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De: cubanet201 (Mensaje original) |
Enviado: 22/08/2021 15:37 |
El exilio cubano a bordo de un camión
El escritor Carlos Manuel Álvarez y su padre, un médico que salió de Cuba hace siete años, recorren Estados Unidos en un camión. En esa travesía distópica a través de 17 Estados, el experimento fallido del castrismo vuelve como un espectro, como nostalgia de lo que no sucedió
Hay excrementos de pájaros e insectos incrustados en el cristal del camión, que avanza a la velocidad de la mercancía. Gasolineras, semáforos, señales de tránsito, canales artificiales de agua dormida. A fines de mayo, la luz brusca de la tarde se desparrama sobre el asfalto de Miami, dibuja la sombra cambiante de los objetos y los árboles y convierte en espejos las superficies pulidas. Salimos hace unos minutos de la yarda. Había más camiones parqueados, algunos sin tráiler. Poco movimiento, el aire sucio de la primavera.
Mi padre viste pantalón deportivo, chancletas de goma, suéter gris, un audífono en la oreja derecha. Es calvo, la barba ya blanca, sus lentes de miope, los ojos verdes y tristes. Se llama Manolo, tiene 58 años y vive en Estados Unidos desde 2014. Era médico en Cuba, luego ha sido cualquier cosa. Estuvo en la construcción, despachó equipos de refrigeración, tumbó cocos, construyó yates, y desde hace dos años logró sacar la licencia para manejar camión y recorrer el país de lado a lado, trasladando cargas que la mayor parte de las veces no sabe ni qué son. Se trata de un oficio duro que se paga bien, cincuenta centavos la milla, el primer oficio donde mi padre podrá ver algo de dinero en su bolsillo.
Es un hombre que no entiende el capitalismo, al que el capitalismo le molesta. Fue educado para otra cosa, creyó en el comunismo, lo engañaron. Desconoce el cinismo y la competencia, y llegó a Miami cuando ya no podía echar abajo las bases sentimentales con las que había sido construido. Cuando no está en la carretera, bebe ron en las noches, acodado a una mesa plástica en un patio discreto.
Los libros de los que me habla los leyó hace muchos años, los sucesos que le interesa recordar ocurrieron en lugares de humo, sin ningún vínculo directo con el presente, las ideas por las que apostó resultaron ser otra cosa, y su memoria está poblada de muertos o de personas que no sabe qué se hicieron. Él es eso mismo para mucha gente: una sombra que no se sabe qué se hizo. No tiene interlocutores, es mi amigo, y me parece alguien condenado al silencio, que habla un idioma extinto.
Forcejea con la caja de velocidades. Le pregunto si está nervioso o tenso. “Siempre”, dice, “no es fácil manejar un tareco de estos”. Desde hace apenas diez semanas conduce solo, antes hacía team driver. La primera carga hay que recogerla en Fort Lauderdale, al norte de Miami. Tomamos la I-95, una carretera que arranca en la Florida y muere en Canadá, y luego el Turnpike. Son las 14:30. Vamos un tanto retrasados. Entramos contrario, por una calle que dice: “No Trucks”. La señal funciona de una manera distinta a sí misma. Si dice “No Trucks”, en verdad quiere decir que los camiones no deberían coger por ahí, pero que técnicamente podrían. No hay prohibición donde no hay posibilidad.
Parquear es lo más difícil. Mi padre se baja a cada tanto, mira algo, vuelve a subir, maniobra un poco, se baja de nuevo. Debe adaptar el sentido a una bestia automotriz marca Freightliner de dieciocho gomas y treinta mil dólares, cuyo tráiler mide cincuenta y tres pies (unos 16 metros). Lo parquea con relativa facilidad en la línea de una de las compuertas del almacén.
