Por Darío Alejandro Alemán
Nosotros, los ingenuos, deberíamos saber que nadie vendrá a salvarnos del castrismo. Ni la Unión Europea (UE), ni la llamada «comunidad internacional», ni los políticos del mundo que desde tribunas más o menos importantes condenan «enérgicamente» la dictadura, convidan a solidarizarse con el pueblo cubano y llaman «héroes» a los presos políticos. No importa cuánto nos esforcemos en pedir pronunciamientos a la vieja Europa porque creamos que nos legitimará una alianza arrebatada al régimen. No lo harán. Pensar que sí, insistir en las maneras en que todavía cierta zona de la sociedad civil gestiona el «apoyo internacional», solo demuestra una tremenda ingenuidad política que, por comprensible que sean sus causas, no deja de parecer ridícula.
La cara más visible de nuestra ingenuidad es nuestra incapacidad para manejar políticamente un relato y entender que, como planteaba Foucault, toda lucha se desarrolla en un campo discursivo, donde cada poder adopta la forma de un discurso que busca imponerse a otros. Pero todavía estamos muy lejos de actuar y asumirnos como un poder, y nuestro discurso no termina de desembarazarse del victimismo crónico, esa narrativa del calvario extendido y la esperanza en un final para las penurias que, como independiente de nosotros mismos, llegará en un momento y bajo una forma indeterminados. El relato de «la víctima resistente», cuyo sentido está en no abandonar bajo ninguna circunstancia la condición de agraviado, por demás, nació en el contexto nacional de la propia imaginación del castrismo. Hasta ahora, solo hemos reproducido un discurso enseñado.
En un sector de la oposición, este relato también se niega a renovarse, y a menudo parece que ahogarse en sí mismo, sobre todo cuando emisores y receptores son, en definitiva, la misma comunidad de individuos. El lamento cubano se mira el ombligo. Este ensimismamiento pueblerino, además resulta irrespetuoso y repulsivo a los ojos del mundo. Creemos que todos debieran pronunciarse contra «la dictadura cubana», que el orden del día de cada asamblea o foro celebrado en el planeta debiera contener un punto dedicado a condenar la represión en Cuba, que nuestro sufrimiento es único e insuperable, y no ha faltado quien compare un acto de repudio y tres interrogatorios con la experiencia judía en la Alemania nazi o quien, en su perfil de Facebook, establezca paralelismos insostenibles entre el castrismo y el apartheid en África.
Nosotros, los ingenuos, ejercemos resistencia mediante la relatoría de injusticias cometidas por el Gobierno porque intuimos que nadie lo hará por nosotros. Sin embargo, nuestro alcance es limitado y no consigue trascender los tuits, los posts y las directas en Facebook, sobre todo de los cubanos residentes en el exterior. El activismo, la mayoría de las veces, trabaja en ese terreno medianamente libre que son las redes sociales, acumulando likes que, cuando más, encuentran eco en algún medio independiente. Es una estrategia válida, en especial porque todavía necesitamos convencernos de que vivimos bajo una dictadura. Pero de cara a un pronunciamiento resuelto y masivo de la comunidad internacional, ese activismo es inefectivo.
Las pruebas que demuestran violaciones de derechos humanos en Cuba abundan. Están al alcance de un clic, diseminadas en Internet; quien no ha accedido a ellas es porque no quiere. Sin embargo, nosotros, los ingenuos, continuamos creyendo que Michelle Bachelet, Josep Borrell y António Guterres condenarán al Gobierno de la isla tras hurgar en nuestros perfiles de Facebook.
Cierta vez, conversé sobre el tema con Laritza Diversent, quien desde Cubalex ha desarrollado un magnífico trabajo de asesoría legal a perseguidos políticos, consultoría en temas jurídicos para medios independientes y presentación de informes sobre la situación de los derechos humanos en Cuba ante organismos internacionales. Le pregunté entonces qué podíamos hacer como sociedad civil para ser tomados en cuenta por la comunidad internacional. Su respuesta fue tan obvia como inapelable: «organizarnos».
Tanto la UE como la ONU cuentan con complejos sistemas y mecanismos burocráticos, a través de los cuales se puede presionar para obtener pronunciamientos o medidas concretas contra el régimen cubano. Acceder a ellos exige conocerlos, organizarse para elaborar informes con estructuras muy específicas y no impacientarse por la demora de los trámites. Pero aún no contamos con la madurez suficiente para coordinar acciones de este tipo, fuera de las que, de manera aislada y con mucho esfuerzo, realizan Cubalex o Cuban Prisoners Defenders, y quizás alguna otra organización.
