Mi madre me abanicaba con una libreta en las noches de calor durante los apagones de los noventa; después, en los 2000. Yo dormía y ella luchaba contra el cansancio, los mosquitos y el dolor en los brazos. Si se detenía, agotada, yo siempre me despertaba para quejarme.
Un pomo de boca ancha, dentro una mecha de gasa que atravesaba un tubo de pasta Perla, iluminaba —y llenaba de hollín— la casa, por partes: si mi madre cocinaba, había que quedarse quieto en la oscuridad de la sala; si alguien iba a bañarse, se llevaba la fuente de luz. La llama se movía según las prioridades de los familiares. No había más.
La mancha negra del humo del quinqué decoró el techo del apartamento durante mucho tiempo. Quinqué es todavía la palabra en el libro de texto de primer grado para aprender la letra q. Los niños de hoy pocas veces han visto uno, pero saben de sobra cómo son los apagones.
APAGONES EN LOS AÑOS NOVENTA
Tengo pocos recuerdos de los apagones de los años noventa del siglo pasado, casi todos teñidos de inocencia infantil: juegos en la calle, conversaciones de vecinos en el portal, «apretadera» con el noviecito del barrio. En casa, para matar el tedio, solíamos contar los carros que pasaban por la calle. Las noches parecían interminables. Del otro lado de la carretera, los edificios se mantenían encendidos. «A esa fase no le tocó hoy» o «allí probablemente vive un dirigente», solíamos decir.
Los apagones que ocurrieron en Cuba tras la caída de la URSS duraban tanto que la gente, con su humor de siempre, llegó a calificar la situación de «alumbrones». Eran 12, 10 y, a veces, solo 8 horas de electricidad al día.
Más que de generación de electricidad, era un problema de combustible. Hasta 1991, Cuba intercambiaba a los rusos una tonelada de azúcar por siete y ocho de petróleo (era un intercambio en extremo favorable, pues el cambio real se situaba en 1 x 1.5). Con la caída del campo socialista, aquel trueque llegó a su fin. Cuba importaba el 98 % del combustible necesario y, para agosto de 1991, las reservas se habían agotado. Fue entonces cuando se declaró el «período especial en tiempo de paz», otro eufemismo.
Los cortes de electricidad —y el hambre— se convirtieron en una fábrica de ladrones. La oscuridad era el manto perfecto para la proliferación de los delitos. En una de esas noches de apagón mi madre perdió su bicicleta china, la extensión de sus piernas. Quien vivió esa época sabe qué representaba una bicicleta china: había en el país 500 mil en 1991 y un millón en 1994. Por aquel entonces todos pedaleaban kilómetros y kilómetros. No había gasolina.
Fogones «criollos» de queroseno, luz brillante y petróleo «salvaron» las cocinas. A veces, al encender, producían un sonido explosivo. Mis padres estaban acostumbrados, pero a mí siempre me asustó el sonido. Para colmo, la ingestión de queroseno era uno de los accidentes domésticos infantiles más comunes por aquellos años. ¿Cómo olvidar los fogones Píker, que manchaban las paredes y las cazuelas con hollín y ensuciaban las mesetas con sus salideros de combustible?
Fueron años críticos por la escasez de casi todo, y los apagones representan el peor recuerdo de aquella década imborrable, para mal.
A inicios de los 2000, mi madre todavía utilizaba un reverbero. Lo usaba para cocinar en las noches de apagón o cuando se le terminaba el gas licuado. Ni en tiempos de estabilidad eléctrica pensó en botarlo, porque en «Cuba nadie sabe lo que pueda suceder», decía.
En julio de 2005, anunciaron en los medios de prensa que en el verano habría cortes de electricidad por la severa crisis de producción que atravesaban las plantas generadoras.
«Si bien hoy la situación es compleja, no se parece en nada a la de julio de 2004, cuando una grave rotura paralizó la central “Antonio Guiteras”, una de las más importantes del país, y no se sabía con certeza cuánto duraría ese problema», dijo en aquel momento la ministra de la Industria Básica, Yadira García Vera.
En un programa de televisión, García Vera explicó que la mayoría de las instalaciones «tienen entre 25 y 35 años de explotación y su mal estado técnico genera grandes riesgos para el Sistema Electroenergético Nacional (SEN)». Sus declaraciones fueron ¡en 2005! Las plantas generadoras —y las excusas— son las mismas de hoy.
De tanto verla en televisión hablar sobre apagones, el nombre de Yadira García Vera nunca se me ha olvidado. Lo asocio, desde mi adolescencia, a la escasez de combustible y los cortes de electricidad. Con el actual ministro de Energía, Liván Arronte, me sucede lo mismo. Pocas veces ambos —ella antes, él hoy— han hecho declaraciones a la prensa para dar buenas noticias. Fueron —y son— la cara gubernamental para justificar o explicar el apagón.
