La decisión de eliminar el derecho al aborto en Estados Unidos después de medio siglo, una sentencia que aboca al caos y la desigualdad en la salud reproductiva, es con toda su gravedad solo una más dentro de un patrón de comportamiento en el actual Tribunal Supremo que augura tiempos oscuros. En junio, el árbitro constitucional ha fallado contra la autoridad de la Agencia de Protección Ambiental para imponer límites de emisiones a los Estados, lo que debilita seriamente cualquier objetivo climático de la Casa Blanca. También ha fallado que todos los norteamericanos tienen derecho a llevar armas por la calle y no se puede imponer una licencia especial. En otras dos sentencias, ha utilizado argumentos que difuminan la separación entre la religión y el ámbito público.
Todas estas decisiones las ha tomado una nueva y agresiva mayoría conservadora de seis magistrados nombrados por presidentes republicanos frente a tres nombrados por demócratas. Los primeros ítems en la agenda para el próximo periodo de sesiones resultan inquietantes. El tribunal verá un caso que podría anular las leyes antidiscriminación LGTBI. Otro caso desafía la discriminación positiva de las minorías raciales para acceder a la universidad. El más importante será un caso sobre si un legislativo estatal tiene la última palabra para imponer las normas electorales. Este llega en un momento en el que las mayorías republicanas en varios Estados, atrapadas en la espiral trumpista de nihilismo electoral, se proponen utilizar el poder para condicionar las elecciones a su favor, o incluso revertir resultados electorales, como reclamó el expresidente durante su intento de golpe. Cargos y simpatizantes demócratas tienen la sensación legítima de que la propia democracia está bajo asedio en el marco de esta deriva reaccionaria.
Un desequilibrio tan pronunciado en el intérprete de la Constitución es una anomalía histórica. Los demócratas han ganado en número de votos siete de las últimas ocho elecciones presidenciales. Donald Trump, que sacó tres millones de votos menos que su rival, pudo nombrar a tres magistrados: los tres tienen menos de 60 años y el cargo es vitalicio. Uno de ellos tenía que haber sido nombrado por Barack Obama. Mitch McConnell, líder republicano en el Senado y autor de aquel robo institucional, reconoce que bloquear la renovación de ese puesto fue “la decisión con más trascendencia” de toda su carrera política.
Se tardará muchos años en corregir el rumbo por los votos. Por eso los demócratas empiezan a contemplar otras opciones: eliminar las últimas reglas de bloqueo de las minorías en el Senado para aprobar leyes federales en todos estos aspectos y ampliar el número de magistrados del tribunal para diluir la mayoría conservadora. La responsabilidad de hacerlo es de un hombre, Joe Biden, que ha hecho su carrera como muñidor de consensos y es un devoto de la institucionalidad. Pero debe resolver urgentemente ante las presiones de su partido y de una sociedad alarmada ante la deriva de un Supremo con una mayoría artificial que amenaza con dinamitar su propio estatus como guardián de la Constitución frente a los excesos de la política.