La realidad nos llega de segunda mano. Alguien la estrenó y luego nos la presta, tiene olor de uso. Igual nos la ponemos. Los pelos se me salen por fuera de la gorra. Mi hermana llama desde Cuba y mi padre mira a su nieta de un año en la pantalla del celular. Ahí encuentra consuelo, entretenimiento, gasolina emocional para el recorrido. La mercancía cae y estremece el camión. Nos despacha Derek, afroamericano rechoncho de bata blanca y nailon en la cabeza. Trabaja para Nutranext, compañía que fabrica, distribuye y comercializa productos de suplementos dietéticos y nutricionales. Mi padre firma los papeles de entrega y anota la dirección a la que vamos: 1353 Baker Court, Lexington, Kentucky.
Es lunes, cuatro de la tarde. Miro el GPS del camión y marca quince horas y veintinueve minutos hasta nuestro destino, mil ochenta y tres millas de distancia: unos mil setecientos cuarenta kilómetros. Mi padre llena desde ya el Log Book, una agenda que los policías del Departamento de Transporte revisan para comprobar que los choferes han descansado las horas necesarias. Ningún camionero puede manejar más de doce horas seguidas, y, si llega al límite, entonces luego debe descansar diez. Prácticamente todos violan la regla, porque este negocio se trata de hacer la mayor cantidad de millas en el menor tiempo posible.
La pulsión oculta no la reconoce la ley formal, pero sí el capital, que es la ley real. Para que los paquetes de Amazon Prime lleguen a la puerta de tu casa tan solo en veinticuatro horas, hay gente allá afuera que tiene que hacer cosas indebidas. Esa eficiencia no es posible dentro del orden legal. Incluso hay choferes que fuman cristal o meten coca para resistir más tiempo. ¿Cuánto le debe el ritmo del capitalismo acelerado a las sustancias químicas que hacen que tantos obreros de tantos rubros puedan sostener ese paso de caminadora, dopados sobre una estera que avanza cada vez más rápido, más fuerte, más arriba? Entre las muchas variables en las que se puede medir la desigualdad, la velocidad es una de ellas. El atletismo y el ciclismo están llenos de historias de superación de gente pobre que hizo del calvario laboral una fuente de entrenamiento, mientras la oligarquía es esencialmente sedentaria y moralmente obesa.
Mi padre solo toma café y fuma Marlboro negro. Su cigarro preferido es el H. Uppman, pero de esos no hay fuera de Cuba. Una sola vez, en Toronto, fumó marihuana y se desmayó. Su sentido de la disciplina y sus métodos sencillos lo mantienen a salvo. Cuando llega el sueño, descansa de inmediato. “Cada vez que salgo me encuentro un camión bocarriba por ahí”, dice. No creo que a él le vaya a pasar algo similar en ningún momento. Jamás lo he visto rizar el rizo, salvo en asuntos de política nacional.
Llegado ese tema, me doy cuenta de que es un hombre que vivió dentro de un laboratorio ideológico. El lenguaje se vuelve una bola de estambre. Si lo desenredas, lo vuelve a enrollar. Es necesario que la palabra oculte para que todo sea más o menos soportable. En última instancia, dice, ya solo le interesan sus hijos. “Me preocupa que te vayas a aburrir”, comenta. “En el viaje por lo general no pasa nada”. Le contesto que no me voy a aburrir. Es muy probable incluso que haya venido justo porque no pasa nada. Además, ¿qué cosa es que pase algo?
En un plato desechable me sirvo arroz congrí, carne de lata y plátano fruta. Quería comprar unos pasteles de guayaba, pero no me dio tiempo. Una vez, comprando pasteles en el restaurante Versailles, la tribuna preferida del exilio cubano en Miami, escuché a un viejo decir en el parqueo la palabra carajo. Luego subió a su auto y se marchó.
Fue extraño y emocionante. La palabra giraba como una pelusa inquieta y no se diluía del todo. Quiero decir que la seguía oyendo, quizá porque no podía explicar de qué modo había sido pronunciada. Hubiera tenido que adentrarme en el acento o la dicción, zambullirme en el lenguaje como quien se mete debajo del camión a zafar o reemplazar no sé qué pieza dañada o gastada.
