Donald Trump me ha intentado vender bolas de golf firmadas por él mismo, libros, gorras, fotos y el ‘mundo colorao’. Jamás le he contestado. Debe ser un negocio extraordinario. Multiplican por 10 o 15 los costos. Algún gracioso me incluyó entre sus partidarios, y desde entonces, hace meses, de la oficina de Trump, me envían esa ‘pacotilla’, y el expresidente me invita a unos actos públicos, como si yo fuera importante para su grupo, con la advertencia de que hará unos señalamientos genuinamente trascendentes.
El senador republicano Marco Rubio no se equivocó cuando, durante la campaña del 2016, dijo que era un con artist o un con man. Lo retrató. Trump es un señor que te hace sentir importante para venderte cosas que bordean la estafa: un título de una universidad fantasma, un piso sobrevaluado en Manhattan, o un humilde libro de su autoría que fue escrito por un ghost writer que él no ha tenido tiempo-de-leer. Su sobrina, la psicóloga Mary L. Trump, afirma que su tío tiene las nueve características de los psicópatas enfermos de narcisismo, al extremo de que escribió un libro sobre el sujeto Too Much and Never Enough: How My Family Created the World´s Most Dangerous Man.
Ahora se ha visto que la sobrina de Trump no exageraba. Trump estuvo a punto de precipitar una guerra civil en USA, o que la pelea en el capitolio se hubiera desbordado a las calles. Bastaba con que Mike Pence, el vicepresidente, le hubiera hecho caso a la loca teoría de John Eastman, profesor de Derecho Constitucional, impulsada desde la Casa Blanca, de que bastaba con la negativa del VP a certificar un ganador en el Colegio Electoral, para que la elección fuera decidida por el Congreso, con arreglo a un voto por Estado, de manera que esa maniobra favoreciera a Trump. A fin de cuentas, a Trump lo respaldaban 74 millones de votos. Era cierto que Biden había sido elegido por 81 millones de electores, y por la mayoría del Colegio Electoral, por eso Trump debía aferrarse a la hipótesis de que “le hicieron trampas en los conteos y recuentos electorales”.
Como en todas las historias, hay héroes y villanos. El héroe principal es Mike Pence. Un republicano muy serio, exgobernador de Indiana, que le aportaba al ticket Trump-Pence la certeza de que habría en la Casa Blanca al menos una persona capaz de responder a la vertiente cristiana conservadora, dado que Donald Trump no era fiable en los temas de la entrepierna.
A Pence no le gustó la desconsiderada presión que Trump le estaba poniendo, y decidió consultar con Dan Quayle el único coterráneo vivo que había sido vicepresidente del país, de Indiana, republicano como él; y a quien le tocó verificar el triunfo del demócrata Bill Clinton y su VP Al Gore.
Dan Quayle fue categórico. Lo único que se podía hacer era ratificar los resultados electorales recogidos oficialmente por las juntas. Era una ceremonia casi simbólica. Donald Trump ni siquiera debió pedirle que violara la ley. Ambos -Quayle y Pence- son abogados, y los dos se habían graduado en la Escuela de Leyes “McKinney” de la Universidad de Indiana, aunque mediara entre ellos una generación. (Incluso, compartían algunos profesores). No podían invocar el dudoso desconocimiento de la ley. Estaba muy claro en los papeles que explicaban la transmisión de la autoridad en caso de que hubiera discrepancia.
A Trump le importa un comino la verdad o la mentira. En Maricopa, Arizona, hubo un recuento de votos. Costó nueve millones de dólares. Cuando se le recuerda a Trump el resultado de esa auditoría, afirma, más o menos, burlonamente, que “Biden no tiene el aspecto de haber sacado 81 millones de votos”. Lo vergonzoso es la mentira continuada. El poner en duda los resultados electorales porque encaja perfectamente con la premisa de “me-hicieron-trampa” y no con la constatación empírica de los hechos. Se guía, y guía a sus partidarios, por la simple aceptación de las “impresiones”.
No creo en la posibilidad de que este señor rectifique y acepte que ha errado. Lo que me extraña es el eco que encuentra entre los republicanos. Hasta un 70% de los republicanos cree que hubo fraude y que Joe Biden ocupa un puesto que no le corresponde. Entre los hispanos, la etnia cubana, o de origen cubano, incluso los que todavía no se han quitado el salitre, porque llevan poco tiempo en el exilio, muestra las mayores simpatías por Donald Trump, fundamentalmente por oponerse al simplismo de Obama, y por racismo. No tienen en cuenta el daño que le hace a la imagen integral de Estados Unidos.