Parafilia italiana bien remunerada
Fue hace muchos años, pero estoy casi seguro que debe haber sucedido un miércoles. Ese día se me presentó con cara de miércoles, o de domingo. Como sea, amanecía como un algo insípido, aburridísimo. También imagino que, para combatir la apatía, inventé un plan a modo de maquillaje. Por alguna razón, me fui a la Habana Vieja. Muy probablemente coordiné alguna fechoría morbosa. No lo puedo asegurar, pero en aquella época yo iba de brazo en brazo y de fiesta en fiesta. Pájaro sensual y pretendido, a esos dones les sacaba lascas.
Cuando uno sale a la calle con ese espíritu, cualquier giro del volante es bien recibido. Una vez terminé en Matanzas. En otra ocasión, que me disponía a ir la playa, terminé arrasando con la comparsa de la FEU en pleno Vedado. Y así ocurrían insólitos cambios de agenda. En esta movida que cuento hubo un trigueño, como casi siempre en mis historias.
Estaba en Prado cuando lo vi. Recuerdo que tenía un pulóver azul y un pantalón claro algo ajustado. Pelo lacio, corte discreto. No llevaba nada en las manos, ni bolso, ni agua, ni sombrilla. Era hermoso, muy bien dotado. Nos miramos. Detuvo su paso y me acomodé en el banco. Caminó hacia mí. Yo dije: «ya tengo cena para hoy».
Abrió la boca. ¡¿Italiano?! ¡Qué falta de visión la mía! En aquel tiempo aún se me pelaba un cable y se nublaba mi vista ante cosas así. Yo no sabía ni qué era buongiorno ni come sta. Pero, por suerte, un hispanohablante no muere del todo en una conversación con un italiano. Lo aprendí ahí. Además, lo que más me importaba eran sus ojos invasivos, la boca inquieta ensalivada, las señas sugestivas y el pavoneo. Parecía un cubano elocuente, casi habanero.
Tutto molto veloce. No entendí casi nada, pero a los cinco minutos, de camino, ya sabía que íbamos a singar. En Neptuno paramos un taxi. Un poco incómoda la trayectoria. Me miraba y sonreía. Estábamos detrás en el carro cuando me puso una mano encima del muslo. Se la quité. Lo regañé educadamente con los ojos: «En este país nos linchan». Él no entendió una mierda, obviamente. «Olvida eso», dije con mi semblante. Volvió a sonreír como si no hubiera pasado nada.
Su rostro era verdaderamente hermoso. Ojazos azules y nariz altanera y elegante. Los labios pocos carnosos, pero, de igual forma, su piel tersa y su pelo negro brilloso ofrecían un contraste muy seductor. Imagino que a ellos les suceda lo mismo con pieles color churre como la mía. Llevamos años cultivando ese cutis bajo un sol de esclavos y una carencia tristísima de cremas funcionales y protectores solares.
El negro suda aún como un cimarrón. El mulato se pone negro. El blanco se pone trigueño y el trigueño se convierte en mulato. Es una verdad nacional que la estirpe insigne y generalizada en Cuba es la mulata. Cosa rica y desvergonzada que derrite a Oshún. La palidez europea ha encontrado aquí su morboso derrotero. Los mulatos nacionales se exhiben, se venden, se subastan y se regalan. Y siempre hay un público que viene en busca de ellos.
Ese día entré al Focsa por primera vez. Antes solo había visitado sus tiendas, y había comprado algún refresco en sus cafeterías. El italiano parloteó brevemente en la recepción y me pidió el carnet de identidad. El recepcionista me entregó una cartulina pequeña con mis datos personales y el número de habitación y piso. El sujeto me escaneó. Tuve ganas de decirle cuatro cosas. De plano, su cara me acusó de jinetero, me escupió con la vista, pero yo finalmente preferí concentrarme en el italiano y en la jornada candente que vendría. ¡Qué mala manía! No necesariamente uno singa con un yuma por dinero.
Elevador y piso veintitanto. La habitación no olía a Cuba, pero las cortinas se abrían al mar y al cielo de La Habana. Quise quedarme allí a vivir, antes de que sobrevinieran los quince minutos más extraños de mi vida. Mientras tomábamos una cerveza, il mio italiano me ofreció pasar al bagno y darnos una ducha. Preámbulo del plato fuerte, pensé.
Él entró primero y yo apuré mi Corona. Lo seguí. Tendido en la bañera, me esperaba con una erección prodigiosa, un rabo blanco recto, maestoso e appetitoso. El mío obedeció la orden de erguirse nell’acto. Pretendí comenzar un juego sexual, pero mi anfitrión lo impidió. Urina, urina, piscia… ¿Eh? Tuo, la tua urina, sopra il mio corpo… ¡¿Na?! Urina, urina. Piscia su di me. ¡No lo podía creer! ¡¿Que te orine?! El europeo se pajeaba a una velocidad vertiginosa, repetía su quejumbroso pedido una y otra vez, lo que me produjo una sensación que aún no logro definir.
El juego de roles, la invitación a orinarlo, se me presentaba como algo cercano al sadomasoquismo. Confundido, mi erección plena se retrajo. Solo un poco, lo confieso. Me encontraba en una zona entre la repulsión, la vergüenza y la excitación. Me acerqué a la bañera, desnudo. Miré al italiano blanco con desprecio y, con el desprecio, el placer aumentó. A la atracción por su cuerpo se unió el goce de saber que podía manejarlo a mi antojo. Fisiológicamente, el sí demoró apenas un minuto. Lloví entonces sobre él, lo lloví abundantemente, como mismo Zeus llovió sobre Dánae. Mi Dánae italiana, vencida, se rindió al éxtasis más alto. Llegó a su clímax.
Poco tiempo después, mis ojos llenos de su figura esculpida, su cuerpo empavesado de mí, dejé caer también sobre él mi último brebaje. Blanco como nunca antes. El italiano se duchó. Yo lo hice luego. Cuando salí a la sala me tendió un pequeño sobre. Su sonrisa me hizo entender que era un regalo. Me acompañó al elevador y bajé solo. No quise pensar mucho. No estaba fatalmente avergonzado, pero no me parecía que debía contar la experiencia. Le entregué la cartulina al señor prejuicioso de la recepción y me devolvió mi carnet.
Los años pasaron y yo me enteré que hasta el propio Ricky Martin lo hacía. Que Nicole Kidman tuvo que llover sobre el bellísimo Zack Efron en una escena histórica del cine, sin simulación alguna. Incluso, que el polémico Donald Trump tenía fama de degustar tal parafilia. Al fin y al cabo, la urolagnia, como se le conoce a la lluvia dorada, es una práctica adicionada al sexo desde el principio de los tiempos inmemoriales y sucede entre todo tipo de castas y culturas.
Lo que nunca entendí por qué los cincuenta dólares que el italiano me dejó en el sobre. Fue la única razón por la que no le contesté groseramente al recepcionista en mi salida. Después de todo, con cincuenta dólares en mi bolsillo, ¿quién puede decir que yo no estaba jineteando? Aunque he repetido la práctica muchas veces, tengo que aceptar que aquella vez el pago no era necesario. No hubo ningún esfuerzo particular y el verdadero servicio no fue el mío. La labor de abrir mi cabeza pertenecía al italiano, quien me introdujo en una práctica ancestral, judicialmente legal y ampliamente disfrutada por parejas de cualquier tipo.
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