Se trataba, me atrevo a decir, de una manera prerrevolucionaria o republicana del acento, una manera clase media criolla, burguesía venida a menos desde un sitio previo ilusorio e inexistente, una manera dril cien y salidas dominicales al liceo municipal. Su tono no era afectado o estirado, sino contundente y lleno de color, una coda costumbrista o vernácula que en el destierro había adquirido su verdadero sentido trágico.
Inmediatamente pensé en mi abuelo materno, muerto hace ya muchos años, enemigo de Castro desde el día uno. Creí recordar, pero quién sabe, que así pronunciaba él la palabra carajo, alguien que hablaba de tubey o tribey, léxico de béisbol que ya nadie usa. Me percaté de que no había escuchado más su pronunciación. Después pensé que a lo mejor nunca la había escuchado en lo absoluto.
Reconocer un lenguaje justo por no haberlo oído jamás. Ciertas palabras dichas con cierto dejo, las formas específicas e intransferibles en que cierto dolor, ciertas pérdidas, ciertas nostalgias y derrotas fueron masculladas y padecidas. Entre las muchas variables en las que se pueden medir los distintos tipos de exilio, el acento es una de ellas, y quizá la más fiel, la menos maleable.
Mi padre habla como se hablaba en los años de oro del castrismo. Con impulso, comiéndose vocales, de un modo muchas veces estentóreo. Gente que se tragaba todo. No se ha visto a nadie que hable de épica y revolución de manera melancólica, y con seguridad ahí reside buena parte de las razones del fracaso. Yo, como cualquiera de mi edad, hablo de esa misma manera, pero en un sentido ideológico aparentemente distinto, es decir, vomitando lo que otros se comieron. Son los ciclos digestivos de la historia.
A las siete y treinta y cinco de la noche paramos en un Pilot en Fort Pierce a echar diésel. Hay delante una larga fila de camiones. Estas gasolineras tienen siempre una tienda para choferes interestatales. Casetas achatadas de color terroso, algo que puede ensamblarse en cualquier parte porque no pertenece a ninguna.
Afuera, neveras con bolsas de hielo. Adentro, comida chatarra, gaseosas, cigarrillos, un estante de herramientas, otro de gafas de sol a dos por quince dólares y bisutería local. Cabezas artesanales de cocodrilos con la boca abierta y collares con pezuñas o dientes de caimanes. A medida que avancemos por el país, solo ese rincón va a variar de producto. En Georgia, pulóveres con águilas imperiales, bandera gringa y letreros que dicen “Home the Brave” o “1788′, el año en el que el Estado, el primero del sur, empezó a formar parte de la Unión. En Texas, souvenires de herraduras o sombreros de cowboy.
La variación se produce dentro de un concepto fijo, necrosado: el exotismo conservador, por lo que, al cabo, en los truck stop ningún estante se parece tanto entre sí como esos que ofrecen objetos diferentes. La uniformidad de los ambientes y la lógica económica cerrada del territorio en los pueblos intrincados de Estados Unidos hace pensar que el capitalismo rural gringo esconde el deseo atávico de reproducir el paisaje comunista, la serialización de la atmósfera, las costumbres y el acceso a la mercancía. Tantos productos distintos, pero indistinguibles unos de otros, ahogan la mirada en un mar chillón de colores insoportables que, ante la falta de tiempo, no permite elegir sino al azar, otro nombre de la obligación.
Cuando triunfas en el capitalismo, el capitalismo te premia justamente con su ausencia, la singularidad privilegiada que supone no someterte a sus leyes. Hay que ganar el juego del capital para escapar de él. Amigos trabajadores de Google me hablan de las prácticas colaborativas, los derechos establecidos, las relaciones horizontales y el peso de la voz coral en las decisiones tecnológicas de la empresa. La mega corporación funciona como un país, genera en sus trabajadores ese tipo de sentimiento, y los indios, chinos, pakistaníes, europeos o latinoamericanos que pertenecen ahí dejan de ser lo que han sido y se convierten en ciudadanos de Googlelandia.
