El atroz y cobarde ataque ordenado por Putin contra un hospital materno-infantil en Mariupol, en el sur oeste de Ucrania, el bombardeo a poblados y asesinato de civiles, incluyendo niños, demuestra el perfil de un sicópata de características similares a Hitler o a su compatriota Stalin.
Pero no solo el centro médico de Mariupol ha sido objeto de agresiones militares, sino otros establecimientos similares, en flagrante violación a los convenios de Ginebra de 1949 y sus Protocolos adicionales de 1997, que otorgan especifica protección a los mismos.
El Kremlin ha afectado 20 centros sanitarios, según denuncia de la Organización Mundial de la Salud, sin que el gobierno de Moscú reciba sanciones por esos actos delictivos, que constituyen crímenes de lesa humanidad de acuerdo a los Estatutos de la Corte Penal Internacional, y que, por su extrema crueldad, debería conllevar a su expulsión de ese organismo.
La pregunta es, ¿acaso Naciones Unidas y gobiernos occidentales desconocían la entraña totalitaria de este ex agente de la KGB, que desde hace 22 años concentra todos los poderes del Estado?
¿No fue una prueba de su política expansionista la ilegal anexión de Crimea el 2004 o los actos de barbarie cometidos en Siria en 2016?
¿O olvidaron la devastación de Chechenia, “arrasada totalmente por el Ejército ruso en 1999, con bombardeos masivos que persiguen una destrucción casi total, aterrorizan a los civiles y fuerzan la creación de corredores humanitarios para que la población huya y deje el camino expedito a una ofensiva final”? (El País 13/03/2022), estrategia que ahora Putin aplica en Ucrania.
La periodista rusa Anna Politkovkaia cubrió la invasión a Chechenia, informando sobre atrocidades del Ejército ruso. El País recuerda que “narró las ejecuciones y las violaciones en masa, las decapitaciones y las historias de personas quemadas vivas con lanzallamas”. Acosada por el régimen, esta admirable escritora primero fue envenenada y sobrevivió, hasta que la asesinaron con disparos de metralleta en un ascensor de Moscú el 7 de octubre del 2006.
Todos esos episodios eran conocidos, pero por temor o debilidad las potencias hicieron poco o nada para frenar el avance del dictador.
Putin, empero, fue invitado a participar en innumerables eventos con jefes de Estado de las naciones democráticas, confraternizó con sus líderes y realizó negocios para su gobierno o en provecho de los multimillonarios rusos que lo respaldan.
Lo mismo ocurrió con Hitler, que de 1933 a 1938 rearmó a sus Fuerzas Armadas, violando el Tratado de Versalles, asesinó miles de judíos, destruyó la oposición, anexándose primero Austria y luego los sudetes de Checoslovaquia
La Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU, no se inmutó, como tampoco las cancillerías europeas, hasta que se inició la II Guerra Mundial.
Más bien algunos gobiernos intentaron confraternizar con el tirano alemán y esa debilidad costó a la humanidad la pérdida de cincuenta millones de vidas.
Las sanciones impuestas al gobierno ruso son un avance positivo para aislarlo, debilitarlo y derrocarlo.
Es decir, para impedir que este émulo de Hitler y Stalin continúe matando seres humanos.
Pero esas sanciones no bastan. A una célula cancerosa hay que extirparla de raíz porque puede provocar metástasis.
Es inaceptable, en este contexto, que el régimen de Putin mantenga su condición de miembro permanente y con derecho a veto de un Consejo de Seguridad que ha escarnecido violando todos sus principios.
Retirarle la membresia sería un acto de honor diplomático.
Los países latinoamericanos deberían convocar a sus embajadores en Moscú como expresión de protesta por lo que sucede en Ucrania y suspender las compras de material bélico a Rusia.
En otras palabras, no cruzarse de brazos, no permanecer indiferentes ante la masacre del heroico pueblo ucraniano, que resiste con admirable valor los ataques de un sátrapa.