Nosotros, los ingenuos, nos resistimos muchas veces a desembarazarnos del discurso de Guerra Fría aprendido del régimen cubano. Algunos van por ahí haciendo de profetas del fin del mundo, anunciadores del apocalipsis comunista que llegará, lo mismo a Chile que al corazón de Europa, si no se pone urgente fin a la dictadura en Cuba. Estos augures, a veces exiliados sin residencia legal, negros o gays, se alían incluso, en su cruzada contra la «plaga roja», con la derecha más rancia, cuyo programa político consiste en deportar migrantes ilegales, recortar presupuesto a los servicios públicos e instaurar el conservadurismo extremo como única vía para rescatar los «valores occidentales» blancos.
La situación de los derechos humanos en Cuba es un relato que con frecuencia solo sirve a los derechistas del mundo para desprestigiar a sus rivales políticos. La pobreza y la represión que sufren los cubanos vienen a ser las bardas en llamas del vecino, el supuesto ejemplo vivo de lo que pudiera pasar en cualquier «país democrático» si la izquierda tomara el poder. A la derecha europea, por citar un ejemplo, poco le importa que cientos de cubanos estén en prisión por manifestarse el 11-J, ni que unas pocas familias se enriquezcan a costa de hacer más miserable al país. Si esto le preocupara realmente, también lo haría la violencia de grupos paramilitares en Colombia, o la impunidad de los homicidas en México y Centroamérica, o el saqueo de territorios indígenas en la Amazonia, o la irresponsabilidad ambiental de las empresas del primer mundo en varios países de África.
O sea, a esa derecha interesan los derechos humanos en Cuba porque a un amplio sector de la llamada izquierda no. De tal forma, empeñarse ciegamente en lograr estas alianzas es aceptar la instrumentalización política de nuestra situación en un escenario ajeno donde, en realidad, importamos muy poco.
Nosotros, los ingenuos, vimos con buenos ojos que el pasado 16 de diciembre el Parlamento Europeo debatiera por tercera vez en el año sobre la situación socio-política en Cuba. Aplaudimos que entonces se discutiera la Resolución 2021/3019 (RSP), la cual, entre otras cosas, pide la liberación de los presos políticos, el «cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales de la población», el acceso de organismos internacionales a la isla y el levantamiento inmediato del embargo estadounidense. Finalmente, celebramos que la resolución fuese aprobada con 393 votos a favor, 150 en contra y 119 abstenciones. Si algo criticamos fue que el documento se limitara a «pedir» y «lamentar», en lugar de ejecutar la cláusula del Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación UE-Cuba (ADPC) que establece el fin de dicho acuerdo si el Gobierno cubano no muestra avances en materia de derechos humanos.
Algunos cubanos cándidos nos sentimos ofendidos por el mantenimiento del ADPC como si nuestro enojo sirviera de algo. En teoría, como parte de la sociedad civil independiente deberíamos participar o ser representados en este acuerdo. Sin embargo, desde 2017, la UE jamás se ha preocupado por el hecho de que la sociedad civil presentada por el régimen sean unas pocas organizaciones políticas y de masas dependientes o subordinadas directamente al Estado cubano. Bruselas gusta de hablar con La Habana a puerta cerrada. Cuanto tengamos que decir, no le interesa, y esta es una victoria del régimen.
De la misma forma que el castrismo ha intentado con cierto éxito normalizar la represión entre los cubanos, lo ha hecho en la arena internacional. La UE no tiene por qué incomodarse con Cuba, siempre que esta mantenga un clima de represión silencioso, sin muchos sobresaltos. La prueba de ello está en los hechos del 11-J, cuando se rompió la inercia de la violencia cotidiana y una masa considerable desafió al poder. Desde entonces, la inmensa mayoría de los eurodiputados, incluyendo muchos de aquellos que defienden a capa y espada el ADPC y solían condenar el embargo estadounidense antes que las violaciones de derechos humanos en la isla, se refieren al Gobierno cubano como «dictadura». Esto, vale decirlo, es una pequeña victoria nuestra.
