El reto sacrílego en la afirmación “los maricones van al cielo”
En un régimen totalitario como el cubano el homosexual fue vilipendiado, golpeado, abusado, arrastrado a la cárcel, e internado en las UMAP
La primera novela de Armando López Salamó (Santa Clara, Cuba, 1943) es un reto sacrílego desde su título mismo. Lo retador no es el uso de la palabra “maricones”, lo retador es la afirmación de que los homosexuales sí van al cielo. Ello significa irle radicalmente a la contraria a la tradición judeocristiana de Occidente, e incluso a la postura tradicional –aunque nada doctrinaria– tanto de la religión yoruba –la santería–, como de la sociedad secreta Abakuá.
Todo en la cultura cubana condena, rechaza y castiga la homosexualidad, sobre todo la masculina. ¿Y qué de la homosexualidad femenina? ¡Ah! Esos son otros cinco pesos. La homosexualidad femenina pasa sin controversia alguna porque ha llegado a formar parte del repertorio erótico de los machos y está perdonada –aceptada y bienvenida– de antemano. No así el quehacer de a quienes despectivamente se les llama “los maricones”.
La novela inspira en muchos de sus lectores un sentido de alegría, de travesura, de alborozo y contentura. En la reciente presentación de la novela en la librería Books & Books de Coral Gables, una actriz amiga del autor expresó que la novela también presentaba una realidad triste. “Aquí no hay solo risa, sino también mucho llanto”. El reconocido pintor cubano Ramón Alejandro, que participó en el panel de presentación, habló brevemente sobre la ternura que él halló en los gays adolescentes que protagonizan la novela.
También se habló de las supuestas actitudes de los cubanos hacia el sujeto homosexual. Se habló de lo mucho que una vecina cualquiera podía querer a la “loquita del barrio”, al menos en la Cuba republicana. Yo afirmo todo lo contrario. La “loquita del barrio” fue siempre temida y despreciada por vecinos y vecinas por igual –“Yo no quiero que un hijo mío sea “loca”. ¡Alabao!” –. “Ella”, la loquita de carroza, era el hazmerreír de la vecindad, nadie, absolutamente nadie la respetaba o tomaba en serio, y mucho menos a la persona detrás del maquillaje y de los pantalones apretados –del disfraz– de la loquita. Muy parecido era ese menosprecio al que se profesaba hacia las mujeres, admiradas mayormente por su apariencia física, su “sex appeal”, su función de adornar y entretener.
La loquita del barrio sabía que su forma de actuar era lo que la protegía de los homófobos. “Ella” sabía que actuar lo más femeninamente posible, aunque fuese caricaturesco, era su protección, aunque temporal, del rechazo y la violencia. “Ella” divertía a la gente con su manera de ser, aparentando ser inofensiva.
En Cuba, en general, la homosexualidad –sobre todo la masculina– era tabú, un defecto, un pecado, una enfermedad de la que había que curarse, algo secreto, algo vergonzoso, algo que era mejor “tapar”. La gente “fina” les llamaba “afeminados” o “amanerados”; también escuché la palabra “entendidos”. Pero no olvidemos que somos el país que acuñó los insultos de referente sexual: maricón, pájaro, bujarrón, loca, puta, tortillera… epítetos de odio para clasificar, ofender y humillar.
Después llegó el comandante, con el tabacazo y las botas, y mandó a parar. En un régimen totalitario como el cubano la loquita del barrio fue vilipendiada, golpeada, abusada, arrastrada a la cárcel, e internada en un campo de concentración. Los homosexuales de voz grave –los que disimulan y no hacen alarde de su sexualidad– son tolerados, como lo fue Alfredo Guevara, como lo sigue siendo Miguel Barnet, para dar solo dos ejemplos. Los homosexuales conocidos como tal fueron expulsados de sus cátedras, como lo fue el artista de la plástica Raúl Martínez, o marginados de la intelectualidad reconocida, como fueron José Lezama Lima, Virgilio Piñera, José Mario, Antón Arrufat, Pepe Camejo y Reinaldo Arenas.
De las “loquitas del barrio” dijo el homófobo en jefe en 1963:
“Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes “elvispreslianas”, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre.
“Que no confundan la serenidad de la Revolución y la ecuanimidad de la Revolución con debilidades de la Revolución. Porque nuestra sociedad no puede darles cabida a esas degeneraciones. La sociedad socialista no puede permitir ese tipo de degeneraciones.”
Pepillos vagos…feminoides… con pantaloncitos estrechos y guitarritas… degenerados. Hace 62 años se institucionalizó la homofobia en el país que más clubes gays tenía en los años cincuenta, el país donde se calcula que había más hombres gays que en ningún otro país latinoamericano. “El trabajo os hará hombres”, rezaban los letreros a la entrada de los campamentos de trabajo forzado que fueron las UMAP, las Unidades Militares de Apoyo a la Producción. Ese es el capítulo más inhumano y tenebroso de los 62 años de castrismo, y aún nadie ha asumido la responsabilidad ni pedido perdón. Mariela Castro, con su desfile anual cenesexiano, cree que cumple. No tiene ni idea la sobrina del comandante.
El autor de “Los maricones van al cielo” expresó durante el conversatorio en Books & Books que el machismo de estado implantado por Fidel Castro en 1959 no le había tomado por sorpresa. “Fidel Castro estudió en escuelas jesuitas toda su adolescencia. Su pensamiento político estaba en sintonía con la homofobia judeocristiana de Cuba que él aprendió en aquellas aulas”.
De ahí que el reto que plantea la novela de Armando López no tenga postergación. Para acabar con la homofobia –para que en la mente las personas los maricones puedan ir al cielo– hay que poner de cabeza todos los preceptos crueles e intolerantes que hemos heredado de al menos dos culturas: la muy bien definida católica-española, que se repite en casi todas las denominaciones protestantes, sobre todo las evangélicas, y la de origen africano –la religión lucumí y la sociedad secreta Abakuá–, menos definida, desprovista de referentes específicos a la homosexualidad, donde coexiste el homosexual iniciado con el rechazo implícito que significa no hacer referencia alguna a ellos.
Según el intelectual y experto Tato Quiñones, en las religiones de origen africano “se utilizan términos como “defecto” y “vicios sexuales” para referirse a la homosexualidad, pero no se emite un juicio de valor directo sobre el tema. Según Quiñones, cuando se generó el debate sobre el matrimonio gay, en ninguna casa de Osha Ifá se discutió esta cuestión porque les era ajena.
Donde se verá exactamente cómo se definen los cubanos –al menos dentro de Cuba– sobre si los maricones pueden o no pueden ir al cielo será en la aceptación o el rechazo del matrimonio igualitario al que se hace referencia indirecta en el nuevo Código de Familia, que irá a un referendo el 30 de abril. La oposición a aquello que se interpreta como un asalto a la familia tradicional –el matrimonio entre un hombre y una mujer– es mucha. Hasta ahora, la mayoría de los cubanos ha tolerado lo que entiende como “extravagancias” de los gays. No obstante, para aceptar que una pareja gay tenga estatus matrimonial oficial, reconocida por el Estado, falta un gran trecho.
Yo quiero que los maricones vayan al cielo, y las lesbianas y los trans también, con los mismos derechos que los heterosexuales. Es lo que plantea la novela de Armando López. Lamentablemente, hay muchísima gente que no.
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