MENOS COMIDA Y MÁS HORAS EN LA
COCINA, LA PRECARIEDAD ALIMENTARIA EN CUBA
POR CLAUDIA GONZÁLEZ MARRERO
El derecho a la alimentación se reconoce como un derecho humano. En el artículo 25 de la Declaración Universal se le describe como el acceso regular, permanente y libre, a una alimentación adecuada y suficiente. Similar importancia tienen en el documento las tradiciones culturales de la población «que garanticen una vida psíquica y física, individual y colectiva, libre de angustias, satisfactoria y digna». Una alimentación sólida y estable actúa entonces como forma de transmisión social, mejora componentes de bienestar, conduce a la disminución del estrés y a un mayor sentido de pertenencia, de comodidad y seguridad.
Tras dos crisis económicas en Cuba, las condiciones para el derecho a la alimentación se trastocan sobre todo en las actividades y ejercicios cotidianos alrededor de la comida. Acciones que influyen en lo que se come y cómo se come en la isla implican formas de espera, socialización y trueques en la distribución regulada. Cuando el consumo, los intercambios y las reventas de los productos normados es insuficiente, la búsqueda de otros productos se realiza muchas veces por canales ilegales o, en su defecto, toma cuantiosas energías y recursos por medios alternos.
En entrevistas para Food Monitor Program, un programa de monitoreo de la (in)seguridad alimentaria en Cuba, se pudo identificar que el acceso limitado a alimentos esenciales repercute en el quehacer diario en la mayoría de las familias cubanas. Estas dificultades fueron descritas por varios encuestados que aseguran «estar siempre preparados para hacer una cola». Una madre, trabajadora en el sector de la salud, residente en La Habana estima:
«Yo diría que dedico los 30 días del mes con sus 720 horas a buscar comida porque desde que una se despierta es en función de averiguar, enterarse, encontrar dónde van a sacar algo de comer. Durante cualquier actividad que se realice en el día, una está pendiente a si aparece algún alimento».
Alimentarse frente a la escasez de productos también implica formas alternas, improvisadas y hasta barrocas para elaborar la comida. A partir del período enunciado como «coyuntura» y la COVID-19 como agravante, las formas de cocinar se han modificado en extremo por las propias invenciones, improvisaciones y otros ejercicios de resiliencia que los cubanos han tenido que incluir como modos de sobrevivencia cotidiana. Desde 2020 se han creado grupos de Facebook con más de 15 mil miembros para compartir recetas de aprovechamiento y sustitutos de ingredientes escasos (mayonesa de arroz, croquetas de espaguetis, yogur casero con leche en polvo). Una miembro de uno de estos grupos nos explica:
«Junto a los alimentos básicos también empezaron a desaparecer el pan, las galletas, los refrescos. Llegó un momento que desde que abría los ojos en las mañanas estaba metida en la cocina. Puedo decir que en estos casi dos años de pandemia he aprendido a hacer muchísimas recetas que antes no sabía, pero en cierta manera sí ha afectado mi vida personal, pues ahora dedico más tiempo a la cocina que a otras actividades. En otras palabras, la vida del cubano se ha resumido a trabajar, buscar comida y a cocinar».
Otro ejemplo es la distribución de porciones, en la cual siempre se prioriza a los miembros más vulnerables de la familia, esto implica sacrificio y diferenciación de género, porque una madre siempre servirá los alimentos en mayor beneficio para sus hijos. Los esfuerzos para garantizar alimentos saludables y atractivos en detrimento personal fueron una preocupación reiterada entre las madres encuestadas. Una mujer de 54 años, residente en La Habana y madre de un niño relata:
«Trato de que todos podamos comer lo más dignamente posible, siempre priorizo al niño, en ocasiones él mismo me dice: “mamá, ¿y tú?”. A lo que le respondo: “Papito, a mí la leche me cae mal, no puedo tomarla porque me da dolor de barriga, tómatela tú”, o “ya yo comí mientras tú te bañabas”, eso para que no me rechace los alimentos porque tiene muy buenos sentimientos y él dice que si yo no como él tampoco, pero hemos tenido días de comer solo arroz y frijoles para dejarle la proteína a él».
La actualidad cubana, unida a agravantes multisectoriales, tanto domésticas como regionales, ha conllevado a que la percepción de la crisis vigente sea más profunda que las anteriores. Un abuelo nos comparte su experiencia durante el momento de mayores restricciones por las medidas sanitarias contra la COVID-19 en La Habana:
«Aquí la hemos pasado muy difícil estos dos años, nunca me había visto como ahora, ni siquiera en el famoso Período Especial. Mi hija y yo pasamos muchos días a base de pan con aceite y sal para garantizar la proteína a los niños porque no alcanzábamos nada en las tiendas. Después empezamos a comprar en la bolsa negra pero no daba la cuenta así que decidí irme de madrugada a marcar para garantizar algo y eso me costó en dos ocasiones multas de 2 000 pesos sin poder reclamar nada».
A la pregunta de si los gustos y preferencias sobre la comida han cambiado, la mayoría de los entrevistados asegura no experimentar cambios. Sus anhelos y deseos se mantienen, incrementados por evocaciones de tiempos de mayor bonanza, pero en general las personas no se permiten decidir entre un producto u otro: «el problema es que compras lo que hay. No he estado en esa disyuntiva porque no existe variedad ni dinero para conseguirla».
La tensión, el estrés y la incertidumbre describen los ejercicios cotidianos de las personas en Cuba para conseguir una comida que se considere decente y atractiva para ellas y para sus familias. Por el peso que ocupan estas tensiones en la realidad cubana, abordar el derecho a la alimentación en el país debería expandirse más allá de los parámetros convencionales. La narrativa enfocada en la distribución igualitaria y en los programas coyunturales del Gobierno no son suficientes para abarcar las diversas expresiones de lo que significa, tácita y culturalmente, lograr una comida que se considere decente en Cuba.
Si la seguridad alimentaria es un factor fundamental para el desenvolvimiento y la agencia cívica, también lo es para nuestra identidad. La estabilidad y garantía en el comer de cualquier grupo humano le ayuda a afirmar su diversidad, jerarquía y organización; es un hábito culturalmente formado, pero también socialmente controlado. Por ello, resulta importante preguntarse ¿cuál es el impacto real del desabastecimiento sobre dos generaciones de cubanos que han extendido sus quehaceres cotidianos en estrategias signadas por la precariedad? En la medida que el objetivo común de lograr un plato sobre la mesa se encuentre signado por los ejercicios testimoniados, se verá cómo los saberes, las tradiciones, las técnicas y valores alrededor de la comida modificarán aún más el patrimonio de la nación cubana hacia una cultura alimentaria de la escasez y el deterioro.
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