Drogada, quebrada y desnuda en un jacuzzi: el trágico final de Whitney Houston
A fines de los 80 se convirtió en la artista pop femenina más premiada de la historia. Pero su carrera entró en una espiral irremontable de adicción y escándalos. Murió hace diez años en el Beverly Hilton Hotel, con sólo 48, pero el enigma de qué la llevó a ese desenlace persiste hasta hoy.
Su muerte, el 11 de febrero de 2012, no sorprendió a nadie. La espiral de drogas y decadencia en la que había entrado, después de su mayor éxito, El guardaespaldas (1991), era un final anunciado. Fueron dos décadas de caída en picada. Pero Whitney Houston había sido tan perfecta y tan apta para todo público que su propia comunidad vivió su éxito como una traición a la raza. En el pico de su popularidad, a fines de los 80, cuando se convirtió en la artista femenina más premiada de todos los tiempos, la cantante sufrió al saber que muchos afroamericanos la habían apodado burlonamente “Whitey” (“Blanquita”) porque no bailaba, no tenía calle, no hablaba de la injusticia social ni hacía declaraciones polémicas: no era “lo suficientemente negra”.
Parecía que, mientras Madonna y Michael Jackson, las otras dos estrellas pop del momento, tenían permiso para portarse mal, la perfección de la voz de Houston debía extenderse también a su vida. Después de todo, ella era una chica religiosa que había empezado cantando como solista en el coro de una iglesia bautista de Newark. El marketing digitado por su mentor, Clive Davis –que la descubrió a los 19 años y produjo casi todos sus trabajos–, imponía una versión ejemplar de Whitney que ella cumplía con esfuerzo. No eran falsos su fe ni sus inicios en el gospel de la mano de su madre, la ex corista de Elvis Cissy Houston. No era falso su linaje musical, con primas como Dionne y Dee Dee Warwick y una madrina de lujo como Aretha Franklin. Pero nadie hablaba de que en su familia las drogas eran una constante y que había comenzado a tomar cocaína con su hermano Michael a los 14 años. Tampoco que mientras se quedaban al cuidado de Dee Dee durante las giras de la madre, la prima abusaba sexualmente de Whitney y sus hermanos.
Cuando sus hits comenzaron a vender millones en todo el mundo, ella se convirtió en el sostén de esa familia y su padre pasó a ser su manager. Todos velaban porque la imagen de Whitney mantuviera el halo de pureza que exigía el negocio. También estaban prohibidos los comentarios sobre su vida sentimental: esa chica era angelada, y los ángeles son asexuados.
En una entrevista de sus primeros tiempos de gloria que reproduce el documental “Whitney, la última gran diva” (2018), un presentador le pregunta: “Sos un modelo para muchas chicas que te admiran, ¿te genera presión?”. “Eso de ser un modelo me asusta –responde ella, como si se sacara de encima una mochila muy pesada–. Prefiero pensar que puedo ser un ejemplo de lo que se puede hacer cuando ponés tu mente, tu alma, tu cuerpo y tu trabajo, eso es todo. Yo no estoy jugando un papel, esta es mi vida. Y no soy un modelo de nada”.
Al ver el contraste con esa mujer rota que murió sola y quebrada, ahogada en el jacuzzi del baño de la suite 434 del hotel Beverly Hilton, resulta claro que era cuestión de tiempo para que Whitney perdiera el control. La fantasía de la perfección se había quebrado mucho antes, y su voz con ella. El público ya no consumía sus discos, sino su decadencia.
Hubo dos figuras clave detrás de la construcción de Houston como ese modelo intachable que tanto le iba a pesar. Por un lado, su madre, Cissy, que veía en el talento de su hija la posibilidad de cumplir su propio sueño y la formó desde la cuna con técnicas profesionales: “Aprendí a cantar como otros aprenden a hablar”, contaría Whitney. Por otro, Davis, que buscaba crear a una diva pop que trascendiera todos los géneros. El productor de Janis Joplin y Santana trabajó con ella por dos años antes de grabar su primer disco, Whitney Houston (1985), que, con 25 millones de copias, se convirtió en el álbum debut más vendido de una artista solista. El segundo, Whitney, en 1987, fue igual de exitoso. A los 23, con una fortuna de alrededor de US$44 millones, ya era para Forbes una de las diez artistas mejor pagas de los Estados Unidos.
