Selena, el apodo de un travesti desgarbado de casi seis pies, reconoce que es una mujer presa en un cuerpo de hombre. De ocho de la mañana a tres y media de la tarde, Jonathan, su verdadero nombre, labora como dependiente en una mugrienta cafetería estatal.
Cuando llega al cuarto del bullicioso solar donde vive en la barriada de Luyanó, municipio Diez de Octubre, al sur de La Habana, tira la empercudida camisa blanca de gastronómico dentro una palangana con agua jabonosa y en un ruinoso fogón de dos hornillas calienta una jarra de té negro.
Mientras bebe el té, pone en el altavoz acoplado a su teléfono móvil el último disco de Adele y busca en un anaquel adosado a la pared un poco de marihuana. Prepara un cigarrillo. Lo prende y absorbe profundo. Se sienta en un sofá remendado y cierra los ojos.
“El enfory (marihuana) me cambia el cuerpo. Fumo yerba desde los 15 años y ya tengo 37. La marihuana y los hombres son mis pasiones. Me gusta arreglarme las uñas y sentirme femenina. Siempre quise vestirme de mujer. Mis padres aguantaron hasta donde pudieron. Aceptaban mi homosexualismo, pero no que viviera con un hombre en la casa. Con veinte años me fui de su casa. He tenido dos o tres parejas estables. Al principio las relaciones eran buenas, luego me di cuenta que me explotaban. Me obligaban a prostituirme para que les diera dinero. Hasta un día, que decidí ejercer la profesión por mi cuenta”, cuenta Jonathan.
Cuando termina de fumar marihuana, se baña con un cubo de agua que ha sacado de la cisterna. Después come un pan con tortilla y toma un vaso de refresco instantáneo. Sube a la barbacoa por una rútica escalera de madera. En un closet sin puertas escoge una saya negra imitación de cuero y una blusa beige con tirantes. Se maquilla con colores subidos y se encasqueta una peluca de pelo rojizo.
Pasada las once de la noche, Jonathan sale a la calle a ‘trabajar’. «Cuando salgo del solar vestida de mujer, toda regia y perfumada, soy Selena”. Cada día camina de cinco a seis kilómetros en busca de clientes. A veces anda en grupo con otros travestis por la Calzada de Diez de Octubre.
“Mucha gente subestima los barrios alejados de la Habana Vieja, Vedado y Miramar, lo más turísticos. Pero en Santo Suárez, Luyanó y la Víbora abundan los bugarrones. Hay diversos clases de clientes: los frustrados, que son más gays que yo y aparentan ser machos; homosexuales cpm doble vida que aún no han salido del closet; hombres casados con hijos a quienes les excitan los travestis, y los chapuceros, por lo general sodomitas de prisiones que les encanta darte una paliza por cualquier motivo. Los mejores son los tipos que se enamoran de ti y te tratan con cariño”, confiesa.
En una noche cualquiera, Selena, puede ganar dos mil o tres mil pesos. “Depende del día de la semana. Sin alardes, soy el travesti con más cartel de la Calzada de Diez de Octubre. ‘Lucho’ para poder comer, vestirme y darme ciertos placeres. Mi salario de dependiente en la gastronomía estatal, 2,200 pesos mensuales (88 dólares al cambio oficial y 21 en el mercado negro), no alcanza ni para comprarse un par de zapatos”. Su sueño es encontrar una pareja estable y dejar la prostitución. “Aunque pase hambre, sigo creyendo que no hay nada más hermoso que el amor”.
No muy lejos de donde Selena y otros travestis hacen sus rondas nocturnas, Sergio, 74 años, a pesar de su diabetes, recorre a pie casi todo el municipio Diez de Octubre recolectando latas vacías de cervezas y refrescos. Con un tubo de aluminio al que acopló en la punta un trozo afilado de hierro, pincha las latas vacías que encuentra en la calle y las tira dentro de un saco.
“En tiempos de la pandemia, cuando no se podía salir de la casa por el confinamiento obligatorio, pasé tremenda hambre. Ahora las cosas no han mejorado mucho, porque los dueños de bares y centros nocturnos también recolectan latas vacías, las venden y ganan un dinero extra. Es una lucha diaria para buscarte cuatro pesos y poder hacer una comida caliente. Además de latas, recojo pomos plásticos, frascos vacíos de perfume y dentro de los contenedores de basura busco cosas que estén en buenas condiciones y puedan venderse. Menos robar, hago de todo para ganar dinero de manera honrada”, dice Sergio.
Cuando le preguntan si recibe subsidio del Estado, Sergio niega con la cabeza. “El socialismo en Cuba se acabó en 1989. De esa fecha pa’ca lo que existe aquí es capitalismo y del malo. Lo que proclama el gobierno que no deja a nadie desamparado es mentira. El Estado no le da nada a los jubilados ni a las personas que vivimos en la pobreza extrema. Y cuando da algo es una miseria. En mi caso, justifican el desamparo porque tengo tres hijos y se supone que ellos me mantengan. ¡Pero con qué me van ayudar si ellos están igual o peor que yo!”.
Llamémosle Damián, un joven que gana dinero vendiendo medicinas robadas de una farmacia estatal. Suele utilizar WhatsApp, Telegram y las redes sociales para hacer sus negocios. Desde hace dos años, los precios de los medicamentos en Cuba se han disparado. Un antibiótico puede costar entre 700 y 1000 pesos. Una tira de duralgina o paracetamol 400 pesos. Y una pomada como Ketoconazol o Gentamicina, si la encuentras, puede valer 500 pesos.
“En Cuba todo el mundo ‘inventa’. En los centros de trabajos la gente mete la mano. Los salarios no alcanzan ni para comer. Los productos mejores los venden en dólares. ¿Qué hace la gente? Robar. El gobierno lo sabe y se hace de la vista gorda. A cada rato arman un espectáculo por televisión y encarcelan a varias personas. Creen que así frenan el robo y la corrupción. Pero el delito no hay quien lo pare en Cuba. Mientras haya una moneda que no vale, el peso con el cual te pagan, y otra, el dólar, que es la que vale, pero con la cual no te pagan, los cubanos vamos a seguir viviendo del invento y del robo”, se justifica el joven habanero.
Damián reconoce que vive en el filo de la navaja. “Si me coge la policía me pudro en la cárcel. Pero mi objetivo final es reunir dinero y poder largarme de este infierno. No sé si por Nicaragua o en una balsa pa’ Estados Unidos. Pero en Cuba no hay quien viva de forma honrada”.
Mientras, Selena, el travesti de Luyanó, le pone dulces y caramelos a sus orishas para que escuchen sus súplicas: “Obatalá, soy buena persona, dame la posibilidad de conocer a un extranjero que me saque del desastre en que se ha convertido mi país”. Sergio, el recogedor de latas, sí lo tiene difícil: “A mi edad, sin familia en la Yuma que me mande fulas, no me queda otra que aguantar el temporal en la isla. No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Si algo sabemos los cubanos es esperar.