No se preocupe con su coctel. Si prefiere su dry martini hecho con Stolichnaya lo puede disfrutar sin problema. El vodka más comúnmente asociado con Rusia en Estados Unidos no es ruso. Se produce en Letonia desde 2002 y la sede de su empresa matriz, Stoli Group, se encuentra en Luxemburgo.
Aunque el llamarse Stolichnaya (metropolitano) le estaba causando problemas a la firma. Así que la semana pasada la compañía cambió oficialmente el nombre de su bebida exclusiva y ahora se llama Stoli.
El cambio ocurrió luego que propietarios de bares —de Vermont a Michigan e Iowa— declararan que ya no servirían la bebida y compartieron un video donde arrojaban el contenido de botellas por el desagüe.
Claro que Stoli no suena tan bien como Stolichnaya, pero se toma con igual gusto y sin problemas de conciencia gracias a la ignorancia.
Solo dos marcas que se venden en EEUU —aunque no se encuentran entre las más populares— son rusas: Russian Standard y Ustianochka. De la primera de ella doy testimonio que es excelente, y años atrás llegó a ser mi preferida. Pero desde hace algún tiempo el vodka para mis martinis no viene de Rusia sino de Polonia y Estonia.
En el caso de Polonia influye el esnobismo y la frivolidad. Con nombres como Belvedere, Chopin, Luksusowa, Ostoya, Pan Tadeusz y Wyborowa es difícil resistirse.
Por un tiempo perseguí al Żubrówka, que es un vodka polaco al que se le agregan hierbas, entre ellas una —bisson grass— que en Polonia crece en los campos donde pasta el bisonte europeo, particularmente en la foresta de Białowieża. Suele servirse muy frío y con jugo de manzana.
El Żubrówka —no hay que confundirlo con el Pertsovka, un vodka ruso al que se agrega chiles rojos picantes— estuvo prohibido en EEUU hasta 2011, pero por razones tóxicas, no políticas, ya que la FDA considera que la bisson grasscontiene cumarina, una “sustancia prohibida”.
A partir de 2011 comenzó a elaborarse una versión de Żubrówka con grano de centeno, que los fabricantes dicen que tiene un sabor similar al original, y asunto resuelto.
Nunca lo he probado. Esas sustituciones para complacer al poder —médico, político— siempre me dejan exceptivo y me atengo a mi cobardía de no buscar el original.
Ya me pasó en una ocasión con una pequeña botella de ajenjo que traje de Europa, y acabé botando después del primer buche por amargo —aunque por supuesto conocía lo del azúcar y he leído bastantes libros y visto bastantes películas al respecto— y nunca he llegado a saber si eso que compré en uno de los dos principales aeropuertos de París era simplemente un mejunje para engañar a turistas o si realmente no me gustó el ajenjo.
Pero con el Żubrówka llegué a tener una curiosidad especial porque aparece en una de las mejores novelas de Somerset Maugham, The Razor’s Edge, y la bebida tiene un papel casi demoníaco en ella, porque es la que utiliza Isabel para tentar a Sofía y que esta caiga de nuevo en el alcoholismo, y si quiere saber más detalles busque la novela. En cualquier caso, la literatura de Maugham es una buena guía para aprender de cocteles y bebidas.
Por lo que cuando el presidente Joe Biden anunció la prohibición a la importación de licores rusos el viernes, no me dio ni frío ni calor; aunque lo encontré más simbólico —¿politiquero?— que otra cosa.
Lo que sí es preocupante es que en nuestros días los reales motivos para impedir o al menos rechazar una barbaridad como la invasión rusa a Ucrania; las mejores opciones para intentar frenarla y las acciones efectivas se mezclan con la estulticia de una práctica que ahora se llama “cultura de la cancelación”. Por supuesto, no es algo nuevo, pero aburre esa persistencia en lo banal.
Así me entero que en Nueva York, el Russian Tea Room ya no se llena en estos días como era habitual. Un restaurante donde siempre había que reservar —y a veces con varios días de antelación— para cenar o almorzar. No es difícil de explicar este rechazo, lo que es difícil es entenderlo, aceptarlo, al menos para mí.
Según el sitio web del restaurante, The Russian Tea Room fue establecido en 1927 por miembros del Ballet Imperial Ruso —que huían de Stalin y del comunismo– y fue un sitio de reunión de expatriados, similares a los que ahora huyen de Ucrania, aunque a veces con más dinero y otras con menos.
A uno le viene a la mente Silk Stockings (1957) y Fred Astaire y Cyd Charisse y aunque no los encuentre entre las mesas uno sabe que por casi cien años el lugar ha sido uno de los habituales a la salida de los teatros.
Con sus asientos tapizados de rojo y su decoración —en las paredes cuelgan cuadros originales— tiene que ver más con Viena y París, preferidas por los artistas rusos —y por la aristocracia y los “rusos blancos” por supuesto— que con el Moscú de Stalin y Putin y de los desfiles militares y los misiles.
Que alguien desista de comer un nada ruso y excelente Boeuf Wellington —sí, lo sé, lo conozco— por un nombre o el temor de un nombre me resulta atemorizador.
Peor quizá aún la ignorancia en que ello se produce.