«Patria y Vida»: ¿Himno, consigna, convicción?
Por Dayron Carrillo-Morell
El tema «Patria y Vida» aspira al Grammy Latino. Puede llegar incluso a convertirse en la «Mejor canción del año» 2021, habiendo superado la perreta transitoria de J. Balvin. Con eso, y con algo de suerte, la banda sonora de la rebeldía y la resistencia en Cuba se irá también con el título a la mejor composición hecha por y para el género urbano. De lograrse este conjuro, «Patria y Vida», el prospecto, quedará como otro éxito de la industria que juega a las muñecas, que corre bien sus caballitos y que, sobre todo, sabe sacar partido del coqueteo con ciertas etiquetas. La negritud, lo marginal y el latin macho; el cimarrón, la disidencia y hasta la ruina.
Cada ingrediente en la sopa «Patria y Vida» cambiará de repente su sabor, para encontrar un nicho en la academia melódica del entretenimiento. De paso mutarán también algunos de los predicados superpuestos en la letra. Muchos dejarán de ser black para hacerse más trendy; dejarán de ser cubanos para volverse universales; dejarán de ser de lucha para entrar en la red más amplia y redituable del comercio musical.
Si la apuesta no cuajara, si quedara en el camino por insulsa, melodramática, oportunista y/o por combativa, nada sucederá. «Patria y Vida», el eslogan, rugirá on the stage, sonará como un grito histérico en las pantallas del exilio, cimbrará como un bombazo o un portazo en el hipotálamo de un público enardecido al son de la desgracia. Y ya con eso, «Patria y Vida», esa forma emergente de la conciencia en busca de sentido común, se habrá llevado la victoria.
Mientras escucho el tema por primera vez —lo confieso— me viene a la mente un episodio de Con 2 que se quieran. Para mayor angustia, la mía in tremens, arriba la imagen de Amaury Pérez y Sara González hablando de Yeyé y los orígenes de la canción protesta. Por fortuna o por alivio, veo a Sara diciendo algo así como que «la victoria fue, es y será una canción por encargo».
Resulta que, en su relato escorado en lo funesto, «Patria y Vida» comparte varias líneas con su prima «La victoria». A saber: el encargo, el producto, el delirio y la consigna. «La victoria» nace de un partido (el único), un buró (el único), y de un ministerio que no es el único, pero que es como si lo fuera. «La victoria» responde, por tanto, a un aparato político-propagandístico, a un orden supremo disfrazado de pueblo, de batalla y heroísmo por consenso popular. De manera que «La victoria» es hermana casi gemela de «Patria o Muerte por la Vida», aquel trabuco triste y gongorinamente formulado por Raúl Torres, resultado de la angustia, el cansancio y la premura.
Pero «Patria y Vida», la canción, se desenvuelve en otra liga. Es el espíritu de la calle expresando desconcierto. Es un concierto de voces entonando el descontento. Es tensión y disensión manifestando la anarquía. No es un parto prematuro «Patria y Vida». Al contrario, la canción se nos presenta como un parto natural, deseado, esperado y llevado a término en el seno humilde de una familia feliz. Con todo, vale aclarar que «Patria y Vida», el producto, cuenta con el aval de un influencer, con la gestión de un influencer, con el pulso y el impuso que le ha echado un influencer y, en todo eso, pesa entonces la visión de un (único) influencer.
Sin entrar a discutir ahora lo que asusta y preocupa de la influencia como forma de la dominación, hay que afirmar, eso sí, que «Patria y Vida» ya pasó por todos los filtros económicos del hype. Tan oportuno como «La victoria», «Patria y Vida», el nuevo himno de los enardecidos, entra por el mismo canal selectivo del encargo. Eso supone que te cortan las patas si te escapas del guion, que te vuelves panadero si no cantas lo que toca, y que te cuelgas la medalla si se aprueba tu canción. Con esta seguidilla se explica, se intuye y dejo zanjado el dilema del producto.
«La victoria» habla en el registro delirante del combate. Sara le pone tono al sentimiento, mientras el texto declara el final de la batalla. Ambas, la voz y la letra, convierten la apoteosis de la victoria en un momento de «gloria» infinita, multiplicable como una sucesión de tiempos y voluntades no terrenas que se juntan por medio de esa visión grecolatina, herencia megalómana y teleológica del triunfo, donde el «revolucionario» fundador, el miliciano, se funde con su propia utopía de «Hombre Nuevo». Y ahí empiezan a saltar nuestros millenials. Zeus los cría, el Hades los junta y de etiquetas está hecho este camino común hacia el infierno.
