Por Francisco Almagro Domínguez
Algunos judíos, nuestros hermanos mayores en la fe al decir de Pablo VI, se quejaban en los campos de concentración nazis de que Dios se había olvidado de su pueblo. Era tanto el horror y la desesperanza entre ellos que morían al perder el sentido de la vida, según el psiquiatra Viktor Frankl, también internado en el campo y donde desapareció casi toda su familia.
Suelen los seres humanos buscar un culpable para desplazar hacia él penas y errores. En cambio, los éxitos padecen orfandades vergonzosas. Habría que tener fe a toda prueba para, en la cúspide, ser humildes, agradecer a algo que sobrepasa la razón. Las religiones pueden ser refugios y trampas a la vez: lo malo es culpa de Dios, lo bueno, obra de los hombres.
Los regímenes totalitarios asumen desde el comienzo la ausencia de Dios, o su humanización: crean lideres que encarnan la divinidad. No es nada nuevo. Desde la antigüedad faraones, reyes y emperadores eran considerados dioses a los cuales no les podía ni mirar a los ojos.
La tradición del líder-dios llegó hasta que los burgueses del siglo XVIII comenzaron a “liberar” al hombre de la atadura a Dios para hacerlos cautivos de sus voluntades. No fueron los comunistas quienes primero “mataron” a Dios . El capital y la revolución industrial necesitaron de un nuevo becerro de oro para hacer trabajar a niños y a mujeres como esclavos y no sentir culpas por ello.
Suele afirmarse que la primera expresión social del “morir de Dios” fue la revolución francesa. Como sabemos, los cristianos y la nobleza corrieron la misma –mala- suerte. La Diosa Razón sustituyó todo atisbo religiosidad y símbolos, llegando al punto de cambiar calendarios y celebraciones. Después de la carnicería que fue esa revolución, era esperable un dictador como Napoleón Bonaparte. Fue el pueblo y no Dios quien lo colocó en el centro de la historia. Francia pagó bien caro el precio de la renuncia a la verdadera divinidad.
Los llamados maestros de la sospecha, Marx, Nietzsche y Freud, hicieron una lectura liberal y emancipadora del hombre como centro y fin de la existencia humana. Pero ninguno, excepto Sigmund Freud, pudo ver las consecuencias del deicidio. El creador del psicoanálisis sufrió en carne propia al final de su exilio londinense la ausencia de un poder superior como factor que pone a los hombres a merced de otros hombres. El vacío de Dios siempre es ocupado por hombres-dioses.
Nuestro José Martí, profundo anticlerical por razones obvias y su naturaleza rebelde, opinaba que las religiones eran necesarias para proteger la libertad de las personas. Mucho antes de que el Apóstol hablara del tema, otro grande, el Padre Félix Varela, había escrito sobre la impiedad y sus consecuencias. Es muy sintomático que el régimen comunista y ateo –poco creíble llamarle estado laico- nunca haya publicitado, desconozco si publicado, las Cartas a Elpidio. Una lectura de este libro fundamental para la historia y la cultura cubanas debía estar en todas las bibliotecas escolares y particulares de la Isla.
Personalmente no creo que estamos pagando el pecado de haber renunciado u olvidado a Dios pues como mismo pedimos respeto para las creencias religiosas, debe haber respeto para quienes no la tienen. El asunto es un poco más complejo. Como diría el cardenal Ortega en una cita memorable, este tipo de regímenes exigen absoluta lealtad al Líder, y no pueden compartir el corazón con otra “creencia”.
Hay una contradicción insalvable entre ser comunista y ser cristiano. Son dos mundos incompatibles desde el punto de vista filosófico, político, y social aun cuando la Doctrina Social de la Iglesia toma referencias del mundo secular. No hay coincidencias entre una dictadura opresiva como el comunismo y la religión cristiana por mucho que se afane Frey Beto en compartir recetas de cocina que los cubanos jamás han probado. En realidad, fueron los comunistas quienes se apropiaron del discurso emancipador y socializador del cristianismo.
Antes del 11J nada movió más a la sociedad que la visita de Juan Pablo II. En su mayoría, los cubanos sintieron que podía existir otro mundo más humano, menos pugnaz y tramposo. La orden de los jerarcas del Partido fue clara: hay que despapizar a Cuba.
La “ausencia” de Dios ha sido responsabilidad de todos. Como el frio es la ausencia de calor, el alejamiento de Dios, o en los no creyentes, del respeto que merecen las religiones –y su derecho a existir: tener escuelas, hospitales, medios de comunicación- es una de las causas del desastre ético, social y hasta económico de la república cubana –en verdad ahora mediatizada hasta la miseria.
La “muerte de Dios” en Cuba inició el proceso de trasferencia ideológica al Difunto y sus falsos apóstoles. Dicen que los barbudos parecían Jesús, y traían un nuevo paraíso. Olvidaron que Diablo en latín quiere decir “el que engaña”. Desaparecido el hombre-dios, nada queda, ni siquiera una idea coherente.
Por esa razón nunca como ahora los comunistas se han empeñado con vehemencia en resucitar un muerto, físico e ideológico. La mala noticia es que no va funcionar. No han funcionado para reyes, faraones y emperadores en toda la historia de la humanidad. La libertad de los cubanos pasa pues, por ir descubriendo que, con fe o sin ella, existimos para la libertad y la felicidad sin que nadie deba concederla en la Tierra.