En los truck stop no solo los productos en venta están sometidos a la homogeneización estética consustancial al valor de mercado inferior a los veinte dólares, sino que los individuos también sufren esa suerte de segmentación rígida, escandalosamente incorporada como algo natural y, a la larga, sumamente peligrosa por su reserva intacta de rencores, autoconmiseración y ridículo mesianismo inducido. La rabia de estos sujetos blancos despreciados puede desatar —tal como vimos con Trump, y ese no fue siquiera, por más que los estadounidenses prefieran verlo así, el peor de los escenarios posibles— los nudos fascistas enquistados en la piel lechosa del país.
El joven obeso y diligente que encontraré un par de días después en Shelbyville, Tennessee, es el arquetipo de los vendedores apostados en lugares perdidos de la ruta. Gente callada que no sostiene la mirada, lentos en sus desplazamientos laterales, y que han llegado a esa estación última del cuerpo después de haberse embutido durante años de lo mismo que despachan: cuñas de pizza recalentadas, hamburguesas con ketchup, refrescos y energizantes.
Frente al baño hay una pesa. Cuesta veinticinco centavos pesarse, un quarter, sea cual sea el peso que tengas. “Accurate Weight”, “Check Your Weight”, y también, como añadido, “Today´s Lucky Lottery Number. Plus Your Daily Personal Message”. Miro la pesa con detenimiento, intentando encontrar algo que no voy a hallar. Dibujos de palmeras y un sol al atardecer que se oculta detrás de un promontorio bañado por su luz naranja. De la misma manera, hay máquinas expendedoras. Objetos que van a permanecer en su lugar incluso cuando la tienda sea completamente abandonada, piezas inservibles que solo pueden adquirir su belleza y sentido plenos en el abandono o la destrucción.
Por el audio principal pasan Bitter Sweet Symphony. Salgo del sitio. Mi padre le ha echado al tanque del camión ciento treinta y dos galones de diésel, unos cuatrocientos cuarenta dólares. Ahora limpia los espejos con escobillón. Agarro el recipiente de cinco litros en el que ambos orinamos dentro de la cabina. Camino hasta el césped, lo vierto. En la cerca perimetral, un cartel advierte tener cuidado con los cocodrilos y las serpientes. Olor a amoníaco o a lo que sea que huela la orina concentrada.
“Las mejores carreteras del país están en la Florida”, dice mi padre, ya en la ruta. La noche se desliza dentro de la cabina, nos envuelve y desaparecemos. La luz delantera del camión abre en la oscuridad una zanja difusa. Dentro de ese ritmo tedioso, que parece no acabar nunca, sucede un asombro infinitesimal. Horas idénticas. Hay algo que el recorrido se traga a una velocidad que nos hace imposible asimilarlo.
El camión tiene diez velocidades. A partir de la quinta, hay que apretar un botón para seguir acelerando. Algunos alcanzan las ochenta millas, pero el dueño del Freightliner puso el tope a setenta. No le gusta que sus choferes corran. Mi padre habla con él. Le explican algo así como la correlación entre motor, transmisión y diferencial. |
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Una cortina de hule separa los asientos de los estantes para los víveres y la litera de la cabina. Trajimos arroz, café, carne enlatada, salchichas, plátanos, yogurt, bistecs de cerdo, spaghetti, queso, huevo, pollo, aceite, cebolla, ají, tomate, pepino, una olla arrocera, una nevera de picnic y un convertidor de corriente.
La parte de arriba de la litera no tiene colchón, por lo que tenemos que dormir juntos abajo, aunque tratamos de no coincidir; de ahí que, como mi padre es quien único maneja, yo pase muchas horas en silencio, detenido en cualquier parte en mitad de la noche.
Buscamos parqueo y no encontramos. Al borde de la carretera descansan muchos camiones, como miembros extraviados de una manada antediluviana. Estaciona el primero, y luego otros se van arrimando paulatinamente, hasta completar un grupo lo suficientemente nutrido. Hay algo vivo, sacrificial, en los camiones. Tienen una administración del tiempo particular. Están hechos para la noche y la carretera desierta, donde avanzan más. Descansan a la intemperie, con los cielos abiertos de Estados Unidos engulléndose el ruido de los motores encendidos, convirtiéndolos en chasquidos insignificantes, trasladándolos al concierto de las proporciones astrales.