En esos años de récords, donde hasta superó a los Beatles en cantidad de hits consecutivos, no daba demasiadas entrevistas. Por lo bajo se decía que Davis limitaba el acceso a los medios para evitar cualquier fisura en el perfil de chica buena que tan bien le caía al público blanco, y que el productor y la madre de la cantante buscaban desterrar el rumor cada vez más fuerte de que Whitney tenía una relación homosexual con su amiga y asistente personal Robyn Crawford.
Entonces entró en escena el músico Bobby Brown. Cuando se conocieron, en los Soul Train Music Awards de 1989, él tenía una fama bien ganada de chico malo de la música y ella se estaba cansando de su imagen de santa. Con 20 años, Brown había sobrevivido a un disparo y había visto morir apuñalado a un amigo de la infancia; había tenido su primer hijo a los 17, no ocultaba sus adicciones, y estaba acostumbrado a que las fans le tiraran bombachas al escenario.
Se casaron el 18 de julio de 1992, y él cuenta en su biografía que la primera vez que la vio tomando cocaína fue vestida de novia, antes de la boda que tuvo entre otros invitados a Donald Trump y Gloria Estefan: “No podía creer mi buena suerte”. Esa imagen selló el destino de la pareja.
En 1991, Whitney filmó El guardaespaldas junto a Kevin Costner, e hizo de I will always love you uno de los clásicos románticos del siglo. El soundtrack de la película fue el más vendido de todos los tiempos. No faltaba mucho, sin embargo, para que sus adicciones comenzaran a notarse. En 1994, llegó dos horas tarde a la gala de la Casa Blanca en la que tenía que participar de un homenaje a Nelson Mandela. Poco después, sufrió una sobredosis durante el rodaje de Esperando un respiro (1995). Más tarde le confesaría a Oprah Winfrey en una famosa entrevista que su dependencia de las drogas había escalado después del nacimiento de su única hija, Bobbi Kristina, en 1993 (tras perder un embarazo durante el rodaje de El Guardaespaldas). “Pasaba los días y las noches drogándome con Bobby, mirando televisión. Estuve siete meses sin sacarme el pijama”, dijo entonces.
En 1996, para el lanzamiento de La mujer del predicador, con Denzel Washington, tomaba cocaína todos los días. Por entonces, Bobby Brown fue a la cárcel por manejar borracho. Sería uno de sus numerosos arrestos e ingresos en centros de rehabilitación por su consumo de alcohol y drogas. En el 97, de vacaciones en la isla de Capri, los paparazzi la fotografiaron con una venda en la cara a la salida de un hospital, donde le dieron dos puntos en la mejilla. Whitney dijo que se cortó al chocar con una roca mientras nadaba, pero su representante dio otra versión. Los medios entendieron que el responsable no era otro que su marido. En 1999 canceló cinco conciertos. En 2000 le encontraron marihuana en el aeropuerto de Hawai. En marzo de ese año iba a cantar Somewhere over the rainbow en los Oscars, pero en el ensayo se mostró desorientada y no logró acordarse de la letra, por lo que la eliminaron de la programación. Bobby la esperaba en la primera fila, borracho y con la cabeza cubierta por una campera, como si siempre estuviera listo para ser detenido.
Parecía que no podía caer más bajo, cuando se presentó en el festejo por los 30 años de carrera de Michael Jackson. Estaba demacrada, como un esqueleto gris ocre. Clive Davis le escribió entonces una carta rogándole que se internara: “Te vas a morir”, le advirtió. “Si tuvieras que nombrar un demonio, el máximo de todos los demonios, ¿cuál sería?”, le preguntó Diane Sawyer en una entrevista en 2002 en la que admitió por primera vez su adicción a la cocaína. “El demonio soy yo”, contestó Houston. La charla pasó a la historia por otra declaración tristemente memorable: “El crack es barato. Gano demasiado dinero como para consumir crack. No consumimos eso, es de pobres”.
En 2003, una llamada al 911 activó la alarma: con un corte en la boca, aseguró que su marido la había golpeado, aunque después lo negó y retiró los cargos. En 2004, se internó por primera vez en una clínica de rehabilitación, pero se fue a los cinco días. Al año siguiente, logró pasar dos meses desintoxicándose. Pero para cuando, en junio 2005, Bobby fue liberado de su última condena y la pareja comenzó a grabar el reality Being Bobby Brown, Whitney había vuelto a consumir. Las críticas fueron más crueles con la cantante que con su marido: “Desagradable, no solo revela que Brown es más vulgar de lo que sugieren los tabloides, se las arregla para quitarle a Houston sus últimos rastros de dignidad”, dijo The Hollywood Reporter.
