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Jóvenes reclutas del Servicio Militar Activo
“El peor año de mi vida”: seis testimonios del servicio militar en Cuba
Te repiten que mientras cumples el servicio militar eres propiedad de las FAR, y que ellos son tus dueños y te pueden joder la vida en cualquier momento.
CIUDAD DE MÉXICO.- El 12 de mayo expusimos en este medio a una funcionaria del MINREX que dijo ante la Organización de Naciones Unidas (ONU) que el servicio militar en Cuba era opcional. De inmediato hubo una avalancha de reacciones en las redes sociales. Cubanos de todas las edades desmintieron a la diplomática y narraron algunos de los eventos de lo que calificaron como el año más terrible de sus vidas.
CUBANET se acercó a algunos de ellos para contar sus testimonios completos. Estas son sus historias.
Verde y con punta, guanábana. Testimonio de Rolando Leyva Caballero, 41 años
Fue el peor año de mi vida. Enseguida supe que todo iría de mal en peor cuando me rechazaron para servir en la Brigada de la Frontera debido a una miopía leve, que en teoría me inhabilitaba para ser un buen soldado con espejuelos. Entonces apenas tenía 17 años y era muy de mi casa, en el centro de Santiago de Cuba.
Fui a parar a la Escuela del Café, en Dos Palmas, un lugar donde pasé 48 días de mierda de los que no guardo ningún recuerdo agradable. El hambre tenía cierto regusto bíblico y los robos entre reclutas que no se conocían, ni se respetaban, estaban a la orden del día. Las botas, las camisas, las medias y los pantalones que lavabas desaparecían y entonces tenías que robárselos a su vez a otro. De lo contrario te castigaban marchando, en solitario o acompañado, hasta las tantas de la madrugada.
Luego veías los trueques indios a través de la cerca perimetral del lugar. Los guajiros de la zona aprovechaban para pertrecharse de calzado y ropa de trabajo a cambio de unas pastas granosas de boniato, de las que partían el alma y los dientes.
Para colmo ni siquiera íbamos a ser soldados de fuerzas regulares, de los de verdad. Estábamos allí para luego incorporarnos al Ejército Juvenil del Trabajo. Éramos una tropa un tanto peculiar, integrada por guajiritos de los alrededores, altamente entrenados en la supervivencia diaria, y otro grupo de gente citadina, que en la vida habíamos tenido una guataca en las manos. Lo peor del caso es que ni siquiera vestíamos de verde olivo, a excepción de la gorra y las medias. Camisa y pantalones eran de un azul oscuro que una vez lavados nos hacía ver como una banda de atracadores y pelagatos desalmados. Todos estábamos muy demacrados debido a la dieta defectuosa, y en mi caso, a una convalecencia prolongada producto de la epidemia de dengue que azoló Santiago de Cuba un año antes y que me tuvo muy mal de salud.
La única vez que disparamos con fuego real de AKM fue un completo desastre por razones muy diferentes. Primero, durante un ejercicio táctico, temprano en la mañana, uno de los cadetes de la Escuela Inter Armas Antonio Maceo Grajales casi mata a uno de los reclutas. En medio de un ataque psicótico, debido a que alguien anónimo emplazó su autoridad, empezó a manipular el fusil automático hasta que se le disparó y el proyectil pasó rozando la cabeza de un chico que apenas se dio cuenta que estuvo a punto de morir cuando la sangre, que le manaba desde encima de la oreja, empezó a mojarle el cuello. La gorra quedó completamente deshilachada del lado derecho y una herida larga en forma de surco le iba desde un poco más atrás de la sien hasta casi la nuca. Tuvo mucha suerte.
Casi peor fue cuando ese día, otro de los cadetes olvidó el fusil en uno de los pozos de fusileros del campo de tiro, y entonces se armó un corre corre tremendo. Al final una señora de la zona lo entregó después de haberlo encontrado justo donde lo habían dejado antes.