El camión se entiende en la inmensidad, en páramos inéditos, incluso feos. Hay cientos de miles trasegando constantemente como una incansable colonia de insectos a lo largo del país, pujantes y vigorosos, haciendo que este monstruo imperial y excéntrico, este experimento absolutamente deslumbrante de la modernidad funcione con regularidad y haga funcionar al resto del mundo. El camión conserva aún el aura de un empleo y una técnica industrial en un mundo posfordista. En un universo especulativo, se entiende como una actividad que transcurre por debajo. Pero, ¿por debajo de qué? ¿Acaso por debajo de la mirada de la publicidad cotidiana? Solo después de subirme a un camión he visto lo que siempre ha estado ahí. Más camiones por todas partes, más gasolineras para camiones, más dormitorios para camiones.
Mi padre finalmente encuentra en un Pilot un hueco disponible, pero no está seguro de saber meterse en él. La imagen se desprende sola: un rebaño agotado reposa en colonias especialmente equipadas para ellos dentro de la jungla de cemento. El movimiento del cuello del camión, la luz alumbra la yerba. Aun detenidos, los motores no se apagan para que el aire acondicionado siga funcionando.
Busco el baño de la tienda, es casi medianoche. He visto esta escena anteriormente. Filme pirateado para sábado bucólico. Estados Unidos ha empaquetado su propio terror verídico y lo ha exportado luego como memoria ficticia y banal. Se escucha November Rain. El pop rock coloniza los truck stop. Un canal de noticias en la televisión. Un tipo sentado solo en unas sillas al fondo del local, veterano de alguna guerra, quizá la guerra del letargo y el entumecimiento. La comida tiesa, el vendedor aburrido, un derroche de luces. Ahora estoy en ese momento de las películas en el que está a punto de suceder alguna cosa. Un desquiciado nos pasa a todos a cuchillo porque sí.
Compro pasta dental y salgo al área de parqueo. Camino hasta una esquina y me acomodo frente a una caseta de limpieza que me devuelve un poco de seguridad. Informaciones de horarios, una oficina vacía, conos de tránsito y tanques de combustibles. ¿Por qué la noche vuelve todo tan extraordinario, tan falsamente intenso y desgastante? Paso mucho tiempo ahí. Recortados contra la oscuridad, en lo alto de un poste que no se ve, dos carteles neón de Denny´s y Flying. Rojo, blanco y amarillo. Parecen flotar en una vasta sustancia oleaginosa, como estrellas reflejadas en un charco espeso. La primera imagen, el cuerpo celeste de los anuncios. Me devuelvo a la cabina.
Busco la bolsa de medicamentos. Las pastillas de mi padre son dos frascos de Lisinopril y uno de Timolol. Es hipertenso y padece glaucoma. Esa es la razón principal por la que sus ojos apagados transmiten frecuentemente desolación. No solo porque estén expresando algo sobre la persona, sino sobre sí mismos: la conciencia de que la ceguera los acecha. Yo cargo con un frasco de Sertralina y otro de Quetiapina, un antipsicótico que me pone a dormir de inmediato y me llena el sueño de imágenes díscolas y sucesos entre absurdos y solemnes, mezclando gente y situaciones en lienzos nítidos que no tienen traducción dentro del sopor diurno ni ningún sistema de signos racional puede representar.
Cuatro meses atrás, después de cuarenta y ocho horas de insomnio gracias a la metanfetamina, me embargó la obsesión de que había olvidado cómo se dormía, de que había borrado por completo el aprendizaje muscular de abandono y sosiego. Mis impresiones no eran del todo falsas. Me sentía como un búcaro que, después de caer al piso, le hubieran pegado los fragmentos rotos y no se pudiera mover mucho o nada porque el pegamento todavía estaba húmedo.
