. El dinero sigue entrando en Cuba, aunque cueste más hacerlo llegar. Biden tiene por delante la difícil tarea de hacer que las remesas lleguen a los cubanos sin pasar por Fincimex.
¿Podría garantizarme mi querida comunista que mi dinero no financiará al Estado policial castrista? No depende de ella, pero esa paradoja, aparentemente insoluble, tiene nombre ajedrecístico: se llama “la apertura cubana”.
El fin del Estado de excepción y la restauración de las garantías requeriría el milagro de una revolución en la Revolución. Para salir del atolladero, la dictadura tendría que estar dispuesta a abrirse y reconocerle a los cubanos el derecho a importar y exportar bienes, ceder voluntariamente el monopolio estatal de las comunicaciones, curarse de la adicción al salario ajeno y renunciar a la usura que convierte en dilema ideológico un genuino acto de generosidad.
Néstor Díaz de Villegas es poeta y narrador. Su libro más reciente es De donde son los gusanos: Crónica de un regreso a Cuba después de 37 años de exilio.
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