BUENOS AIRES — En los últimos años, los gobiernos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, que profesan ser de izquierda, han redoblado sus prácticas autoritarias. Las medidas punitivas internacionales —embargos o sanciones a funcionarios o a actividades económicas, como la venta de petróleo— no han contribuido a la causa de la democracia. En lugar de ello han provocado mayores miserias económicas para sus ciudadanos, quienes están aún más vulnerables que antes. Ha llegado la hora de pensar en transiciones negociadas a la democracia.
En ese sentido, el diálogo entre el gobierno y la oposición política de Venezuela, que se reanudó en México la semana pasada, es un pequeño logro de una apuesta multilateral que podría marcar un cambio paradigmático en la diplomacia regional. Pero para ello necesitamos una izquierda latinoamericana coherente e inequívocamente democrática.
El problema es que nuestra izquierda padece un talón de Aquiles: los gobiernos de la izquierda democrática en la región, como los de Argentina, México y Bolivia, en buena medida se han hecho de la vista gorda ante las violaciones de derechos humanos de los regímenes autocráticos de Venezuela, Nicaragua y Cuba.
Esta “tolerancia” refleja una tradición bilateral en la región que siempre intentó, equivocadamente, diferenciar autoritarismos de izquierda y de derecha, considerando que violaciones cometidas en nombre de una ideología se podrían de alguna forma justificar ante la batalla mayor entre los dos bandos. Ya sabemos que no es así: los derechos humanos son universales, no condicionales. Urge salir de la trinchera de la Guerra Fría.
Los líderes de izquierda temen un costo político si critican a Cuba, y, en menor escala, a Venezuela y Nicaragua. Demasiados miran el pasado o visiones idealizadas más que las actuales políticas de represión.
Así que muchos presidentes de izquierda recurren en un inaceptable malabarismo retórico en el que se justifica a gobiernos de aliados cada vez más autócratas. El presidente de Argentina, Alberto Fernández, dijo —a pesar de toda la evidencia— que el problema de las violaciones de los derechos humanos en Venezuela “fue desapareciendo”. Unos días después de la ola de protestas que pedían libertad en Cuba, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, celebró a la isla “por su lucha en defensa de su soberanía”. El presidente boliviano, Luis Arce, felicitó a Daniel Ortega por los “42 años de dignidad y lucha” en los mismos días en los que el orteguismo detenía o forzaba al exilio a opositores o críticos, incluidos excompañeros sandinistas.
Es cierto que el respaldo monolítico de la izquierda regional se ha ido resquebrajando, pero todavía no lo suficiente. Argentina y México retiraron sus embajadores de Nicaragua en respuesta a las detenciones de opositores políticos en junio. El año pasado Argentina apoyó un lapidario informe en las Naciones Unidas acerca de las violaciones de derechos humanos cometidas en Venezuela por el gobierno de Nicolás Maduro. Pero estas importantes acciones han sido socavadas por inaceptables giros retóricos.
Esto resulta indefendible a nivel ideológico y debilita tanto a la estrategia diplomática como los objetivos políticos de la izquierda genuina: garantizar el efectivo ejercicio de los derechos humanos políticos, económicos, culturales y sociales, que permiten que todos gocen de mejores vidas.
Pero hay indicios esperanzadores de evolución: los jóvenes de la región tienen menos apego por las batallas ideológicas maniqueas del pasado y al menos dos líderes icónicos de la izquierda, los expresidentes Luiz Inácio Lula da Silva de Brasil y José Mujica de Uruguay, han condenado recientemente la represión en Nicaragua. Ese es el camino a seguir para los presidentes en funciones de izquierda.
Mujica se sumó a un llamado de 140 intelectuales que le exigieron al gobierno nicaragüense que detenga la escalada de represión; Lula da Silva exhortó a Ortega a que “no abandone la democracia; no deje de defender la libertad de prensa, de comunicación, de expresión, porque eso es lo que fortalece a la democracia”.
Estos dos líderes trazan un límite irrenunciable (el respeto de los derechos humanos), pero dejan abierta la puerta del dialogo democratizador. Siguiendo ese modelo la izquierda democrática en el poder puede ayudar a una alternativa diplomática para provocar cambios que conduzcan a la democratización de los gobiernos devenidos en proyectos autoritarios.
Las izquierdas pueden tener credibilidad para marcar una posición matizada —como la de Lula da Silva y Mujica—, que valora las luchas históricas y éxitos sobre las cuales se montan los gobiernos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, pero que también toma como irreducible la línea de la democracia. Esa es la alternativa a las fallidas estrategias de embargos y sanciones.
También hay que decirlo: el doble rasero de los derechos humanos y de la libertad de expresión o de protesta en la región no es exclusiva a la izquierda. La comparten líderes de derecha, que se muestran preocupados por la situación en, por ejemplo, Cuba, pero no por la represión violenta de manifestaciones igualmente legítimas y ciudadanas en Chile y Colombia. Casi no se escucharon reclamos de este sector sobre las masacres que se le atribuyen a las fuerzas de seguridad bolivianas en 2019, cuando un gobierno interino de derecha sofocó protestas ciudadanas. Menos aún ante las irregularidades electorales en Honduras.
Pero esa ceguera, o cinismo, no justifica la hipocresía de la izquierda, cuyos ideales requieren la denuncia de violaciones de los derechos humanos independientemente del tinte político.
Los gobiernos de izquierda tienen la obligación política e histórica de condenar y buscar caminos diplomáticos para fomentar los derechos democráticos en todos los países de la región. La izquierda debe ser coherente e inapelablemente democrática y llamar a las cosas por su nombre: autoritarismo, represión, censura, aun contemplando sus posibles roles como mediadores para negociaciones.
Esta posición también fortalecería propuestas políticas de las izquierdas en la región, las luchas por reformas para expandir el acceso a los derechos para los pobres, las mujeres y las minorías. Solo así se podrá desarmar el uso que hace la derecha de los derechos humanos para deslegitimar los gobiernos democráticos de izquierda.
En América Latina hemos tenido ejemplos muy valiosos de presión internacional para frenar violentos excesos autoritarios. En la Argentina de 1979, una visita que realizó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para investigar las denuncias contra la dictadura militar de entonces fue clave para reestablecer la democracia. Lejos de ser una intromisión en la soberanía, las intervenciones de organismos internacionales, diplomáticos de otros países y activistas sirvieron como herramienta clave para apoyar las luchas de argentinos para terminar con el sangriento “proceso” que les quitó la vida a 30.000 personas entre 1976 y 1983.
Una posición que exige respeto por los derechos a la protesta en Cuba, la libertad política en Nicaragua y condene la represión en Venezuela, pero que también señala que el bloqueo económico estadounidense es inaceptable, sería una mejor defensa de los ideales de izquierda. Y nos brindaría una garantía a todos: si nuestros países se tornan autoritarios, contaremos con el apoyo de nuestros vecinos.
Jordana Timerman es editora del Latin America Daily Briefing.