Por Marina Dragonetti
En 1907, la ciudad de Buenos Aíres se erigía como la París de Sudamérica. Entre piringundines, anchas avenidas y cafés concert, una aristócrata de arrabal se destacaba en aquel paisaje nocturno. “La naturaleza me ha dotado de características físicas femeninas. Me dio una cara hermosa, unos ojos insinuantes, una voz dulce. Tengan ustedes la seguridad que de cien víctimas mías, sólo dos o tres se animarán a delatarme”, declaró la dama en ocasión de un arresto. Piernas torneadas apretadas por sus medias negras, un amplio sombrero adornado con una pluma, ojos violáceos y una sugerente languidez: así era la “Princesa de Borbón”, esa “mujer extraña” que desfilaba, fastuosa e indiferente, por los tugurios de Buenos Aires.
Los hombres corrían detrás de ella “atraídos por su fascinación, seducidos por el encanto de sus labios rojos”. Bailaba en los cabarets, enamoró a caballeros de la alta sociedad y estuvo a punto de estafar al Estado argentino. Fue detenida por lo menos 22 veces. Cantante, timadora profesional y curiosidad urbana, su figura representa uno de los primeros registros de la vida travesti en la Argentina del siglo XX.
Algunas pinceladas de su biografía pueden rastrearse entre legajos policiales, crónicas de época y tratados higienistas de principios del siglo pasado. En 1889 nació Luis Fernández, un joven oriundo de la Coruña que muy pronto tuvo que emigrar de España hacia la Ciudad Luz del otro lado del Atlántico. Siendo adolescente se había convertido en la comidilla de su pueblo cada vez que se disfrazaba con los vestidos de su madre para las fiestas de carnaval. Sus escándalos, derroches y anhelo de escenarios lo llevaron a las costas argentinas cuando cumplió los 18 años. Fue así que desembarcó en el mundo artístico, primero como cupletista y luego como bailarina.
En los pasillos del conventillo y las penumbras del cabarets deambulaban marineros, rufianes y “chicos bien” ávidos de sexo y aventura. La grácil transformista fue bautizada como La Princesa de Borbón por quienes regenteaban la noche. En el barro de lo marginal que hermanaba lo prostibulario y lo delictivo, sus actuaciones causaban impacto en los escenarios porteños. Tanto así que su fama de atrevida llegaría a los cafés concert de Montevideo, Santiago de Chile y Río de Janeiro: en cada capital se presentaba con un nuevo alias -Lucho y Teresita fueron los más comunes- pero invariablemente era reconocida por sus estafas y alborotos.
Sofisticada y encantadora, aprovechaba su voz aflautada y aires de socialité para embaucar a los hombres de la alta sociedad. Quienes pretendían evitar el ridículo de su infatuación pagaban abultadas sumas de dinero. Así comenzó su recorrido por las comisarías. Su primer arresto fue a los 18 años por portación de armas. En algunos de sus alegatos solía citar a Nietzsche y una moral “más allá del bien y del mal” que parecía hecha a su medida. “Además de hipócrita, el hombre es orgulloso. El delatarme sería confesar que se ha equivocado. Nosotros, los hombres, tememos al ridículo en materia de amor más que a ningún otro. Y lo que yo hago es precisamente eso, burlarme del amor. Pero lo hago tomando, naturalmente, precauciones. Porque, de lo contrario, la víctima llegaría a ser yo. Y no del amor, sino de un balazo”.
Sus primeras incursiones latinoamericanas habían sido en México, de donde fue deportado. En Lima se hizo pasar por la hija de un millonario del país azteca para seducir a un adinerado ministro durante una fiesta; se presentó como una damisela en apuros económicos y logró que le firmara un cheque a su nombre. Para cuando la policía comenzó a rastrear su paradero, ya se había fugado al próximo destino. En Chile conquistó a un joven de la oligarquía trasandina; cuando éste supo el sexo de la Princesa no pudo con la vergüenza y terminó suicidándose, según relató Juan José Sebrelli en “Buenos Aires, vida cotidiana y alienación”, uno de los primeros libros que rescató a la Princesa del olvido. En aquella gira de tropelías, Fernández viajó acompañado de “La bella Otero”, otra travesti del arrabal que hacía las veces de cómplice y ayudante. Su presencia no pasó inadvertida por los medios locales.
La revista “Sucesos” de Valparaíso tomaba nota de su visita el 26 de febrero de 1914. “La Princesa de Borbón nos hace acordar a un cierto tipo de su especie que estudiaban en los ‘Archivos de Psiquiatría y Criminología’”. La crónica se titulaba “Todo un tipo” y pasaba revista de sus apariciones en la ciudad costera. “Hace un par de meses, siendo comensales en uno de los hoteles de este puerto, llamónos la atención en una de las mesas cercanas, cierto ‘jóven’ de aspecto singularísimo. Otro tanto les ocurrió a los demás asistentes al comedor, y antes de terminar el almuerzo, el tal era el objeto de todos los comentarios y todas las risas por sus maneras y sus gestos afeminados, no menos que por la exagerada forma de pintar sus ojeras, ensortijar el pelo, y cuidar la piel”. Para cuando la nota salió de imprenta, la Princesa ya había embarcado en el Vapor del Norte.
