Recuerdo el azúcar prieta,
mi número de carné,
lo amargo que era el café,
mis viajes en bicicleta,
el miedo, el pollo de dieta,
el policía en la esquina
de mi casa, la vecina
famosa por ser chivata
y aquel ñame con corbata
que nos inculcó la inquina.
Recuerdo como si fuera
un Funes el memorioso
al policía insidioso
apostado en cada acera
al acecho y a la espera
de algún cubano de a pie
para pedirle el carné.
Recuerdo que ese cubano
–que era un hombre y no un "gusano"–
era yo, y que me escapé.
Recuerdo un toque a la puerta
a las tres de la mañana.
Recuerdo que aquella Habana
era un estado de alerta,
era una esperanza incierta
y un miedo a la policía.
En mi nevera tenía
carne que había comprado
no en las tiendas del Estado,
y el terror me consumía.
Aún recuerdo aquel día
de película de acción
en que la Revolución
–su implacable policía–
con saña y con sangre fría
me detuvo en el Vedado.
Sin querer, había entrado
en la "zona congelada"
colindante a una embajada,
y viví el terror de Estado.
Recuerdo que fui a parar,
ya en la tarde, a una estación,
porque es(t)a Revolución
y su junta militar
no podía tolerar
a un muchacho que sabía
que aquel vulgar policía,
que me tildó "una amenaza",
me arrestaba por mi raza,
fuese de noche o de día.
Recuerdo que sentí miedo:
sólo era un adolescente,
aunque fuese un delincuente
para el castrismo y su credo.
Me señaló con el dedo
el policía violento,
y pensé en ese momento
que de aquella no salía.
Me arrestó pues no tenía
mi carné, ¡ese documento!
Recuerdo que no entendía
–que no quería entender–
la injusticia, el proceder
del gendarme: un policía
que sus deberes cumplía
cuando me llevó al cuartel
policial por esta piel;
me acosaba por mi raza,
también por la Ley Mordaza
y por orden de Fidel.