Un reporte de IPS de hace 17 años parece un déjà vu: junto con la luz se va el agua y el gas en aquellas zonas del país donde esos servicios básicos dependen del SEN; los equipos electrodomésticos sufren y los alimentos se deterioran por el descongelamiento de los refrigeradores. Vas al trabajo y nada puedes hacer porque no hay luz, pero tienes que quedarte por si llega; los apagones en La Habana alcanzan las seis o siete horas, pero en zonas del interior se extienden por diez horas. En las provincias orientales los apagones pueden ser de 12 horas o más. Los municipios la pasan peor que las cabeceras provinciales.
En 2006, cuando en Cuba se dio el pistoletazo de salida a la Revolución Energética muchos creyeron que, en poco tiempo, los apagones serían cosa del pasado. La venta de un menaje de cocina: hornilla, olla arrocera, calentadores de agua, jarras eléctricas para hervir agua (solo en algunos hogares) y la comercialización a crédito de refrigeradores LG o Haier en sustitución de los equipos altos consumidores de procedencia soviética, estadounidense o cubana, suponían que el país iniciaba un camino hacia el ahorro en el consumo eléctrico y un mejoramiento de la calidad de vida.
El entonces presidente de Cuba, Fidel Castro, expuso en el Palacio de Convenciones los ineficientes ventiladores y cocinas artesanales que la población usaba como alternativa a las dificultades y mostró el módulo de cocción que se repartiría. De aquella intervención muchos recuerdan su explicación de cómo cocinar el arroz vietnamita en 18 minutos.
Según datos de la Dirección Nacional del Cuerpo de Bomberos, tras la entrega de los módulos de cocción disminuyeron en un 11 % los accidentes por inflamación de las cocinas domésticas.
Pero fue la contratación de grupos electrógenos la medida que más titulares acaparó en la prensa. Los equipos más pequeños se colocaron en instituciones de salud, centros importantes de producción y servicios, medios de prensa, instalaciones de turismo. Los de mayor capacidad se destinaron a la generación de electricidad para cubrir la demanda durante momentos de avería de termoeléctricas o picos de consumo (de 11:00 a. m. a 1:00 p. m. y de 6:00 p. m. a 10:00 p. m.).
En aquel momento, un favorable acuerdo con Venezuela garantizaba la entrada diaria a Cuba de 53 mil barriles de petróleo a precios preferenciales. Ese combustible permitió la generación estable de electricidad, más allá de averías y salidas del SEN por mantenimiento.
Durante un discurso a principios de 2006 en Pinar del Río, Fidel Castro aseguró que para el primero de mayo de ese mismo año Cuba alcanzaría «la capacidad de generar un millón de kilovatios por hora en los grupos electrógenos coordinados, equivalente a 3.3 termoeléctricas como la Antonio Guiteras».
Sin embargo, la vida demostró que aquella no era una medida eficiente, y más pronto de lo que pensamos mi madre volvió a usar el reverbero. Mi padre «rescató» del patio la hornilla de carbón que en los años felices y alumbrados había servido de maceta.
De aquellos días recuerdo los viajes de mi madre al taller del Programa de Ahorro de Electricidad en Cuba (PAEC) porque la resistencia de la hornilla eléctrica era lo primero que se rompía y también la primera pieza que siempre estaba en falta (aunque podía comprarse «por fuera», porque el operario «conocía a una persona que tenía»).
Aquellas resistencias, importadas o fabricadas en Cuba, pasaron de costar 7 CUP por el Estado a 10 CUC (250 CUP) y 15 CUC (375 CUP); ahora, los vendedores del mercado subterráneo las ofertan a un precio que oscila entre los 2 000 y 4 000 CUP… cuando aparecen.
La crisis mundial de 2008 y 2009 también afectó a Cuba, trajo consigo nuevos apagones, el director del periódico Granma en aquellos años, Lázaro Barredo, escribió que aquel era un momento de «ahorro o muerte».
Un estudio de 2010 reveló que, al menos, el 20 % del gasto eléctrico de los 2 millones 500 mil núcleos familiares del país se localizaba en la cocción de alimentos, dato que introducía la necesidad de buscar alternativas para disminuir dicho consumo.
Fue así como vendieron en varios municipios cubanos dispositivos de barro para, supuestamente, multiplicar la capacidad calórica de las hornillas eléctricas.
Yadira García, a la sazón ministra de la Industria Básica, explicó en aquel momento que aún faltaba «cultura y conocimiento sobre cómo manipular los equipos vendidos a las familias, en especial las hornillas, pues las ollas arroceras y multipropósito tienen un uso más racional».
La también, por entonces, miembro del Buró Político declaró que en las pruebas piloto realizadas se demostraba que los dispositivos de barro reducían en un 3 % el consumo eléctrico de los hogares cubanos. El ahorro era mayor si las cazuelas se tapaban y las hornillas se desconectaban antes de concluir la cocción de alimentos.
Pero la Revolución Energética, en su apuesta por la electricidad como matriz energética para cocinar, no previó que, en futuras épocas de apagones, las familias no tendrían alternativas para elaborar sus alimentos. Tampoco que, a finales de 2011, existiera un alto nivel de rotura por concluir la vida útil de los equipos de cocción eléctrica entregados.