Ahora bien, en ese estado de delirio que encierra también la migración, «Patria y Vida», como propuesta del exilio que remite a la Patria en peligro de extensión, no supone la ruptura con sino la reacción a y, por consiguiente, la prolongación de un proyecto previamente pactado con los patricios milicianos. El heredero, como en Guillermo Tell, exige la ballesta y declara así su inconformidad con cierta narración de la historia, una imagen metafórica que conlleva casi siempre un rechazo a la dominación de la figura paternal. «Patria y Vida», la demanda, está ahí, vibrando con la transmisión y los significados de tales arquetipos.
De esa fábrica de etiquetas que son las «revoluciones», como dispositivos y maquinarias del delirio, el sintagma «Patria y Vida» representa el mínimo común denominador en la ecuación «miliciano / heroísmo + millenials / views». Entre una fracción y la otra, canta todo un país de gente apasionada, crecida en y con la necesidad de vencer a algún «imperio». Da igual que sea capitalista, comunista, socialista, izquierdoso, de derechas, reaccionario o progresista el enemigo.
Da igual que sea la de vigilancia en el comité o la vecina creyente que nos tiene mala voluntad. Al final, la matriz de todo está en el deseo y la ilusión de derrocar lo que es muy grande, algo o a alguien bien difícil, imposible de vencer. Por no dilapidar, por no hacer leña en el invierno de este árbol caído, huelga entonces recordar cuánto tiempo nos hemos pasado tumbando muros, rompiendo cercos, montando y desmontando trincheras; cuántas veces ya hemos dejamos tuerto al Goliat que nos perturba en los insomnios, invocando siempre la honda de un David que amaneció medio borracho.
Si ensayamos aquí un corto ejercicio comparativo, notaremos cómo ese delirio compartido entre «La victoria» y «Patria y Vida» responde a la misma urgencia: la enunciación, el reconocimiento público, escorarse a un lado en una contienda imaginaria, el autoreconocimiento frente a los demás. Aclárese pues que ambos productos musicales tributan al mismo orden de gestión: por gritar «Patria o Muerte» y proclamar la victoria —o insistiendo solo en anunciarla, dada la ocasión—, el miliciano recibía el gallardete y una lavadora fruto de la emulación socialista. El millenial y cuantos hoy se mueven en esa coordenada de destierro emocional que son las redes, requieren de la aprobación constante, del statement inspirado en las leyes del mercado. Ahí está precisamente su premio, ahí encuentran su gallardete, su diploma o su Aurika. Por eso «Patria y Vida», la proclama por las redes, resulta tan cara a las cuestiones del like, del follower y la tiradera. De ahí, incluso, que se traslade a terrenos más duros de la publicidad y la difusión, habiendo generado tres conciertos y a punto de conseguir, Dios mediante, el fonógrafo del Grammy.
En un rapto de extrema lucidez, recuerdo a mi madre repitiendo que, para desgracia de Lenin, «lo peor que les pasó a los rusos fue saltar del feudalismo al comunismo, sin soltar la hoz y el martillo». Ahí reside el vínculo real y metafórico entre rusos, milicianos y millenials: el salto delirante y poco convencional entre dos polos, pasando de la arenga socialista al capitalismo de consigna. «Patria y Vida», la arenga contra el comunismo, contiene el síndrome de la sociedad cubana en su gusto proverbial por las consignas. De pronto, apareció entonces la frase «capitalismo de consigna». La consigna como referencia, como lo innato, visceral y compulsivo, como síntoma cubano.
Entre «Patria o Muerte» y «Patria y Vida» cabe solo el giro semántico hacia un fin determinado, hacia el logro de una misión que pende de un hilo muy fino, lo que oscila entre la vida y la muerte. El resto sigue siendo eso: consigna. «Que morir por la Patria es vivir», la sentencia que indica el recurso bayamés para acceder a la Patria como un horizonte incendiado, en ruinas, pone también en evidencia el equilibrio entre dos modos de encarar la consigna desde lo humano, lo esencial y lo divino. Al declarar «Patria o Muerte», el miliciano enternecido establece una suerte de resorte existencial y shakespeariano en la honda de David, un gatillo con el que pretende amedrentar al enemistado alter ego de «Patria y Vida».
«Que morir por la Patria es vivir» entra aquí como un disparo y una alarma en la constelación o la cartografía que acomoda al himno del nuevo enardecido. «Que morir por la Patria es (también) vivir (u otra forma de morir)» aclara una relación entre vida y muerte donde la Patria representa —y no otra cosa— el goce y la obligatoriedad de continuar un proyecto que se aferra a la existencia. Puede que la esperanza en «Patria y Vida» no esté lejos de semejante convicción. Lo demás, insisto, se limita a la consigna.
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