Ya no podía, como solíamos hacer, acompañar a mi padre la madrugada entera y conversar sobre los asuntos que fueran apareciendo, que siempre son los mismos. Las personas se quieren no cuando pueden conversar todo el tiempo sobre cosas nuevas, ya que la compañía vuelve finito cualquier tema u obsesión, sino cuando no les molesta escuchar ni decir lo que ha sido dicho y escuchado infinidad de ocasiones. Ahora descansamos apretados en un colchón estrecho y lo que a él le resulta incómodo a mí me parece un refugio.
Permaneceremos nueve días atrapados en este compartimento mínimo, que ganará cada vez más en suciedad, reguero y desgano. El aceite repica en la sartén y embarra la alfombra del suelo. Envoltorios sueltos, plátanos podridos a medio comer, la nevera descongelada, botellas de agua vacías, la ropa percudida o apestosa, el galón de la orina sin vaciar, las sábanas revueltas, mal tendidas. Sin embargo, quizá como nos movemos constantemente, y la compañía es armoniosa, percibo la cabina como un estanco anónimo de libertad que recorre diecisiete estados a setenta millas por hora y garantiza a través de las postales cambiantes nuevas coordenadas de expresión íntima y referencias cruzadas.
De día, camino a Chattanooga, encontramos un venado muerto, tendido en el asfalto, y también una tumba, una cruz en la cuneta, en la hierba. Cruzamos Jonesborgo, Stockbridge y bordeamos Atlanta. Mi padre me dice que baje los pies de la guantera. “Aquí los espejos son todo, no me dejas ver”. El tráfico nos obliga avanzar a vuelta de rueda. Me quejo. “Lo peor es la I-95 en el tramo de Richmond a Baltimore. Me quedo sin piernas de frenar”, dice. “Menos mal que me quitaron esa ruta”. Mi padre ha ido hasta Maine por el noreste, hasta la frontera con Vancouver por el noroeste, y hasta El Paso por el sur.
“¿Qué piensas?”, le pregunto. Un cigarro entre los dedos, las manos al timón, la vista en la carretera. “Tú sabes cómo funciona la cabeza. Ella sola busca cualquier tema y se mete en eso”, me dice. “Este es un oficio de mucha soledad”. Habla de la Guerra Civil. Le gustó mucho la interpretación de Lincoln que hizo Daniel Day-Lewis. “El cuarenta por ciento de las batallas tuvieron lugar en Tennessee”, dice. “¿Ya estamos en Tennessee?”, pregunto. “Ya, sí”.
Mi padre nació en San Pedro de Mayabón, un pueblo de Matanzas que a comienzos de los sesenta no llegaba a mil habitantes; con casas de guano que, cuando se incendiaba una, arrasaba con veinte más. Aprendió a jugar ajedrez solo, guiándose por un libro que comenzaba con el movimiento de las piezas y terminaba enseñando aperturas o defensas como la Española o la Siciliana. Sigue teniendo esa suerte de candor tan propio de los niños tímidos y respetuosos que aprenden cosas en libros casuales y luego escapan de un lugar cuya configuración indica que nadie nunca podrá salir de ahí.
Anoto datos que no tienen demasiado interés sobre cosas disparatadas que voy preguntando al vuelo, como que los camiones refrigerados pagan un centavo más por milla. ¿De qué me sirve? Seguimos avanzando. Somos las esquirlas disparadas hacia adelante de un cuerpo que se intuye, el cuerpo de una pesadilla. Nadie lo ha visto, ninguno de nosotros.
Creemos saber de lo que hablamos cuando hablamos de ese cuerpo que ha sido despedazado, escindido y diseminado quién sabe por cuántos lugares, pero en realidad nadie puede ir más allá de eso, porque nadie ha vivido nada que no sea ya esta fractura. Aquellos que han logrado ver de dónde proveníamos, solo lo han visto en trazos confusos, y nos han querido decir luego que es mejor no ver ni soñar nada. De todas maneras, un exiliado es alguien que aprendió a no creer en nadie que diga ver algo que no pueda, en última instancia, ser visto por todos y cada uno.
En algún punto el jefe de mi padre lo llama para decirle que va a pagarle cinco centavos más por cada milla recorrida. Eso es un hecho y lo demás es humo.
