Hace 83 años comenzó la Segunda Guerra mundial. Hitler fabricó una excusa para atacar Polonia. No era de recibo que los alemanes invocaran la razón testicular para invadir a sus vecinos. Siempre conviene colocarse en el plano de víctima.
Una unidad de las SS fingió ser atacada por rebeldes polacos en el pueblo fronterizo de Gleibitz, y se armó la marimorena durante seis horrorosos años. Aquella operación de “falsa bandera” le costó al planeta 60 millones de muertos y unos 350,000 millones de dólares de entonces.
Hoy Rusia pretende repetir lo mismo para tragarse a Ucrania, sólo que es mucho más difícil lograrlo. Entre los satélites, los drones y los servicios de inteligencia, no hay espacio u oportunidad para hacer trampas.
Tampoco hay cálculo de cuántos muertos o plata costará una tercera guerra mundial, pero debe ser infinitamente mayor que la Segunda. Basta con saber que un solo submarino atómico norteamericano posee más capacidad destructiva que toda la flota de guerra en ese conflicto.
En el camino, se van desarrollando sistemas punitivos para no tener que recurrir a la guerra. Las grandes potencias, lógicamente, le tienen un pánico mortal a las bombas nucleares. De ahí las amenazas. Las más conocidas son las “sanciones”. Según Bob Menéndez, el popular y poderoso senador demócrata por New Jersey, si Rusia trata de zamparse a Ucrania el comité que preside (Foreign Relations) le impondrá a Moscú “la madre de todas las sanciones”.
Si ya las sanciones vigentes les cuestan a los rusos, según dos investigadores del Atlantic Council, más del 2.5% del PIB anual, ¿a cuánto ascendería la factura de “la madre de todas las sanciones”? No sé, pero sería una cantidad enorme, y acaso disuadiría a Putin de lanzar la invasión.
Supuestamente, Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Europea comparten la idoneidad de las sanciones. Lamentablemente, Alemania ha roto filas y parece marchar por otro sendero. Tomó, en su momento, una actitud que entonces resultaba ejemplar: el cierre de todas sus plantas atómicas tras el desastre de Fukuschima, en Japón, en el 2011.
Esa reacción ha dejado al país sin muchas salidas ante la crisis energética que se avecina si se le niega a Rusia la utilización del gasoducto a través del mar báltico, el Nord Stream 2, que le ha costado a Moscú 11 mil millones de dólares. La otra vía es el gasoducto antiguo, a través de Polonia y Ucrania, hoy dos enemigos declarados de Rusia.
Simultáneamente, Alemania está buscando una fuente inagotable y barata de energía por medio de los neutrinos, que parece sacada de una historieta de ciencia ficción. (Pero a la que se apuntan una buena cantidad de científicos germanos). Al menos teóricamente, ya está resuelta la conversión del bombardeo constante de esas diminutas partículas desde el sol a una forma utilizable de energía.
En todo caso, las sanciones son una magnífica arma para combatir el narcotráfico y la corrupción. Ocurre, sin embargo, que los propios corruptos utilizan las sanciones para intentar destruir a sus enemigos.
Recuerdo a un ex presidente guatemalteco, Alfonso Portillo, que estuvo varios años preso en Estados Unidos. Fue acusado de corrupción tras terminar su mandato, pero cuando estaba en la Casa de Gobierno, acusó a un honrado consultor político ante George W. Bush, pidiéndole “sanciones” contra él, que no estaba en su grupo político.
El consultor -Julio Ligorría- se defendió y le explicó lo que sucedía al embajador norteamericano Otto Reich, un notable diplomático, que investigó minuciosamente al consultor y resultó totalmente exonerado.
Salvo los casos de venganzas personales, como las que existieron en la “Comisión Internacional contra la impunidad en Guatemala”, la CICIG, creada en ese país como parte de los acuerdos de paz. Fue encomendada a la ONU, pero no hizo un buen trabajo. No obstante, en general, valió la pena el esfuerzo. Llevaban más de tres décadas entrematándose.
Es uno de los periodistas más leídos del mundo hispánico. La revista Poder calculó en seis millones los lectores que semanalmente se asoman a sus columnas y artículos