A lo largo de la historia de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos durante el castrismo, todas las propuestas de flexibilización y acercamiento han surgido desde el lado estadounidense. Cada una de estas iniciativas fue torpedeada desde Cuba, especialmente por Fidel Castro.
Jimmy Carter sufrió su Mariel luego de iniciar conversaciones destinadas a flexibilizar el embargo y levantar las restricciones de viajes a Cuba.
Bill Clinton, en el 96, se vio forzado a aprobar la Ley Helms-Burton en respuesta al derribo de dos avionetas civiles por orden directa de Fidel, causando la muerte a cuatro ciudadanos de Estados Unidos.
Obama, quien dio los pasos más audaces en favor de una normalización entre las dos naciones, vio expirar su mandato sin que Cuba moviera en lo más mínimo su discurso de odio y hostilidad hacia el país vecino que acoge a más de un millón de sus nacionales.
Esta tirantez propiciada y exacerbada por Cuba le ha permitido al régimen disfrutar, a lo largo de sesenta y dos años, de varias válvulas de escape que han aliviado tensiones y le han permitido flotar sorteando adversidades sociales. El éxodo masivo de Mariel en 1980 sirvió para depurar la población cubana al eliminar a potenciales opositores. Las políticas migratorias de Estados Unidos, las 20 000 visas anuales para inmigrantes, el éxodo del 94, la extinta política de pies secos-pies mojados y la ruta casi permanente de balseros le han servido a la dictadura para contener protestas y estallidos sociales.
En las circunstancias actuales, dichas posibilidades son remotas. Los patriarcas del régimen, el verdadero poder, sobrepasados por la pandemia y con un 11 de julio que los tomó por sorpresa, muestran su verdadero rostro.
A Díaz-Canel, como a Thomas Malthus —se cuenta que escribía en tercera persona para referirse a su obra y que el prólogo a su Ensayo sobre el principio de la población lo escribió él mismo—, también le gusta hablar de sí mismo. En lugar de la tercera persona del singular, usa la primera del plural y en ese “nosotros” disimula su incompetencia y su falta de sentido del tiempo político. El nosotros papal, en la voz aguda y desagradable del dirigente cubano, siempre suena falso y embaucador. Al “Presidente” le encanta leer a Malthus, lo suyo son los viejitos, los de la Sierra Maestra, clarísimo está.
Así, Díaz-Canel ha seguido usado constantemente, como los viejitos de la Sierra, el sistema de salud como un vehículo de propaganda política. Nunca hubo humanidad en Fidel Castro, solo prepotencia, orgullo e interés. El descalabro que sufre el sistema de salud cubano prueba que el diseño del sistema de atención primario en Cuba fue secundario ante la posibilidad de exportar, vender y lucrar con los profesionales de la salud.
Encima, no ha habido una sola medida o decisión acertada en la gestión de la pandemia en Cuba. El despropósito ha sido deliberado y quien ha pagado en muertos el triaje gubernamental ha sido el pueblo cubano.
Al gobierno cubano la gente le importa una mierda. En medio de una situación de emergencia impone medidas de regulación monetaria y económica extremas que disparan la inflación y acrecientan la escasez. Las colas para adquirir lo esencial se extienden por horas y los focos de contagio son absolutamente incontenibles. Díaz-Canel, con trámites imposibles y retrasando el permiso de aterrizaje a aerolíneas estadounidenses, se ha negado a recibir la ayuda que los emigrados cubanos han recogido por todo Estados Unidos. Mientras, los vuelos provenientes desde Rusia, cargados de turistas, aumentan. Asimismo, apostó en exclusiva, hasta hace muy poco, por las vacunas cubanas, pero su fracaso y la falta de resultados les ha hecho recular y aceptar en esquemas heterólogos el uso de una de las vacunas chinas.
Las autoridades médicas han sido cómplices en este desatino. Cuarentenas y toques de queda no han servido para nada y, en una muestra de cinismo mayúsculo, admiten que los datos sobre muertes e infectados son “imprecisos”. La Oficina Nacional de Estadística e Información publicó un estudio de datos sobre la población cubana, en julio de 2021, donde se afirma:
“Los cambios producidos en las variables demográficas en el transcurso de los años han influido de manera significativa en la estructura por edades y sexo de la población. Según la pirámide de edades 2020, se evidencia que los efectivos comprendidos en las edades jóvenes son cada vez menos y las personas mayores de 60 años continúan incrementándose, provocando el tránsito de Cuba por un proceso de envejecimiento poblacional relativamente acelerado como consecuencia al aumento de la esperanza de vida y a los bajos niveles de fecundidad observados desde fines de los años 70 del pasado siglo”.
Demasiados viejos, dijeron los ancianos de la saurocracia gubernamental y la orden fue dada: dejadlos morir. No cabe otra conclusión, tanta negligencia, tanta indolencia, tiene que se deliberada.
Los cubanos mueren, o dicho con propiedad: a Cuba la están matando.
En el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí, con todos los recursos, médicos y medicinas, muere Adalberto Álvarez, 72 años, el Caballero del Son. En el Hospital Ginecobstétrico América Arias, sin medicinas, pero con algún médico, muere María González, 29 años, embarazada de 7 meses. En Crespo 53, entre Refugios y Colón, sin medicamentos ni médicos, muere en su casa Fátima Leyva, 43 años.
La pandemia se ha convertido en su válvula de escape. Para el castrismo, cada muerto es un cubano que no puede protestar. El luto contiene a las familias, el dolor de la muerte apaga otros dolores. Díaz-Canel ha leído a Malthus y aplica sus postulados. La orden está dada, que mueran todos, no les importa. Sobrevivirán los buenos, los que no hacen colas, los que no sufren apagones, los que desayunan todos los días. Que mueran opositores y cederistas, que mueran. Ahora mismo, lo único que se construye en Cuba son hoteles para turistas y cementerios para cubanos.
Que mueran todos, al final, ¿no lo dice el Himno?: “morir por la patria es vivir”.