Después de entregar la carga en Lexington, vamos a buscar una nueva en Cincinnati, Ohio. Llueve en la tarde del miércoles. No encontramos el warehouse de la recogida hasta media hora después. Finalmente leemos un cartel: “Driver Truck Enter Here”. Pasamos a una oficina. Un tipo almuerza en un pozuelo. Mi padre habla en español. Otros dos lo miran y sueltan una sonrisa maliciosa. Le alcanzan un documento con cierto desprecio a través de la ventanilla y le señalan dónde tiene que firmar. “Trátame en buena forma”, grita mi padre. Los tipos bajan el tono. “¡Viste cómo entienden ahora!”, me dice mientras salimos. “Al final se dio cuenta de que estaba encabronao. Lo que son es unos pencos, es lo que son”. “Él entiende, aunque no entienda”, digo. “El lenguaje del empingue es universal, olvídate de eso”.
Una vez han subido la carga, corremos los ejes del camión. Empiezan a establecerse relaciones sutiles entre el tráiler y nosotros. Puedo detectar en el cuerpo cuándo vamos cargados o ligeros. “Manejo mejor lleno que vacío”, dice. Nos detenemos en una Weight Station. El camión sube a una pesa que se tambalea. Setenta mil libras, cuarenta mil de carga. Vamos al oeste, unas mil novecientas millas hasta Phoenix. Pasamos Indiana, Illinois, Missouri, Oklahoma, Texas, Nuevo México y Arizona.
Avanzamos a favor, no se hace de noche. Cambian los horarios. A la altura de Oklahoma, la vegetación varía, más desértica. Recorremos la I-40. “La carretera parece una serpiente”, dice mi padre. Le comento que en la universidad leí Muerte de un viajante. Una amiga me obsequió, antes de embarcarme en la ruta, Viajes con Charley, de John Steinbeck, pero no leo libros de viaje cuando viajo, ni libros de pandemias en pandemia, y es probable que no lea más distopías, puesto que ya vivimos en una, ni nada, en resumen, deliberadamente tautológico.
Al menos en principio, esta carretera no es desconocida para mí. Hace algunos años ya, en un tugurio de La Habana, entrevisté muchas veces a un sujeto llamado Charles Hill, miembro de una organización separatista afroamericana. El 8 de noviembre de 1971, junto a otros dos compañeros, Hill asesinó en la I-40, cerca de Albuquerque, casi a la medianoche, al teniente Robert Rosenbloom, quien había detenido el Ford Galaxie de los fugitivos cuando huían del FBI.
Entramos a Texas y los interminables descampados acogen largas filas de molinos de viento y también unas cruces muy altas y robustas. Energía eólica, iglesias y cabezas de ganado por todas partes. Tengo sangre seca en los dedos. Me como las uñas constantemente y me corté el pulgar intentando abrir una lata de carne. Mi pulóver y el pantalón están embarrados de quién sabe cuántas cosas. Me pica la cabeza, no nos hemos bañado aún.
“Si hubiera un puente de los cayos a La Habana, habría ido a Cuba no sé cuántas veces ya”, dice mi padre. Yo esperaba que, mientras más nos alejáramos de Miami, menos tocáramos el tema Cuba, pero hay finalmente ahí un contrasentido, porque un tema no es más que una evocación. Un tema es su ausencia. El exilio se traduce para mi padre también como una medida de distancia. Saca el cartabón de la añoranza y calcula la cantidad de veces que hubiera podido visitar el sitio al que pertenece. Con una vez, que le garantizara permanecer, le basta. Le sobran millas a su nostalgia, pero le faltan a su economía.
Hay una frase de Cioran, escritor de frases, que resulta sospechosamente cercana. La idea escapa del pesimismo rotundo, de la habitual claridad asertiva, y tiene una poética enmarañada y arbitraria. La lógica aforística se atreve con elementos que no tienen sucesión en la experiencia, y responde más a una intuición lírica que a un desgajamiento natural de la razón. “El tiempo es un sucedáneo metafísico del mar. Uno sólo piensa en él cuando quiere vencer la nostalgia marina”. Creo que ahí se recoge en buena medida el tipo de exilio que nos corresponde ahora como camionero y acompañante de camionero que somos.