Eso no evitó que los sargentos instructores castigaran a muchos como hacían con los desobedientes y los fugados, obligándolos a correr en el polígono con las caretas antigás puestas y el peso de algún compañero encima. Una delicadeza de tortura, por asfixiante.
Al final nos mandaron una semana a casa antes de reportarnos a nuestras respectivas unidades, en mi caso, la finca Sábana Ingenio, de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana. En la práctica, una de las tantas propiedades del comandante de la Revolución Juan Almeida en los alrededores de Santiago de Cuba.
Este, durante una visita, nos confundió con reclusos al ver nuestros uniformes desgastados que habían pasado de ser azules a grises debido a la mugre. El sudor petrificado conseguía que las camisas y los pantalones se pudieran sostener de pie y casi en firme.
Fueron meses muy duros, trabajando desde que amanecía hasta que se ponía el sol en el horizonte. Varias veces a la semana teníamos que empatar la jornada diurna de trabajo en el campo con una larga noche de guardia. La misión era resguardar el corral de las ovejas y una yunta de bueyes. Para ello nos armaban con un machete mohoso y una escopeta artesanal que tenía un solo cartucho vencido.
El primer teniente al frente de aquella pequeña tropa de 11 soldados era tronco de hijo de puta. Un guajiro cerrero del Segundo Frente que calzaba un 47, y amenazaba con meternos la bota en el culo si no hacíamos lo que debíamos y más. A uno de nosotros lo acaballó bien.
Cuando aquello, parece que el señor oficial estaba construyendo su casa. En la finca había abandonado a ras de suelo un enorme poste eléctrico de hormigón y al hombre se le ocurrió reciclar el acero de la estructura. Para ello puso a Caney, así le decíamos al chico, a demoler aquello a golpes de martillo de carpintero, para sacarle las cabillas y los alambrones.
Fueron demasiadas mierdas insoportables en muy poco tiempo, empezando por la alimentación porcina que recibíamos hasta las condiciones infrahumanas en que dormíamos de noche. Nos tenían en un pestilente barracón de madera ensamblada donde se guardaban los fertilizantes y pesticidas de la finca.
Llegó un momento en que me empecé a deteriorar desde el punto de vista psicológico. Quizás tuvo mucho que ver la semana que pasamos comiendo calabaza hervida en su cáscara. Y nada más. O que lleváramos meses desbrozando un espeso monte de cañas y marabú quemado a filo de machetes que, de lo pequeños y finos de hoja que eran, parecían cuchillos. Me estaba volviendo loco.
Además, escuchamos el rumor de que uno de los que había estado con nosotros en la previa había matado a un suboficial a golpes de mocha en el Central Harlem de Pinar del Río. Así de tremendo estaba aquello.
Un día en que me dieron pase para dormir algunas horas en mi casa decidí no regresar, pero no podía arriesgarme a que mandaran a los de Prevención a buscarme, así que busqué una buena justificación y por ello fingí una apendicitis aguda. No fue difícil. Tenía tan mal aspecto que el médico civil de guardia en el Policlínico Camilo Torres no lo pensó dos veces e insistió para que me metieran cuchilla en el Hospital Militar. De ahí me enviaron de vuelta para el Hospital Provincial Saturnino Lora, adonde llegué montado en una ambulancia destartalada porque allí no había camas disponibles. Es decir, para salir del servicio fingí que estaba enfermo y dejé que me operaran cuando realmente estaba sano.
Fue un largo mes de baja en mi casa que me vino muy bien para recomponerme un poco, pero que también me convenció que volvería a recaer en mi estado depresivo. Eso si antes no me volvía loco del todo y acababa acuchillando a alguien, fuese el primer teniente hijo de puta o alguno de los otros reclutas de aquella tropa, que tampoco eran unos santos.