Cuando nosotros, los ingenuos, celebramos dicha resolución, olvidamos que 269 eurodiputados no estuvieron a su favor, algunos integrantes de un sector anacrónico de la izquierda y otros a quienes les resulta ajeno cuanto pase en un pequeño país del tercer mundo al otro lado del Atlántico. Olvidamos también que media hora antes de convertirnos en tema de debate en el Parlamento Europeo, se habló de la penosa situación de los animales de circo. Eurodiputados de derecha, centro e izquierda coincidieron entonces en que debía ponerse fin al maltrato de estos seres, la mayoría nacidos en cautiverio. En sus intervenciones, muchos pidieron ponerse en la piel de un elefante atado a una cadena e invitaron a solidarizarse con leones y monos mal alimentados. Sin embargo, nadie pidió luego ponerse en la piel de Luis Manuel Otero, Maykel Castillo, Esteban Rodríguez o los menores de edad encarcelados tras las protestas del 11 de julio.
Nosotros, los ingenuos, decimos que la UE es cómplice de la dictadura cubana, y algo de razón tenemos.
Hay varios tipos de complicidades. La primera es directa y bastante limitada, pues involucra a unas pocas figuras de izquierda sin demasiado peso, las cuales parecen creer realmente que Cuba es un paraíso comunista. Esta creencia, sin embargo, no es suficiente para que dichos eurodiputados, la mayoría españoles, hayan pensado por un momento abandonar el jamón ibérico por las croquetas de harina.
Además de Javier Moreno Sánchez (líder de la Delegación Socialista Española en el Parlamento Europeo), el principal «aliado» del Gobierno cubano en Estrasburgo es Manu Pineda Marín, eurodiputado por Unidas Podemos-Izquierda Unida y secretario del Área Internacional del Partido Comunista de España. Para él, que no pocas veces ha hablado en espacios televisivos de propaganda del régimen, Cuba es «un ejemplo de respeto a los derechos humanos en el mundo». En varias ocasiones ha presentado sin éxito contrapropuestas de resoluciones en el Parlamento Europeo donde pide reconocer cosas tan delirantes como «los esfuerzos de Cuba por erradicar el hambre y la desnutrición a escala mundial» o que «el modelo agrícola cubano, basado en el principio de soberanía alimentaria, ha logrado el acceso universal a los productos básicos». El pasado 14 de noviembre, mientras varios miembros de la plataforma Archipiélago eran víctimas de actos de repudio, arrestos, detenciones domiciliarias y cortes selectivos de Internet, Pineda compartió espacio con Miguel Díaz-Canel en un acto oficialista y se declaró defensor de las «virtudes democráticas» del castrismo. Apenas un mes después, frente a otros eurodiputados, intervino para decir que los detenidos el 11 de julio de 2021 «están en la cárcel por haber delinquido, como en cualquier Estado de derecho».
Las declaraciones de Manu Pineda, ciertamente, nos generan rechazo. Pero no debieran preocuparnos. Este andaluz poco influye en las decisiones políticas tomadas en Estrasburgo, a diferencia de otros políticos, como Josep Borrell, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y vicepresidente de la Comisión Europea.
Borrell, como la mayoría de los europarlamentarios, defiende a ultranza la permanencia del ADPC. Poco le importa si el Gobierno cubano se desentiende del acuerdo; este político socialista está dispuesto a mirar hacia otro lado si eso le permite tener una mesa donde reunirse con funcionarios de la isla. Ante las críticas, su argumento es invariable: «la mayor parte del mundo no vive en democracia». No obstante, existen notables diferencias entre Borrell y Pineda. El alto representante ha lanzado alguna que otra crítica disimulada a la dictadura; por supuesto, sin llegar a calificarla como tal. En su opinión, el castrismo no debe ser especialmente condenado, puesto que «Cuba no es el único país de partido único». Esta postura, al menos, es más atrevida que la de su antecesora en el cargo, Federica Mogherini, quien dijo: «Cuba es una democracia de partido único».
Con tal de mantener el ADPC, el Parlamento Europeo ha financiado directamente al régimen isleño mediante presupuestos destinados, en teoría, a promover la seguridad alimentaria, el desarrollo tecnológico y la protección al medio ambiente. Pero esto no es lo más preocupante. Una investigación realizada por YucaByte y CONNECTAS ha mostrado cómo la UE entrega a La Habana, desde hace varios años, millones de euros para supuestamente financiar a la sociedad civil cubana. Los últimos fondos entregados superan los 8.6 millones de euros, que quedaron en manos del Estado y sus instituciones subordinadas.