Su nombre fue reseñado en varias notas de época, así como en libros de medicina. El escritor Antonio Pérez Prado aportó algunas pistas de su celebridad: “Su figura delicada está en la memoria de todos los médicos argentinos; en el libro de Medicina Legal de Ricardo Rojas, por el que estudiaron miles de galenos locales, el único pederasta que mereció reproducción fotográfica es la Princesa de Borbón”.
Si los tratados higienistas estudiaban casos como el de Fernández como legajos clínicos de “invertidos” o “pederastas”, los periodistas de primera mitad del siglo XX alertaban a los desprevenidos sobre estas amigas de lo ajeno. En una crónica emblemática de la revista Fray Mocho, el periodista Juan José de Soiza Reilly describe a estas “Evas hombrunas” de la siguiente manera: “Se valen de su aspecto afeminado para explotar la ingenua vanidad de los tenorios de la campaña. Su procedimiento es sencillísimo. Se visten de mujer con elegancia. Hasta con chic. Transitan por las calles oscuras. Ven llegar a un incauto. Se le acercan. Le dicen que se han extraviado del hogar: ‘Estoy perdida, señor. Usted, que parece un caballero tan amable y distinguido, ¿por qué no me acompaña? Tengo miedo. Soy viuda’. En lo más profundo de cada caballero se oculta un sinvergüenza. ‘Con gusto la acompañaré, señora’, le contesta. Y la acompaña. Suben a un coche. Y mientras la falsa dama dulcemente solloza y suspira, le roba a su tenorio la cartera. Después, el donjuán se queja a la familia o a un agente: ‘Me han robado en el tranvía’”.
La nota publicada el 7 de junio de 1912 descubre una nueva categoría de delincuencia en el paisaje citadino de Buenos Aires. Las ladronas travestis eran una cofradía conformada por unas 3 mil integrantes -según los registros policiales de la época- que salían a asaltar las calles en busca de algún macho despistado. “El peligro que ofrecen reside únicamente en su astucia, en su pillería, en su falta de sentido moral, en su afición al robo. Son en verdad temibles”, alertaba de Soiza Reilly a los lectores. Sus armas de seducción anidaban en su gusto por la cultura, la música y una moda elegante que les permitía esconder su género debajo de unas suntuosas faldas.
Un poema lunfardo de 1929 describe a estos varones de los bajofondos devenidos en damiselas. “El mundo de las travestis desapareció después de la Primera Guerra Mundial con el cambio de las modas femeninas: las polleras cortas y los trajes ajustados de los años veinte hacían más difícil ocultar el cuerpo” señala Sebrelli. Desde entonces, y bien entrado el siglo XX, la performance travesti se limitó a su aparición en las comparsas de carnaval o en el teatro de revistas. Durante el reinado de Luis Fernández, fueron los vestidos típicos del art nouveau la condición de supervivencia de estas prototrans que yiraban por las calles porteñas.
En esa fauna nocturna, la Princesa de Borbón se destacó por su talento para la tima. La jugada más audaz fue cuando se hizo pasar por una viuda de un militar y falsificó la firma del entonces Presidente Roque Sáenz Peña, en un intento de estafar al Congreso de Nación. “Un día, cansada de desabrochar botones de raso verde y felación (...) la princesa quiso ser pensionista y jubilarse. En una cafetería de Buenos Aires, sobre el candelabro de mármol, escribió una conmovedora petición al Congreso argentino: ‘Señores diputados, país de la Patria: La que suscribe, viuda desconsolada de un heroico militar porteño muerto en la guerra del Paraguay, abogando por el pan y las ideas’”, consignó el escritor Gonzalo Allegue en “Gallegos: Las manos de América”. El engaño no prosperó pero para entonces, la Princesa ya era conocida con nombre propio.
Con el comienzo de los locos años ‘20, Fernández volvió a su continente para escandalizar los bailes de la Zarzuela. En la estación Norte de Madrid, un agente policial esperaba la llegada del expreso de Irún con una orden de arresto. El 30 de octubre de 1923, descendió del vagón y los medios se preguntaban por el misterioso pasajero; “¿Quién será?”. Ya había sido emboscado en una redada de “invertidos” en un sótano de San Sebastián. Desfilaba con sus joyas por Bilbao derrochando dinero mal habido, comentaban por ahí.
—Esta equivocación puede costar algún disgusto, soy una persona honrada—despachó al comisario.
En 1923 fue definitivamente desterrado de España para volver a las costas que la hicieron célebre. Quienes conocieron su vida dicen que pasó sus últimos días en su casa de Hipólito Irigoyen. Administró bien sus ahorros, nadie le preguntó de dónde había sacado todo ese dinero.
'La Princesa Borbón', historias de travestis ladronas de principios del siglo XX
La Princesa Borbón era de origen gallego. Llegó a Buenos Aires en 1899. Se cuenta que era tan hermosa que en Santiago de Chile un joven llegó a suicidarse por ella. Trabajó como bailarina en Moulin Rouge de Río de Janeiro. Se presentó en el congreso nacional de Paraguay solicitando una pensión como viuda de un guerrero, y llegó a acumular gran fortuna de la cual vivió en sus años de vejez; pero su nombre real era Luís Fernández.
