Francisco de Asís, el
Consorte olvidado al que acompañó la sombra de la homosexualidad
Los rumores sobre homosexualidad, impotencia o malformación sexual nunca fueron aclarados y depositaron el estigma de la ilegitimidad en todos los hijos nacidos de su matrimonio con Isabel II
Por Ricardo Mateos Sáinz de Medrano
Este 13 de mayo se cumple el bicentenario del nacimiento, en el Real Sitio de Aranjuez, de don Francisco de Asís de Borbón y Borbón, duque de Cádiz, infante de España y esposo de la reina Isabel II.
Una figura largamente olvidada y orillada tanto en la memoria colectiva como en la historiografía española, que precisa de un necesario revisionismo, pues solo una pequeña calle de Madrid recoge su nombre. Una vida controvertida y siempre marcada por los fuertes rumores en torno a su homosexualidad, su impotencia sexual o su padecimiento de algún tipo de malformación genital, que nunca han llegado a ser aclarados pero que, sin duda, depositaron el grueso estigma de la ilegitimidad en todos los hijos nacidos de su matrimonio -entre ellos el rey Alfonso XII- con su prima hermana la castiza reina niña Isabel. Un rey consorte de quien, en realidad, nos ha llegado una mera caricatura.
Hijo primogénito del infante don Francisco de Paula, el infantito del magnífico cuadro de Goya que representa a la familia de Carlos IV, la mano del destino quiso que desde su edad más temprana pesase sobre este infante el designio materno de verle algún día convertido en el rey consorte de España. Un deseo ardiente de su madre, la impulsiva, ambiciosa e intrigante infanta Luisa Carlota, quien, tras la muerte de Fernando VII sin hijos varones, se empeñó en que la reinecita Isabel terminase casándose con este hijo de maneras poco varoniles.
Un proceso de fabulaciones y de presiones sin fin sobre un personaje poco entendido y que colocaron a don Francisco de Asís (Paquito en familia) en el centro de aquel gran quebradero de cabeza que fue, para las cancillerías europeas, la resolución del polémico e importante matrimonio de la reina de España. Se barajaron pretendientes, las potencias opusieron su veto a unos u otros candidatos y, a falta de solución mejor, el duro fardo de compartir la corona recayó sobre este infante conservador en tiempos de aires liberales. Sobre un hombre que por entonces escribía a su primo el peculiar duque de Lucca: “Recuerdo no pocas veces algunas de tus descripciones en que tan perfectamente pintabas a los sujetos de la familia, y que me hacen reír como un desatinado. Como dices muy bien, cada uno de los Borbones presenta un tipo original que no se parece más que a sí mismo”.
El suyo fue un matrimonio desgraciado desde el primer momento, su supuesta incapacidad para procrear estaba en todas las bocas, la reina Isabel ya se había echado de amante al general Serrano (su “general bonito”) y las crisis en el seno del matrimonio real se sucedieron a la vista de toda la corte, que no dejaba de hacerse lenguas. Una cohabitación difícil, o acaso imposible, dada la gran disparidad de carácter entre los cónyuges, en tiempos de intrigas palatinas, pecados, amantes, lances de espada en los salones de palacio, confesores reales y actos de contrición cristiana en presencia de generales, espadones y personajes como el Padre Claret o la controvertida Sor Patrocinio (la Monja de las Llagas).
Folletines decimonónicos, pero también denostadoras estampas pornográficas impresas en las que el rey y la reina aparecían representados en las escenas más procaces, salidas de la imaginación de los autores de los libelos en tiempos de revoluciones. Primero la de 1854, en la que el infante Fernandito, hermano de don Francisco, murió víctima de los tumultos en las calles de Madrid de las que había sido rescatado por el embajador francés; y posteriormente la de 1868 que dio al traste con el trono de doña Isabel saliendo los Borbones de España hacia un incierto exilio.
Estampas propias de las novelas de Galdós, que denominó a doña Isabel “la de los tristes destinos”, en una España ya por entonces enfrentada entre moderados y liberales. Sin embargo, poco se ha dicho sobre el temple, la cultura y los intereses de este rey consorte cuya figura reverdece y se dignifica al llegar al exilio francés. Tan pronto como él y doña Isabel llegaron a su malhadado destierro, y enfrentados por los dineros que escaseaban y que la generosa reina entregaba a todo necesitado a manos llenas, ambos terminaron con su convivencia instalándose ella en el palacio de Castilla y él en sucesivas residencias parisinas (la rue des Écuries d’Artois, la rue Lesueur...) en compañía de su medio hermano el duque de San Ricardo y de su íntimo amigo, y según muchos amante, el casado Antonio Ramos de Meneses recién creado duque de Baños.
Una relación entre estos dos hombres cuya naturaleza cuya profundidad no han sido nunca desveladas, pero que recibió escasas críticas en su momento gracias a la discreción de don Francisco. Juntos viajaron por Europa (al rey consorte le gustaba mucho Inglaterra, donde siempre contrataba a su personal de servicio) hasta que, finalmente, la muerte de Meneses separó sus destinos. Su hijo, Alfonso XII, acababa de restaurar la monarquía en España en 1875 y don Francisco, económico y sensato frente a los recurrentes desatinos y problemas familiares, y entregado a sus viajes, a su gran biblioteca, a sus colecciones y a sus lecturas, se retiró en 1881 a vivir al palacio que este hijo adquirió en la localidad francesa de Épinay-sur-Seine y que le cedió en usufructo.
Desde entonces desapareció de las crónicas de la gran historia para llevar una vida tranquila, salpicada de esporádicos viajes de índole familiar a España, y solo sobresaltada por la responsabilidad que decidió asumir de ayudar monetariamente a sus hermanas, las singulares infantas doña Isabel y doña Pepita, dos grandes hipocondriacas siempre cortas de fondos.
Respetado por todos, y lejos de escándalos y de intrigas, en su ancianidad supo retomar una buena relación fraternal con su esposa, la reina, que en abril de 1902 no dudó en acudir a asistirle en su lecho la víspera de su muerte. Afectado por una severa congestión pulmonar, falleció a los 80 años en su palacio de Épinay, donde era muy querido por la población local, en la madrugada del 17 de abril atendido por sus hijas las infantas Isabel, Paz y Eulalia, el nuncio apostólico en París y su fiel secretario Rafael Palomino, cuyos descendientes aún veneran su recuerdo. En Madrid se decretó luto de un mes, se le dieron honras de rey y su cadáver fue trasladado a España para su entierro en el panteón real del monasterio de El Escorial.
Educado entre una España que intentaba quitarse de encima las huellas del viejo absolutismo y la Francia burguesa de la monarquía de su tío el rey Luis Felipe, y de ánimo delicado y voz atiplada, sirvan de epitafio de este rey consorte tenido por irrelevante las palabras que su hija Eulalia dejaría dichas sobre él algunos años después: “Mi padre, el rey Francisco, educado en Francia y tan letrado como amante esclarecido de las artes, se negó siempre a toda intriga y no quiso nunca hacer política o mezclarse en aquello que solo concernía al soberano: la reina”.
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