La complicidad de la UE con el régimen cubano nos parece insultante. Cada poco tiempo, parte de la prensa independiente cubana y las redes sociales publican artículos que intentan demostrar que esta confabulación responde a afinidades ideológicas. A su vez, los anunciadores del apocalipsis comunista se creen entonces con argumentos para afirmar que Europa necesita ser gobernada por la derecha, como si el rumbo de todo un continente se definiera por lo que sus políticos dicen o no sobre Cuba.
Nosotros, los ingenuos, a la vuelta de seis décadas, parecemos incapacitados para leer políticamente cualquier contexto ajeno al cubano. Nuestro ensimismamiento nos impide sospechar siquiera que no somos tan importantes como creemos y que, en cuestiones políticas, tanto para la derecha como para la izquierda, los intereses económicos y geopolíticos propios pesan infinitamente más que los derechos humanos de otros.
Pensemos, por ejemplo, en España, el país europeo más vinculado a Cuba. Para el Gobierno español, en materia de política exterior, pocas cosas son más importantes que defender a sus empresarios. Sol Meliá, una empresa hotelera con gran presencia en la isla, fue amenazada en 1999 con fuertes represalias por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos debido a sus relaciones con la jerarquía cubana. El entonces ministro español de Economía, Rodrigo Rato, movilizó rápidamente a la UE y advirtió a Washington que se abstuviera de sancionar a Sol Meliá, pues, de lo contrario, Bruselas aplicaría un plan de medidas «antibloqueo». En ese momento ocupaba La Moncloa José María Aznar, artífice principal de la llamada «posición conjunta» que durante años limitó las relaciones diplomáticas entre la UE y Cuba. Más de 15 años después, la familia Escarrer, principal accionista de la citada empresa, figuró en los Panamá Papers como responsable de una red de sociedades offshore a las cuales estaban asociadas cuentas millonarias. Sin embargo, los Escarrer jamás rindieron cuentas por eso, pues se acogieron a una amnistía fiscal ofrecida por el Gobierno de Mariano Rajoy. En ambos contextos, gobernaba en España el derechista Partido Popular (PP).
También mientras gobernaba el PP, específicamente entre 2012 y 2017, España se convirtió en el tercer proveedor de armas de Arabia Saudita. Se estima que dichas armas, en apenas dos años, causaron la muerte a más de tres mil civiles yemeníes, lo cual fue condenado por el Instituto de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI), Oxfam y Amnistía Internacional. En 2020, durante el Gobierno de Pedro Sánchez (del Partido Socialista Obrero Español), España otorgó 26 licencias a sus empresas para exportar equipos bélicos a Arabia Saudita, por un valor de 215.3 millones de euros. Esto último también fue criticado por Amnistía Internacional; sin embargo, el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo español defendió su derecho a continuar estos acuerdos comerciales. Ese mismo año, España exportó a Cuba, por más de 1.2 millones de euros, un cargamento de armas que incluyó revólveres y pistolas automáticas.
Lo anterior no significa que España y el resto de los Estados miembros de la UE no condenen abiertamente las violaciones de derechos humanos en el mundo. Sin embargo, sus posturas más beligerantes suelen corresponder a situaciones que afectan directamente al bloque continental.
El régimen dictatorial de Alexandr Lukashenko en Bielorrusia, satélite político del Kremlin, ha sido muy atacado por la UE. En mayo de 2021, tras el arresto del periodista bielorruso Román Protasevich (que incluyó el desvío de un avión), la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen; el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, y Josep Borrell, advirtieron que el hecho «tendría consecuencias». Bruselas confeccionó entonces una suerte de lista negra, la cual sanciona a más de 160 altos funcionarios del régimen de Lukashenko, quienes tienen prohibida la entrada a territorio de la comunidad. Incluso, antes de que Bielorrusia golpeara a la UE mediante el envío masivo de migrantes, las aerolíneas de este país tenían prohibido sobrevolar el espacio aéreo europeo. Borrell, quien no duda en pronunciarse contra el embargo estadounidense y la hostilidad de Washington contra La Habana, llegó a pedir a Bruselas que financiara a la sociedad civil bielorrusa y aplicara a Minsk fuertes sanciones económicas. Aunque dichas sanciones afectasen a la población, bien valdrían la pena: «para hacer una tortilla», dijo «hay que romper algunos huevos».
Mientras todo esto sucede, muchos cubanos preferimos lamentarnos, imaginamos conspiraciones comunistas o exigimos pronunciamientos y sanciones. Pareciera que ni seis décadas bastan para que nosotros, los ingenuos, entendamos que nadie vendrá a salvarnos del castrismo.
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