Semanas después volví a desesperarme. Esta vez, lo de auto lesionarme fue la opción. El machete con que chapeaba los jardines de las casas de seguridad estaba rematado con una punta que había afilado a conciencia. En realidad, fue muy rápido y sencillo. Lo puse sobre la espinilla y empujé de un golpe el machete hasta hacerme un pequeño corte de unas dos pulgadas de largo. No dolía ni sangraba demasiado, pero se veía dramática la tibia expuesta. El tajo fue muy limpio y precisaba sutura así que fui a parar al policlínico más cercano, donde me cosieron la herida y me recetaron analgésicos, antiinflamatorios, antibióticos, y una semana de reposo, otra vez en mi casa. Empezaba a disfrutar lo de escaquearme.
Ya cuando faltaba menos de tres meses para darnos la baja definitiva nos desplazaron de la finca Sábana Ingenio y nos mandaron a todos para Tercer Frente. El fin era chapear en los cafetales de la zona, una labor urticante y rastrera que nos dejaba con dolores hasta en el hueso de la alegría, después de jornadas laborales de diez o doce horas, con apenas un pequeño descanso para comer e hidratarnos al mediodía.
Esta vez estaba más lejos de casa y decidido a no permitir que me siguieran jodiendo más, así que aposté por una táctica sutil. Aproveché el calor constante y la humedad que cuarteaban la piel de las botas agrietadas, hasta conseguir hacerme sangrar y supurar los dedos de mis pies escachados. Para ello debía untarme cuanta mata pudiera causar alergia, escozor o una infección. También fue fácil. Solo debí preguntarle al cocinero del campamento con qué plantas debía tener especial cuidado al caminar descalzo después de un largo día de trabajo con las botas puestas. Esta vez sí acabé en el Hospital Militar, en la Sala de Dermatología, con los dedos negros como butifarras y a punto de perderlos si se descuidaba el médico, que me retuvo por tres semanas pues estaba haciendo la especialidad y necesitaba un conejillo de indias para practicar. Al final, estando allí, me llegaría la baja definitiva.
Pero tampoco sería fácil esta vez. Para dejarme ir del Hospital Militar alguien conocido, de mi familia, o no, debía realizar una donación de sangre como parte del proceso de recibir el alta médica. Al parecer ya estaba del todo recuperado cuando aceptaron que fuera yo mismo el voluntario a ser desangrado, esta vez de manera también literal.
Y así nos fuimos al Banco Provincial de Sangre, con mi anatomía desgarbada a cuestas, la de un joven que ya con 18 años de edad y seis pies de estatura pesaba poco más de 60 Kilos. Era toda una belleza de campo de concentración. Apenas sentí el pinchazo en el brazo. Una aguja enorme me taladraba la vena mientras una manguera de aspecto gomoso y poco higiénico me chupaba la vida a borbotones. Increíble pero cierto, resistí hasta que me desengancharon de aquella máquina infernal, sobre la cual pusieron una bandeja saltarina con una bolsa que acumulaba lo que me habían sacado.
Intenté ponerme de pie y dar algunos pasos en dirección a la salida y el piso desapareció debajo de mí. El desmayo debido a la debilidad fue fulminante, pero nadie se dio cuenta. El pasillo en forma de U con ángulos rectos dificultaba la vista del personal sanitario, que chachareaba sin percibir que al otro lado del cristal yo caía por un hueco sin fondo. Fue el vuele más dulce de mi vida y reaccioné, calculo, que unos diez minutos después. Todo a mí alrededor era verde y con puntas como alfileres en los ojos: una guanábana.
En ese instante descubrí que aún llevaba puesto el pijama mugroso del Hospital Militar, que sería, el último uniforme que usaría en toda mi vida. Afuera del Banco de Sangre esperaban el chófer de la ambulancia y el dermatólogo, que me preguntó, con algo de sorna: ¿Y esa cara, soldado? Usted ya es un hombre libre.