Recuerdo las tardes desesperantes. Mi madre llegaba del trabajo y no había corriente. ¿Cómo cocinar? La balita de gas licuado era la alternativa, pero, por mucho que la ahorráramos, nunca alcanzaba. Fueron varias las noches en las que solo comimos pan.
A veces, algún vecino con gas calentaba la leche de un niño del barrio o la comida de una persona enferma. Era común ver a alguien cruzar la calle, olla en mano, en busca de un sitio amigo en el que cocinar.
En las noches de apagón, mis vecinas se reunían a escuchar la novela en un radio chino de dinamo que captaba la señal de la televisión. Tras el capítulo, cada quien se iba a su casa a esperar que pusieran la corriente. Cuando volvía la luz, el sonido de la ciudad era como el de un jonrón en el estadio.
Para lograr la disminución del consumo eléctrico residencial, el Gobierno planteó en 2014 la venta de cocinas de inducción, calentadores solares y lámparas LED de 7 vatios; pero nunca ha habido una oferta estable de esos equipos.
La «coyuntura» de 2019, debida entre otras cosas a la escasez de combustible —por los retrasos en el arribo de tanqueros venezolanos—, provocó apagones también en el sector residencial, que consume el 60 % de la generación eléctrica.
Durante una comparecencia televisiva, Miguel Díaz-Canel intentó «consolar» al pueblo con el anuncio de una programación de los cortes de electricidad y la promesa de que no serían tan extensos como durante el período especial.
Las protestas del 11 y 12 de julio de 2021 tuvieron entre sus principales detonantes la ocurrencia de apagones. Una economía en ruinas (disminución del 13 % del PIB entre enero de 2020 y septiembre de 2021), cortes de electricidad, desabastecimiento, inflación, un sistema de salud colapsado y sin recursos, la pandemia y el aumento de casos y muertes a mediados de 2021, falta de liderazgo gubernamental y una mayor visibilidad de la represión a quienes encaran el poder conformaron un coctel explosivo en lo social. Los cubanos salieron a la calle como nunca antes desde 1959. El fantasma del período especial volvía a estar presente.
En materia de energía, pocas promesas gubernamentales se han cumplido. El 52 % de la generación depende del crudo cubano, con altos índices de azufre, lo que obliga a mantenimientos más frecuentes.
El plan de transformar la matriz energética del país y alcanzar, para 2022, un 22 % de generación a partir de fuentes renovables ha sido un sueño. Cuba apenas sobrepasa el 6 %. Atrasos en la instalación de parques eólicos, problemas «subjetivos» en la instalación de la bioeléctrica de Ciego de Ávila y limitaciones para la importación de paneles fotovoltaicos afectan el objetivo de lograr, con energías limpias, producir el 35 % de la electricidad que consumirá el país en 2030.
Cuando en julio de 2005 García Vera aseguró que había «perspectivas, salidas confiables, nuevas inversiones… hay claridad de cómo debe ser el futuro», mi madre creyó.
Cinco años más tarde, la ministra fue separada del cargo por «débil control sobre los recursos destinados al proceso inversionista, propiciando el derroche de estos»; quienes la sucedieron tampoco lograron «meter en cintura el SEN».
Aunque es cierto que ninguno fue como aquel terrible 1994: 344 días con apagones.
Las justificaciones actuales son tragicómicas: error en las operaciones de Renté, averías en Felton y Nuevitas, un rayo —¡un rayo!— que afectó la Guiteras. Mientras, apagones que se extienden seis horas al día, a veces en varios horarios, desatan un calvario familiar y social.
Ni las centrales flotantes de Turquía ni la nueva termoeléctrica del Mariel han podido remendar el desastre. Algunos grupos electrógenos se mantienen inactivos por la escasez de diésel o fuel oil y los bloques eléctricos tienen falta de mantenimiento oportuno y sufren de obsolescencia (la planta más antigua en operaciones en Cuba tiene 50 años y el promedio de funcionamiento es 35; más del 50 % sobrepasó su vida útil).
La modernización de sistemas de control automáticos, bloques térmicos, turbinas, calderas, generador y transformador requiere unos 200 millones de dólares, y aunque par de funcionarios aseguraron recientemente que la mayoría de las piezas de repuesto se fabrican en Cuba, otros culpan al bloqueo de las roturas no solucionadas.
Menos inversiones en hoteles y más en energía es hoy el reclamo de quienes entienden que no es un problema que se solucione en poco tiempo, pero que amerita más atención, prioridad y recursos en los presupuestos.
Al mismo tiempo, la actual crisis energética es solo un ejemplo de una (mala) gestión que pareciera poner interés únicamente en el turismo y descuida otros sectores como el transporte, la producción de alimentos, el mercado minorista. Crisis y escasez, crisis y escasez, crisis y escasez es casi todo lo que hemos escuchado —y vivido— los últimos años. Cualquier buena noticia se diluye ante el presagio de esas dos palabras.
Los apagones actuales nos recuerdan que tenemos una especie de maldición que siempre retorna. Los niños abanicados ayer son los padres que abanican hoy en las noches de calor e insectos.