En la noche, una fatigosa procesión de luces rojas. Estuvimos a seis mil pies de altura, luego a dos mil. Llegamos a Phoenix el viernes en la mañana, aunque a estas alturas yo he perdido un poco la secuencia de los días. El asfalto negro adquiere más intensidad en el desierto. Arbustos y arena ocre, el silbido tenue de un verso seco. En la tarde arribamos a las inmediaciones de Los Ángeles para recoger la última carga y devolvernos Miami. Entablamos amistad con un despachador salvadoreño que nos ayuda a parquear y es entonces en la ruta de regreso —más de dos mil setescientas millas— donde los paisajes adquieren una fuerza devoradora, no solo por su encanto particular, sino por el abrupto contraste entre ellos.
El sábado al mediodía logro bañarme en Desert Hot Springs Cactus City. Hay 38 grados Celsius y me duele la garganta. Creo que tuve fiebre la noche anterior, además de la fiebre onírica de las pastillas. Soñé que robaba libros de tapa dura y que la policía política cubana me detenía. La ducha cuesta quince dólares. Me masturbo, pero no siento mucho. Me encuentro bastante lejos de cualquier referencia erótica.
Las elevaciones en el desierto parecen magma derretido, paisajes lunares. Piedrecillas sueltas, gajos secos, plantas rojizas quemadas en un fuego árido y mudo. “Las mesetas están cortadas con serrucho”, dice mi papá. Es la precisión del corte geológico. Cruzamos el peaje fronterizo de El Paso y más adelante vemos un accidente de dos camiones. Esqueletos incinerados y dispuestos armónicamente para el ritual áspero del desierto y su dibujo minimalista de cuero y espinas.
Esta exuberancia del vacío desaparece de golpe en Louisiana, Mississippi, Alabama, el sur húmedo de pantanos, ríos, brazos de agua y vegetación entretejida sobre los imponentes cauces mostazas coloreados con la tinta del lodazal. Los autos de los pescadores descansan a un lado de la carretera, aparecen más asentamientos. La madera cruje, las cosas se resienten. Se evapora cualquier consistencia. La vegetación es alta y frondosa, un verde refulgente veteado de charcos podridos que un sol blando lame misericordiosamente, como si quisiera curarle las úlceras a la tierra enferma.
Mi padre suelta en un momento: “¿Tú no querías ver el Mississippi? Mira el Mississippi”. Lo dice como si el río fuera suyo, con el orgullo de la pertenencia. De algún modo sí es suyo. Lo ha visto antes, me está llevando a él.
Es Memorial Day y hay bastante tráfico, pero ya no nos detenemos más hasta treinta y tres millas después de Tallahassee. En la madrugada del noveno día llegamos a Miami. “Jesus... our leader”, dice un camión que entra a la ciudad junto con nosotros. Otro rastrero pone la luz larga, nos encandila, y mi padre suelta una ristra de improperios. Pero no se los cree, está contento. Luego canta temas de Serrat. “Nunca pensé que volver a Miami se sintiera algún día como volver a casa”, dice, su cigarro encendido, la pausa de sus caladas.
A media mañana entregamos la última carga. Un hombre se acerca y le extiende a mi padre el cheque de cobro. Limpiamos la cabina del camión. Encuentro debajo de unos de los asientos un centavo de dólar y lo guardo conmigo. Es un dinero extra que nos hemos ganado. Entre el brillo y la herrumbre, quien venga detrás de nosotros va a encontrar en la ruta su moneda también.
Mi madrastra espera en la yarda para llevarse a mi padre a Hialeah Gardens en su Toyota blanco. Suman treinta años de casados. Se besan en medio de ese terraplén. Permanente en su disolución resbaladiza, el beso comparte con el exilio un principio fundamental: es un acto de iniciación que sigue las leyes de la despedida.
Carlos Manuel Álvarez es escritor cubano. Su último libro publicado es ‘Falsa guerra’.
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