Roides Javier Cruz, 32 años: “Fue el peor año de mi vida”
La mayoría de los que pasamos el servicio tenemos pesadillas recurrentes con eso, una clara señal del trauma que te deja. Para mí fue el peor año de mi vida.
No se me olvidan frases como: “El Soldado ejecuta, no piensa” o “Eres propiedad de las FAR”. Vi muchos abusos y vejaciones a la dignidad de los jóvenes. Tanta deshumanización, dinámicas de cárcel, en fin, un montón de historias tristes.
Pasé el servicio de 2007 a 2008. Como sabía que tenía que entrar al año siguiente a la Universidad mis padres me sugirieron que me presentara cuanto antes en una oficina de captación. Cuando fui solo había un tipo trabajando que siempre me cayó mal porque tenía como cara de descarado, una risa de socarrón.
Ahí me dieron una fecha de entrada a la previa, que fue la peor parte en mi caso. Me tocó en la escuela de la defensa. Yo venía del IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas), así que yo nada que ver con el sol, el trabajo manual y esas cosas.
Tampoco soportaba seguir órdenes, de hecho, tuve muchos problemas con profesores en el preuniversitario por lo mismo. Lo mío era la guitarra, el arte, matemáticas, computación, la fiesta en El Mejunje. Entré predispuesto porque ese lugar no tenía nada que ver conmigo y sabía por mi hermano que era como ir a la cárcel.
Además, se comentaba en el IPVCE que un conocido había perdido un dedo en un simulacro. A eso agrégale que dos años atrás un muchacho se volvió loco y salió disparando por toda la unidad hasta que se gastó el cargador. En fin, sin llegar sabía que iba a cumplir condena sin ser culpable de nada. Así me sentía.
Era tanto el desgaste que en la previa me senté al lado de uno de mis mejores amigos y llevábamos como 10 minutos juntos sin reconocernos porque estábamos uniformados, rapados, sucios, quemados y con gorras. Se nos aguaron los ojos cuando nos reconocimos.
Allí todo es terrible, pero lo peor son los sargentos instructores. Son tipos descarados, abusadores, gente enferma. Son los que te dicen que el soldado tiene que ejecutar la orden y no puede pensar. Te repiten que mientras cumples el servicio militar eres propiedad de las FAR, y que ellos son tus dueños y te pueden joder la vida en cualquier momento. A un muchacho de mi pelotón, que una vez protestó porque nos habían hecho marchar demasiado bajo del sol, se lo hicieron.
El sargento instructor le dijo: soldado (seguido por el número, porque te llaman por número), arrastras adelante (es una orden que te tienes que arrastrar por el piso como si estuvieras pasando una alambrada). El muchacho se tuvo que arrastrar hasta los pies del sargento y los demás militares se rieron. Cuando le dio la orden de firme el muchacho le metió un piñazo al sargento y salió corriendo. Entre todos los sargentos lo alcanzaron y le cayeron a golpes en el piso, a botazos.
Por otra parte, la comida era una basura. Nos daban para desayunar y merendar huevo con un agua con chocolate que se cortaba enseguida, y me cayó mal varias veces. La última vez fue cuando ya estábamos en los últimos días de la previa que te meten en el monte a vivir. Ahí me dio diarrea, sumándole que mi cantimplora estaba rota y, aunque lo reporté me ignoraron. No pude tomar casi agua, así que me deshidraté.
Me empezaron a dar mareos y caí casi desmayado. En efecto, estaba deshidratado me dijo después la doctora. Así acabé la previa. Baje muchísimo de peso, tanto que mi mamá lloró cuando me vio.
Han pasado años, pero no olvido cómo los oficiales nos maltrataban en las prácticas de tiro. Ahí se ensañan porque tienes que entrar al campo arrastrándote o en cuclillas, y ellos son los únicos parados. Todos te daban patadas cuando te tocaba entrar o hacías algo mal. El abuso era mucho. Algunos soldados se escapaban de noche a comprarle chispa de tren a los guajiros. Tomaban alcohol para poder aguantar aquello.
