Las ruinas y el abandono de la ciudad donde naciste duelen. Pero más duele la falta de respeto y ética de sus habitantes. Antes de llegar el comandante y comenzar a destrozar, La Habana, como toda Cuba, se caracterizaba por la decencia y el buen hablar y vestir de los cubanos, al margen de su categoría social y económica.
La gente de menos recursos daba los buenos días y sabía comportarse cuando iba a una tienda o a consultarse con el médico, a una casa de socorro o un hospital. Los negros trataban de ser cuidadosos a la hora de expresarse y relacionarse con el resto de su comunidad, para que no dijeran de que «el negro cuando no lo hace a la entrada, lo hace a la salida» o «tenía que ser negro», refranes todavía vigentes. Como en todas las sociedades, había personas descarriadas, proxenetas, marihuaneros y ladrones. También asesinos, cuyos crímenes quedaban reflejados en las páginas de la crónica roja de periódicos y revistas o en el programa de Joseíto Fernández, transmitido todas las mañanas por una popular emisora y donde el intérprete de La Guantanamera, cantando, narraba los últimos sucesos sangrientos.
En las seis provincias que conformaban la República de Cuba, existían barrios pobres. Había analfabetismo y prostitución. Parecía que Fidel Castro y su revolución le iban a dar un vuelco de 180 grados a la situación. Los cubanos pensábamos que Fidel, oriental como Fulgencio Batista, oriundos de Birán y Banes, dos localidades relativamente cercanas en la actual provincia de Holguín, iba a eliminar lo malo y dejar lo bueno que había en el país cuando llegó al poder en enero de 1959. Pero después de la campaña de alfabetización en 1961 y de su interés por convertir el deporte, la educación, la salud, el turismo y la biotecnología en vitrinas propagandísticas, las transformaciones positivas se estancaron. Todo empezó a dar marcha atrás.
Luego de 47 años dirigiendo los destinos de Cuba (1959-2006) como si fuese el mayordomo de la finca paterna en Birán, Castro no fue capaz no ya de desarrollar la agricultura, ganadería, pesca, industria y economía en general, sino de hacer de los cubanos unos ciudadanos más cultos y refinados que antes de 1959.
De las escuelas públicas, por ejemplo, fueron suprimidas asignaturas como música, dibujo, caligrafía, trabajo manual, cocina, costura, economía doméstica, moral y cívica, que a primera vista podrían parecer intrascendentes, pero no lo eran. Los guerrilleros no se distinguían por su nivel académico, por sus reglas de urbanidad ni su sensibilidad humana. El día que decidieron politizar la educación y adoctrinar al alumnado, desde kindergarten (pre-escolar) a la universidad, comenzó a engendrarse una generación que sabe leer y escribir, pero se expresa mal, con un vocabulario limitado, una dicción pésima y garrafales faltas de ortografía.
Esto se percibe mejor cuando escuchas hablar a un argentino, peruano o colombiano y lo comparas con un cubano. Da igual que el cubano sea un funcionario estatal, un miembro del partido comunista, un militar o un disidente. Descubres que casi todos los nacidos en la Isla están cortados por la misma tijera en el lenguaje oral. Tiene su explicación: son más de seis décadas escuchando ‘teques’, leyendo la monótona prensa oficial, viendo los manipulados telediarios y últimamente, interactuando en unas redes sociales que, salvo excepciones, no enriquecen el idioma ni contribuyen a generar comentarios serios y respetuosos.
Antes de la llegada de los barbudos al poder, el Capitolio Nacional, en el corazón de La Habana, fue testigo de grandes duelos verbales, protagonizados por oradores e intelectuales de renombre como Salvador García Agüero, negro y comunista, y Orestes Ferrara, italiano que luchó por la libertad de Cuba. Los dos, por cierto, tirados al saco del olvido. Hoy no existe un político que se pueda comparar, ni de lejos, con Ferrara y García Agüero. El presidente puesto a dedo por Raúl Castro, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, carece del don de la oratoria, no tiene ni pizca de carisma y su voz se parece a la de un asere de una barriada marginal.
Hoy a pocos jóvenes cubanos les interesa conocer su pasado y su historia, la verdadera, no la mal contada como dice la canción Patria y Vida. Lo de ellos es bailar reguetón, beber ron, hacer el amor y tratar de irse del país. Es lógico. Es el resultado de 63 años de atraso, represión, mediocridad y falta de futuro.
A partir de 1959, los uniformados de verde olivo no solamente fusilaron a decenas de ‘contrarrevolucionarios’. También ejecutaron la decencia e impusieron la vulgaridad y la chabacanería. El lenguaje panfletario lo mismo es utilizado por un portavoz del castrismo que por una defensora de los derechos humanos de nuevo cuño. Aunque en bandos contrarios, unos y otros representan la Cuba del presente, poco original y creativa. Tan alejada de aquella otra. La que para siempre se fue.
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