En septiembre de 2006, Whitney se separó legalmente del padre de su hija y se quedó con la custodia, después de una sucesión de rumores de infidelidades. Decidida a recuperar su carrera, se mudó con Bobbi Kristina a Orange County, California, y volvió a comprometerse con la rehabilitación. Pero había perdido la voz, su instrumento, y sin eso, no había regreso posible. Stevie Wonder le recomendó entonces al famoso coach vocal Gary Catona. “Trato de cantar y no sale nada. Tengo la voz atascada en la garganta”, contó Catona a Vanity Fair que le decía la diva. “Parecía que había pasado por un trauma, pero fue mi alumna más devota: floreció”. En 2007, Davis volvió a llamarla para grabar: “¿Estás lista?”. Ella dijo que sí. No había recuperado del todo la potencia de su voz, pero se sentía segura. Davis quería que volviera con un tema sobre su redención. Y lo hizo: en 2009, emocionó al público de los American Music Awards con I didn’t know my own strength (No conocía mi propia fuerza). Sería su última gran actuación.
Su cuerpo sería encontrado por su asistente tres años más tarde, el 11 de febrero de 2012, a horas de la fiesta de Clive Davis en los Grammy, el lugar que la consagró. En el mundo de la música, la gala del mítico productor aún es considerada más importante que los mismísimos premios; es un rito de iniciación. La propia Whitney había sido presentada por su mentor casi tres décadas antes en ese escenario y, desde entonces, había actuado ahí infinidad de veces. Aunque esa noche no estaba agendada para cantar, le alcanzaba con haber sido invitada: era una nueva oportunidad de volver al ruedo después de su última rehabilitación, nueve meses antes.
La fiesta ni siquiera se detuvo con la noticia de su muerte, aunque tal vez le devolvió el lugar de estrella que había ido a buscar: fue un raro tributo a su talento. Tom Hanks, Tonny Bennet, Britney Spears y Alicia Keys dieron sus condolencias en la alfombra roja mientras la ambulancia de la morgue retiraba el cuerpo por la puerta trasera del hotel en el que Houston se había alojado una semana antes junto a su hija y un pequeño equipo de asistentes bajo el nombre de Elizabeth Collins.
Esos últimos días son también un reflejo de su lucha. Había llegado a tiempo ese martes al estudio para grabar un dueto con el cantante de American Idol Jordin Sparks, y se dijo que también estaba sobria en el set de la película Sparkle, con la que pensaba retomar la actuación. Pero su conducta errática en la semana que debía marcar su gran regreso fue inocultable: se la vio hinchada, transpirando y tomando vodka por los nightclubs de Hollywood para festejar el cumpleaños de su novio, el cantante Ray J. Norwood; hizo un papelón en el bar del lobby del hotel, donde se quejó de que “aguaban los tragos”; oliendo a alcohol y a cigarrillos, interrumpió un junket de la cantante Brandy para darle consejos sobre su número en los Grammy, y fue filmada cruzándose frente a cámara, desaliñada y con el pelo mojado.
Algunos huéspedes del Hilton llegaron a quejarse de que la vieron ida y haciendo la vertical cerca de la pileta, pero su familia y su entorno más cercano sostendrían –incluso después de que la policía de Los Ángeles encontró en su cuarto restos de cocaína, marihuana, una cuchara quemada con rastros de metanfetaminas, botellas abiertas de champagne, cerveza y dos frascos de medicación legal, como ansiolíticos y relajantes musculares– que estaba limpia y había vuelto a tratar sus adicciones con su antiguo consejero, Warren Boyd. Para ellos, lo de la vertical en la pileta no era más que una prueba de su determinación a ejercitarse diariamente y dejar de fumar.
La propia Whitney le había contado a varios de los artistas que se cruzó esa semana que estaba nadando todas las mañanas, y les había mostrado orgullosa los músculos de sus brazos. También se había encomendado a Dios, y una prueba de eso fue el tema que interpretó en la fiesta de Kelly Price el 9 de febrero, dos días antes de morir. Sería su última presentación pública. “No estaba pautado, pero subió al escenario, agarró el micrófono y se puso a cantar Yes, Jesus loves me’', relataría después Price. Pese a los aplausos, el gospel con el que había brillado en sus inicios era el testigo final de cómo esa voz que la propia Houston consideraba “un don y un regalo del Señor” se había vuelto temblorosa y opaca.