Luego, en el servicio militar, me ubicaron en el Estado Mayor, haciendo guardia. Todos los militares me caían mal. Todos estaban gordos, bien comidos y uno con tremenda hambre en la posta, sin fuerza para cargar el armamento.
Una vez se me metió una polilla en un oído y cuando intenté sacarla se metió más profundo. El bicho no se murió. Al contrario, duró toda la noche dentro de mí y aunque le avisé al oficial de guardia no me creyó porque se metió bien adentro casi en mi tímpano. Al otro día es que pude ir al médico y el animal salió cuando me lavaron el oído.
Un detalle interesante es que conmigo ahí en el Estado Mayor también entró un muchacho que era de apellido Díaz-Canel. La verdad no recuerdo exactamente qué parentesco tenía con el mandatario, pero con ese apellido, de Santa Clara y teniendo en cuenta que el chamaco hizo lo que le dio la gana, es bastante sospechoso. Se ausentaba a las guardias, que eso es tomado como que te escapaste, y no pasaba nada. Faltaba cuando quería. Era un farandulerito, onda Sandro Castro.
Generalmente el reclutamiento es súper corrupto y con nepotismo. Casi todos los que pasan el servicio en lugares tranquilos o en instituciones civiles tienen palanca. Los que no, les toca unidades de combate, y esas son las calientes de verdad.
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Alejandro Morales, 32 años: Todo el tiempo nos decían: “tú eres propiedad de la FAR, de la Revolución”
Mi unidad era más rigurosa que la de muchos de mis amigos. Nosotros hacíamos maniobras militares reales, con cañones, tanques, tiros, bombas; solo que todo era muy rústico y viejo. No eran armas modernas sino cosas que en el mundo están en desuso. Es muy ridículo que crean que pueden ganar alguna guerra con esa basura. Aunque con esa basura ponían en peligro nuestras vidas. Había una frase que siempre decían como si fuera un chiste, y que se la atribuían a Raúl Castro: “Una maniobra militar sin muertos es como si no hubiese pasado”. Aunque no hubo accidentes fatales en mi tiempo allí estuvimos varias veces a punto de desgraciarnos.
Piensa que entras allí en la adolescencia. Todo te asusta. Es una locura darnos armas, bombas. Podíamos haber muerto. Es que realmente han muerto muchos, lo que de eso no se habla.
Lo peor es tener a gente tan estúpida y con tanto poder sobre ti, y tú estar indefenso. Estuve más de tres meses sin pase. Me lo quitaban por cualquier bobería: un zapato mal lustrado, la camisa con una esquina afuera. También me gané un castigo porque se me ocurrió rectificarle algo de historia a un militar.
Cuando no había maniobra lo que hacía era chapear y darle mantenimiento al lugar. Chapear marabú era muy duro. La primera vez que tuve que cortar la planta me puse tan histérico que empecé a patear el marabú, a ver si desaparecía. Una locura. Allí todos enloquecemos un poco. Era normal escuchar a varios bromear con que se iban a suicidar, pero algunos sí lo hicieron. En mi año un chico se tiró una ráfaga de madrugada. Puso el arma contra una piedra y se disparó. Ahí te hacían la vida imposible y algunos no lo aguantaban.
Te trataban como si no valieras nada. Me puse muy mal una vez, me deshidraté y hasta sueros me pusieron. En esas condiciones el teniente Sosa me arrancó los sueros y me obligó a salir de la sala médica para una maniobra militar. No lograba ni mantenerme en pie, pero así me llevaron. Son unos abusadores.
No se me olvida que un chico dijo muy bajito y en broma, en una formación, que había que darle un tiro a Raúl, en aquel entonces ministro de la FAR, para que se terminara el infierno del servicio. Un sargento lo oyó y le gritó: “Paredón, te voy a fusilar, gusano”.
