Elías Amor Bravo economista
En contra de lo que suelen afirmar los propagandistas del régimen cubano, las primeras confiscaciones de empresas privadas en Cuba tuvieron un efecto directo sobre la actividad económica de la República a partir de 1959. Un efecto que se podría calificar de demoledor, inmediato, contumaz.
Primero el sector agropecuario sufrió el mazazo de la llamada “reforma agraria”, que traspasó la tierra agrícola productiva a las manos ociosas del estado. Después, llegó el turno de la industria, con el azúcar, las minas o las refinerías de petróleo. Más tarde, las expropiaciones se cebaron sobre los servicios, centros educativos y universidades, policlínicas y hospitales, medios de comunicación, banca y finanzas. En el curso de dos años, la economía cubana quedó completamente transformada, desprovista de un sector privado potente, que se mantuvo a duras penas sobreviviendo a las trabas del régimen hasta que, en 1968, en plena “ofensiva revolucionaria”, cuando todos los medios de producción pasaron a manos del estado, Cuba se convirtió en el país más comunista del mundo.
De modo que las confiscaciones y expropiaciones, sin pago de indemnización, aprobadas por el régimen revolucionario, a las que se intentó dar una falsa apariencia legal, provocaron grandes quebrantos a los intereses privados de la economía, empobreciendo de forma general a todos los cubanos. La deseada prosperidad de los negocios nunca llegó, porque no se podía conseguir, y cualquier intento por incrementar los niveles de vida de los cubanos, acabó arrastrado por el racionamiento obligatorio a partir de 1962.
Los corifeos del régimen culpan falsamente a la burguesía industrial cubana de que no se lograsen los objetivos de bienestar en aquellos primeros años, pero eso es igualmente una falsedad, ya que no tiene mucho sentido pedir nada a quien resulta desposeído de sus propiedades y, además, debe huir del país para no perder su vida.
También es falso decir que los grandes propietarios sabotearon la producción. Sin tener el control de las empresas, esa actuación resultaba imposible. Además, los que perdían sus negocios por las confiscaciones, apenas tenían capacidad de defensa jurídica en una nación en la que el estado de derecho brillaba por su ausencia.
Ni siquiera podían retirar su propio dinero de los bancos, toda vez que estas entidades pasaron igualmente a propiedad del estado y aplicaron formatos parecidos a los “corralitos” financieros para arrebatar los depósitos a los ahorradores y los bancos a sus dueños, la mayoría cubanos. La única salida que tenían era huir al extranjero, como último recurso para evitar fusilamientos o la cárcel, de modo que dejaban atrás sus negocios, con gran dolor, después de una vida de trabajo y esfuerzos.
Los nuevos propietarios y gestores, pertenecientes a la burocracia del estado partidaria del régimen, se encontraban así con el problema de poner en orden empresas cuyo funcionamiento, relaciones y capital humano desconocían. En contra de las versiones propagandistas, aquellos empresarios cubanos ni pudieron sacar el dinero del país, ni formaron causa común alguna contra la revolución. En realidad, muchos acabaron en el exilio con lo puesto, eso sí, recordando todos los días de su vida, lo que había sido Cuba antes de aquellas tropelías comunistas. Ni financiaron grupos subversivos, ni supuestos e inexistentes ataques a Fidel Castro, y mucho menos evasión de capitales. El final de aquellos empresarios fue mucho más triste de lo que se puede imaginar, y en realidad nunca se les ha hecho justicia.
La propaganda comunista siempre habló de acabar con los poderes económicos y, con intereses privilegiados que conspiraban contra el pueblo, pero eso es falso. El empresario tabaquero de Pinar del Río, que cuidada con esmero sus vegas, o el ingeniero azucarero que calculaba los ingresos de su cosecha, no formaban parte de esa descripción enfermiza que los comunistas han hecho de la clase empresarial cubana antes de 1959.
Esto viene a cuento de la confusión que los comunistas suelen utilizar, en beneficio propio, cuando se refieren a las expropiaciones y robos de propiedad privada de aquellos años. En particular, cuando quieren reivindicar aquellas acciones contrarias al estado de derecho, utilizan el término “nacionalizaciones” que, en cierto modo, suele contar con más adhesiones, sobre todo de los ignorantes que desconocen lo que significa. En realidad, el término es engañoso, y aunque es cierto que en Cuba existían empresas de Estados Unidos que fueron objeto de las expropiaciones y nacionalizaciones, lo cierto es que en la relación de las leyes 890 y 891 de octubre de 1960 la mayoría de las empresas eran cubanas (el 90% del total) y de cubanos. Por lo que tenía poco o ningún sentido hablar de nacionalizaciones.
Fidel Castro, que se sabía de memoria el guion expropiador que algún camarada soviético le había transcrito, de forma directa, afirmaba, con tono irónico, que los bancos canadienses en Cuba no habían sido expropiados como los de Estados Unidos, “sencillamente porque esos bancos (había solo dos) están prestando un gran servicio al gobierno, de carácter internacional al viabilizar las operaciones comerciales, de importación y de exportación; es decir, todos los trámites de pago, los están realizando estos bancos y están prestándole un servicio a la revolución, a través de sus casas matrices en Canadá”. Es decir, un primer anticipo del famoso, “con la revolución, todo, contra la revolución nada”. Estas palabras ya las decía Castro en 1960 cuando aún trataba de engañar diciendo que su revolución era verde como las palmas.
Castro sabía lo que estaba haciendo al confiscar, nacionalizar y expropiar todo el capital privado de la nación, y las consecuencias de sus felonías confiscatorias. Garantizarse el control de la economía y de la sociedad, eliminando la sociedad de hombres libres e independientes del estado. Por eso, decía que había que expropiar al Sears o los Ten Cents, y ello, “por una razón muy sencilla, esas empresas por ser norteamericanas, están sujetas a la Ley de Defensa de la Economía Nacional, es una legislación que se hizo contemplando esos casos y esta es una legislación distinta de aquella”.
Según Castro, esas empresas “se han ido nacionalizando conforme han venido efectuando agresiones contra nosotros, y están sometidas a una legislación que ya fue creada, esa es la única razón por la cual no están incluidas porque esas están en su legislación y esta es una legislación nueva para casos distintos de aquellos”, dando muestras del dominio de los galimatías e inventos incomprensibles para intentar justificar sus arbitrariedades. La gente le creyó.
De modo que amparándose en una presunta Ley de Defensa de la Economía Nacional, Castro jugaba con los conceptos de nacionalización, confiscación y expropiación, cuando al final el resultado era el mismo: desposeer a los legítimos dueños de la propiedad de sus activos, no pagar indemnización alguna, e incrementar el patrimonio estatal con esas violaciones a los derechos de propiedad.
La economía cubana, que antes de 1959 había sido una economía de empresas privadas de ciudadanos o de entidades cubanas, muchas de ellas prósperas y dinámicas, acabó convirtiéndose en una economía de empresas estatales socialistas, que eliminaron la iniciativa privada de su participación en la economía. La competitividad, la productividad, la eficiencia, la abundancia pasaron a mejor vida, y los cubanos entraron en una etapa de permanente escasez que se atribuyó al embargo de Estados Unidos, pero que estaba estrechamente relacionada con el modelo económico y social, el mismo que se impuso de forma obligatoria en la constitución de 2019.