La fiesta, como su vida, terminó en escándalo. La cantante discutió a los gritos con la finalista de un reality y casi se van a las manos. Fue fotografiada a la salida con manchas de sangre en las piernas y rasguños en las manos, visiblemente alterada. También fuera de sí, estalló en el gift shop del hotel frente a la tapa del National Enquirer que aseguraba en título catástrofe que había colapsado: “Adicta y quebrada, está peor de lo que todos suponían”.
La profecía del impiadoso tabloide se cumpliría ese mismo sábado, poco después de que la asistente de Houston, Mary Jones, dejara sobre la cama de su cuarto del Beverly Hilton el vestido que la cantante iba a usar en la gala de esa noche. Cerca del mediodía, Whitney habló con su prima Dionne, con quien iba a compartir mesa en la fiesta, y alrededor de las tres atendió la llamada de su madre, Cissy. Su asistente la encontraría media hora después, desnuda y boca abajo en la bañera rebalsada. Había notado que algo andaba mal no bien puso un pie en la suite: el agua hirviendo, que alcanzaba los diez centímetros sobre la alfombra, le llegaba a los tobillos. Al abrir la puerta del baño, se salpicó con una pequeña ola. El cuerpo de su jefa flotaba sin vida en el jacuzzi. Tenía 48 años y la autopsia confirmaría lo que la fatal escena no ocultaba: Houston se había ahogado accidentalmente, mareada por el alcohol, la cocaína y una cardiopatía derivada de su adicción.
Jones estaba tranquila cuando llamó a la recepción del hotel, también para ella ese era un desenlace natural. Avisó que se trataba de una emergencia. Dudó entre pedir que acudiera la policía o una ambulancia. “Vengan rápido, por favor –pidió–. Creo que Whitney Houston está muerta”.
El examen toxicológico indicó que, antes de morir, la diva pop más exitosa de todos los tiempos había consumido una alta dosis de clorhidrato de cocaína. También encontraron rastros de marihuana, un relajante muscular, medicación para la alergia y Xanax. Mientras su hija Bobbi Kristina –de 18 años, que moriría tres años después en circunstancias horriblemente similares– lloraba desconsolada, Warwick trataba de calmarla y la policía revisaba la suite, una periodista que había arreglado una nota por el regreso de la cantante esperaba en el lobby. “Whitney no va a poder hacer la entrevista… –le anunció finalmente uno de los asistentes de la artista–: está muerta”.
La periodista tampoco se sorprendió con la noticia: la estrella de Whitney había estado apagándose por veinte años, sin que nadie entendiera la razón. ¿Por qué aquella mujer que lo había tenido todo había perdido hasta el talento? ¿La había matado la presión de su madre? ¿Había sido culpa de Clive Davis que, hasta en su hora final, solo vio en ella un producto? ¿No había sobrevivido a su relación tóxica con Bobby Brown? ¿O al mercado que no le permitió vivir abiertamente su historia de amor con Robyn Crawford? ¿Era una víctima de la falta de compasión de los medios? ¿De sus propios demonios?
La mayoría de esas preguntas nunca encontraron respuesta y el interés por su historia todavía no termina. En el año en que se cumple una década de su muerte, Stella Meghie estrenará la biopic musical I wanna dance with somebody, con la actriz de Star Wars Naomi Ackie en el papel de Houston, Nafessa Williams como Robyn Crawford, y Ashton Sanders como Bobby Brown. Uno de los productores es el propio Clive Davis: pasaron diez años desde aquella fiesta bizarra el mismo día de su muerte, pero el productor sigue explotando al máximo los derechos de su creación más triste y más perfecta, su estrella rota.
También hay nuevas investigaciones que sostienen que la cantante pudo haber sido asesinada. Pero quizá quien más se acercó a resolver el enigma de la temprana partida de la mujer que amó fue Crawford: “A la compañía discográfica, a los miembros de la banda, a su familia, a sus amigos, a mí. Whitney le daba de comer a todo el mundo. Muy dentro suyo eso fue lo que la agotó”.
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