El muchacho se puso tan mal que se desmayó del miedo y lo tuvieron que trasladar a la enfermería. El militar fue tras él y cuando recobró el sentido le gritaba que lo iba a ajusticiar. Lo médicos no podían sacar al sargento de allí, y quería llevarse al muchacho. Ese tipo actuaba como un loco, pero parece que algún jefe lo paró, aunque allí no perdonan.
Un día en una guardia me puse a jugar con el arma. Era un niño de 17 años y me pusieron en la mano un fusil, era normal que fuese curioso. Como castigo por mi imprudencia me llevaron primero para el calabozo y luego para un área que es un centro disciplinario.
Al principio me puse contento porque lo tomé como unas vacaciones de las fuertes jornadas de trabajo a las que éramos obligados, pero nada que ver. Lo primero que pasó fue que me quitaron el colchón y la tabla para que no durmiera o me acostara durante el día. Y yo dije bueno ok, me acuesto en el piso. Pero esos hijos de puta tiraban cubos de agua por debajo de la puerta de la celda para que no pudiera acostarme. Igual estaba tan cansado que me dormí en el piso sobre el agua.
En el calabozo estábamos uno seis reclutas y nos daban la comida sin platos, una comida asquerosa. La echaban para todos juntos en la caldera grande de la cocina. Nos turnábamos para comer, primero unos y luego otros. Recuerdo que había una caldera inmensa con yogur en el fondo que era la que más trabajo daba. Los otros soldados tenían que ayudarte. Imagínate tomar un vaso de yogur en una caldera.
De ahí me mandaron para el centro, que era peor. En ese centro ni en la noche te dejaban en paz. Luego de una jornada larga te ponían a leer el reglamento y a ver programas de política.
Los baños de ese lugar no tienen techos. Arriba en las postas ubican a reclutas con armas que te vigilan mientras te bañas para que no te vayas a suicidar. Imagina lo que estoy describiendo. Era un infierno.
En ese centro el entrenamiento era muy duro. Te levantaban a las 5:00 a.m., y estabas haciendo cosas hasta las 6:00 p.m. Solo parabas para comer. El otro tiempo era entrenamiento físico. En la última media hora apretaban el ejercicio para ya reventarte.
Todo eso era en un rectángulo y si ya no podías más había una línea amarilla donde te tirabas, pero si lo hacías ese día ya no te contaba. Es decir, si tenías 10 días allí de castigo y te rendías, la cuenta no iba a disminuir. Era obligatorio acabar toda la jornada.
Fue duro, era el más flaco de toda la unidad, y mi ametralladora la más grande de todas. Me dieron una RBT 44 que venía con 404 balas de 7.62mm. Todo eso pesaba más que yo. Los militares te humillaban, te ofendían. Si no lo lograbas te calificaban de “desfondado”.
Realmente era gusano desde antes, pero me radicalicé en el servicio. Solo se ganan el odio. Todo el tiempo nos decían: “tú eres propiedad de la FAR, de la Revolución”.
La baja me llegó el 28 de julio del 2008. Aún la tengo guardada. Catorce años después, tengo dos pesadillas recurrentes. Una que estoy en Cuba y no puedo salir, y la otra que estoy en el Servicio Militar de nuevo.
Yoel Alejandro Cala Pérez, 31 años: “Los militares eran déspotas y muy corruptos”
Soy cristiano, Adventista del Séptimo Día, así que no debo empuñar un arma. Cuando fui a inscribirme, el mayor Marrero me dijo que estaba escrito en los registros que yo era religioso. Entonces me preguntó cómo yo pensaba defender a mi país en una guerra. Le respondí que había muchas maneras de hacerlo, que podía ser enfermero, estar en la producción de alimentos. Parece que no le gustó mi respuesta porque de inmediato me dijo: “tú vas a pedir a gritos un fusil cuando veas la mocha de cortar caña en tu mano”. A mí me hubiese tocado quedarme en una unidad agropecuaria cerca del IPVCE de Pinar del Río, pero ese señor decidió mandarme para Bahía Honda.