La Princesa de Borbón, fue parte de un grupo de hombres que se vestían de mujer a principios del siglo XX en Bueno Aires y otros países de América del Sur. La principal razón de travestirse era estafar y robar a los incautos que caían en sus garras. A este grupo de mujeres se les llamó Los Ladrones Travestis y se les reconocía como conocedores de la calle. Cuando aparecía algún agente, se subían a un carruaje de algún cómplice y, daban la vuelta a la manzana para luego alejarse en los tranvías eléctricos inaugurados en 1897.
Se les describían como personas finas y cultas. Adoraban la música, la poesía, las flores y la costura. Cuando se les detenía, “lloraban como niñas” y, entre llantos, declaraban trabajar de peinador de damas. Se dice que en verdad conformaban una auténtica unión que se protegía mutuamente, formando sociedades y organizando bailes en burdeles a los que también acudían algunos niños bien, deseosos de nuevas experiencias”.
Así se cambiaban de Julio Jiménez a “La brisa de primavera”; de Jesús Campos a “La reina de la gracia”; de Francisco Torres, a “La Venus”; y de Saverio Romano, a “La sirena”. Pero había casos más extraños, por ejemplo, Angel Cessani, que de día era jefe de cuadrilla y por las noches atendía una sala de baile con el sugerente apodo de “La choricera”. Sus presas favoritas eran los forasteros y los hacendados. Tenían su propio lenguaje. El nombre genérico para denominar a la víctima era “gil” o “vichenzo”, aunque eso variaba según el estrato social. Si era un obrero, lo llamaban “chongo”, y si tenía aspecto distinguido, “bacán a la gurda” o “bacanazo”. A la billetera le decían “música”; a los pesos, “gabrieles”; a la cadena, “marroca”; al alfiler de corbata, “farfalla”; al reloj, “bobo”; y si era de oro, “bobo de polenta”.
La Princesa de Borbón, o Luis Fernández, fue el más popular de estos personajes. Era alto, de suaves rasgos, voz aflautada y grandes ojos. Solía usar un sombrero negro adornado con una enorme pluma. Utilizaba buen calzado con medía negra con detalles calados. Fernández fue detenido al menos unas veintidós veces. La primera, en 1907, cuando sólo tenía 18 años. En una de esas veces explicó a los policías: “Frente a una mujer, el hombre se vuelve hipócrita. Pues bien, lo que yo hago no es nada más que el fruto del conocimiento que tengo de mí mismo. La naturaleza me ha dotado de características físicas femeninas. Me dio una cara hermosa, unos ojos insinuantes y una voz dulce. Tengan ustedes la seguridad que de cien víctimas mías, sólo dos o tres se animarán a delatarme. Además de hipócrita, el hombre es orgulloso. El delatarme sería confesar que se ha equivocado. Nosotros, los hombres, tememos al ridículo en materia de amor más que a ningún otro. Y lo que yo hago es precisamente eso, burlarme del amor. Pero lo hago tomando, naturalmente, precauciones. Porque, de lo contrario, la víctima llegaría a ser yo. Y no del amor, sino de un balazo”.
Si bien su actividad se centró en Buenos Aires, otros lugares de Sudamérica también fueron testigos de sus aventuras. En Lima se hizo pasar por la hija de un millonario mexicano, hospedándose en un lujoso hotel, junto a otro travesti que le servía de ayudante: “La bella Otero”. De allí viajó a Chile donde enamoró a un joven aristócrata, quien al enterarse de su real identidad no soportó las burlas y se suicidó. Y como broche, se mostró en el Club Social de la ciudad uruguaya de Rivera nada menos que de la mano del comisario. Adquirió también cierta fama como bailarina de importantes cafés en Montevideo, Santiago de Chile y Río de Janeiro. Ya retirada la Princesa, Fernández pasó apaciblemente el resto de su existencia en Buenos Aires, disfrutando de los grandes ahorros acumulados en su ajetreada juventud.
Si bien la Princesa de Borbón fue la más conocida se habla también del negro Antonio Gutiérrez Pombo, conocido como “La rubia Petronila”, cuya especialidad eran los velatorios, donde iba vestido de luto con el falso pretexto de haber asistido al difunto para así abrazar a los deudos y robarles sus billeteras y todo lo que pudiera coger. Se habla también de José Rodríguez González, apodado “La Morosini”, quien aprovechaba su trabajo de corista en un teatro nacional para robar en los camarines. Juan Montes, “La bella Noé”, se decía viuda de un coronel y desvalijaba a todo quien le ofrecía consuelo. Otros, en cambio, trabajaban en tranvías y trenes, donde robaban a pasajeros dormidos, hecho al que llamaban “tirarse al portrione”.
La Princesa de Borbón, murió en la década del treinta y en la miseria en Buenos Aires, la misma ciudad que fue testigo de su esplendor y de su decadencia. Se desconoce la fecha exacta. Seguramente sus restos descansan en alguna fosa común rioplatense.
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