Debo decir que respetaron mi religión, pero fue muy duro. Eran jornadas intensas de trabajo, desde las 5:00 a.m. nos despertaban. Teníamos una hora de descanso en toda la jornada.
Allí convivimos chicos de todo tipo, muchachos con historias de vida muy duras que no tenían mucho que ver conmigo, pero nos hicimos amigos y me protegían. Yo era pequeño de estatura y ellos me cuidaban. Sentía que admiraban a los que teníamos carreras, y que afuera nos esperaba el proyecto de una mejor vida.
En ese lugar estuve tres meses cortando caña, hasta que me sacaron del campo a trabajar en oficinas porque tenía conocimientos de matemática. También estuve de sanitario en la enfermería. Recuerdo que un día trajeron un ventilador y el jefe de logística de la unidad se lo llevó e hizo que la enfermera firmara como si se hubiese roto.
Ese militar tenía una amante que se llamaba Cora. Él me mandaba a mí con su chofer a llevarle comida que se robaba del almacén. En la sala de esa mujer yo vi el ventilador que se llevó de la enfermería. Sabía que estaba mal pero ahí uno no puede ni chistar. Los militares eran déspotas y muy corruptos.
Ese mismo hombre intentó violar a otra enfermera, pero ella se defendió y él se detuvo. A pesar de eso la amenazó y la obligó a pedir la baja. Ella, que era cercana a mí, me confesó que en esa vida militar a las mujeres no se les respetaba.
Allí vi cosas horribles, como a un chico clavar un cuchillo a otro en la espalda. Eso fue ante mis ojos. Jamás había visto yo la violencia. Lo otro que no voy a olvidar tampoco es que una vez se acabó el agua en la unidad y trajeron una pipa que era de combustible. Aquello no se podía tomar, ni servía para bañarse. Los muchachos se intoxicaron con esa agua. Esa información nunca se reportó, la ocultaron.
También vi gente autolesionarse para escapar del campo. Se infestaban las heridas a propósito, se lastimaban. Tengo un amigo que se traumó tanto que estuvo varios meses en tratamiento psiquiátrico. Percibí como un muchacho alegre y bueno empezó a cambiar, a deprimirse, se puso agresivo. Vi cómo se apagaba y se convertía en otra persona.
La Barba Memes, 32 años: “Era trabajo forzoso, esclavitud casi”
Estuve 14 meses de servicio entre 2007 y 2008, en Nuevitas, en la unidad de Guardafronteras. El resumen de mi día era despertar a las 6:00 a.m. y limpiar los barcos o las lanchas, lo que tocara. No había descanso. Te explotan bastante y sin poder protestar. Cuando terminabas de trabajar venía la guardia.
La previa era muy rigurosa, sucia, la comida era poca y no pasaba por la garganta. Estabas con hambre siempre y trataban mal a todos. En 60 días que hice de previa nos dieran pollo una vez y nos dieron menos de 40 segundos para comerlo todo. Era una tortura responder a los caprichos de los militares.
Luego en la unidad fue menos drástico, pero igual todo se resumía a acatar órdenes. Era trabajo forzoso, esclavitud casi. Un día nos pusieron a reparar una carretera porque Raúl Castro iba para Camagüey, que la provincia había ganado la sede por el 26 de julio. Nos tuvieron trabajando un día entero sin darnos comida. Solo una naranja podrida y dos galletas de sal nos dieron, mientras los militares sí comieron bien.
Mi mamá principalmente estaba muy preocupada, porque yo navegaba mucho a mar abierto. Una vez fueron tres días sin tocar tierra firme en el barco.
Cuando me tocaba navegar eran mínimo ocho horas de viaje y a veces con mal tiempo. Me daba miedo y vomitaba mucho. Siempre digo que si me toca irme del país y la única opción es en lancha no me voy. El mar es muy peligroso y el servicio me traumó.
Alain: “Me tragué seis cuchillas, envueltas en hilo para que no me cortaran”
Empecé el servicio en mayo con 17 años, dos días después de terminar mi doce grado. Resido en Pinar del Río, pero me mandaron para una unidad en La Habana. El régimen era 20 días de servicio haciendo guardia un día sí y uno no. Luego te daban pase. Las guardias eran cada tres horas con fusil en una posta.
Una tortura porque no podías dormir. Si pegabas un ojo te quitaban días de pase. De los días de pase a veces me dejaban en dos como castigo, que los perdía en el traslado de La Habana a Pinar.
Recuerdo que había mucho bulling a los chicos gais o que lo parecieran. Mucho acoso. No los dejaban bañarse hasta que todos acabaran, por ejemplo.
En general, la pasé mal, como todos, pero aguanté casi dos años sin autolesionarme hasta que tres meses antes de cumplir y que me dieran la baja tuve un problema con un oficial. Él fue quien me agredió y tiró el primer golpe. Yo sabía defensa personal y boxeo, y me defendí. Al oficial lo castigaron quitándole una jaba de estímulo. A mí me mandaron para la prisión militar, con un delito. Me pedían de uno a tres años más. Ya tenía casi dos años de servicio cumplidos y estaba desesperado por irme, pero todo apuntaba a que me quedaría más tiempo.
La prisión militar fue dura. Literalmente estaba preso, pero con el extra de que allí todo el tiempo era marchando y trabajando, sin descanso, con visita cada 45 días. No podía aguantarlo, así que me planté seis días en huelga de hambre. Quisieron ponerme sonda y no me dejé. Mi papá se puso muy flaco conmigo preso. Mi mamá fue para que yo comiera, pero estaba decidido a hacer lo necesario para irme. También me tragué seis cuchillas, envueltas en hilo para que no me cortaran. Me arriesgué. Tenía miedo, pero me asustaba más quedarme allí. No podía más. Necesitaba que me sacaran de allí y en la placa se vieron las cuchillas que me tragué. Eso junto a mi huelga de hambre llevó a que me dieran la baja y no me sancionaran más tiempo.
Estando ingresado coincidí con muchacho al que los oficiales golpearon en la misma sala frente a mí por una bobería, hasta hacerle chorrear la sangre. Él se puso como loco y empezó a embarrar todas las paredes, a escupir. Luego para ocultar lo que le habían hecho los oficiales le quitaron la visita. Allí somos muchachos y nos dejan ver a nuestras familias cada 45 días, si te quitan una visita estás tres meses solo. Ellos hacen eso para ocultar cuando abusan de un recluta. A él le dieron duro, pero lo peor fue que le quitaron la visita para esconderlo. Eso hace que uno se sienta muy solo, se desespere.
De 20 militares, uno te trataba bien y tenía calidad humana. Solo recuerdo uno bueno que actualmente le doy un abrazo cuando lo veo.
Siento que ese período me cambió por completo, maduré de una forma muy dura.
Autolesionarse era lo normal ahí, o intentar suicidarse a ver si te dejaban ir. Los muchachos se tragaban llaves de ventanas, que son unas mariposas chicas. Hay quienes no tienen la fuerza para aguantar, y terminan pegándose un tiro con tal de salir, o echándose desodorante en los ojos para causar una conjuntivitis y estar unos días de pase o dejar de hacer guardias un rato. Había quienes metían la mano dentro de una toalla húmeda durante toda la noche y se la partían al otro día.
Otros se rayaban las manos con cuchillas con tal de simular un corte de venas o se las cortaban de verdad.
Son “trucos” que se pasan de soldado a soldado. Todos están para lo mismo, hacer lo menos posible, que pase rápido el tiempo y salir de allí. El sueño de todos es recibir la carta blanca de los ocho sellos, la baja.
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