Son las diez de la mañana y las calles lucen menos llenas que de costumbre. Poco tránsito. Es feriado. 26 de julio. A unos metros del cartel que anuncia la llegada a Marianao, en la calle 51, después de cruzar el puente que lo separa de La Lisa, vive Lázaro Arturo González Torres. La calle es corta; una vertiente de asfalto destruido a un costado del puente que roza los márgenes del río Quibú.
Dos viejos cuchichean. A sus espaldas, hay una construcción de madera protegida por un cercado perimetral de tablas viejas, tejas oxidadas y trozos de sacos. A primera vista se asemeja a un «llega y pon», como llaman a los asentamientos informales construidos en la zona durante los últimos años y en los que, en pocos metros, familias de bajos ingresos —por lo general llegadas de otras provincias— viven en condiciones de absoluta precariedad. Sin embargo, aclara una de las vecinas que se trata de un altar religioso.
En frente, un edificio en ruinas. Dos pisos. Ventana clausurada. Suelo hundido. Agrietado. En el techo, metales visibles. Oxidados. En ese lugar vive Lázaro.
«Antes del triunfo de la Revolución esto era un alquiler. Mi madre se mantuvo rentada hasta que el dueño abandonó el país. Esto era una sola casa que fue dividida en tres para convertirse en edificio. Mi mamá cogió la parte que, con el tiempo, se fue remodelando. Es un usufructo gratuito. No tiene propiedad todavía. Nunca lo han querido legalizar porque dicen que es un barrio insalubre. Pensaron una vez restaurarlo, pero no se hizo. Todo lo que se ha hecho en este edificio ha sido por esfuerzo de sus moradores».
«La calle “la tiraron” una vez y nunca más han venido a arreglarla. Cuando llueve, las aguas de las zonas altas —desde la calle 51— descienden hasta llegar al río», señala Lázaro, quien lleva casi toda la vida viviendo allí.
El edificio ubicado en la calle 49, entre 146 y 148, fue construido, según dice, hace casi 90 años. En la actualidad tiene diez apartamentos. En el suyo, de apenas un cuarto, cocina y baño, viven cinco personas; antes eran 14. Uno de sus hermanos duerme en la cocina, el otro en un catre. Él y su esposa en una pequeña cama. No sobra espacio en una edificación de crítico estado estructural.
«A cada rato se cae un trozo de techo. Cada vez que ha pasado, hemos ido al Gobierno. Entonces mandaban a algún funcionario quien lo veía y se iba. Es lo único que hacen. Nunca han resuelto nada. Dicen que la única opción es demolerlo [el edificio] y darle casas a la gente, solo que eso se queda ahí, en palabras. Hemos ido también varias veces a Vivienda y nada. Parece que esperan a que ocurra un accidente para solucionar el problema. No queremos un palacio, solo un lugar con mejores condiciones, aunque nosotros tengamos que remodelarlo. Esto está muy malo. Se debería demoler».
Más de la mitad del techo está «desnudo». El metal corroído cede. Al suelo caen pequeños fragmentos oxidados. En el angosto camino a la cocina, Lázaro toca el techo. Un pedazo se desprende. Cae. Era lo suficientemente grande como para herir a alguien. No es el único problema. Introduce un aplicador de oídos en un pequeño orificio del piso del cuarto, a poca distancia de su cama, para demostrar que está hueca toda esa parte de la casa. Hace menos de dos años el baño se hundió por completo.
«Fue impactante. El piso cedió. Tuve que rellenarlo con escombros que la gente había tirado por el puente. Estuve casi una semana buscando materiales, comprándolos en el mercado negro porque ellos [los funcionarios] no resuelven nada. Unas amistades me regalaron tres metros de losa y esas fueron las que puse. Pero hace unos días puse el nivel y se nota que ha cedido un poco».
El suelo en la cocina es inestable. Dice Lázaro que, «allá abajo», hay pasadizos, que antes la casa estaba llena de ratones. Muchos. «Todavía deben quedar algunos». Quizá. La tubería del agua está por dentro de la pared. Se rompió. No ha podido sacarla. A cubos llena, desde el baño, un tanque de agua para cocinar y fregar.
«Tapé todos los salideros de agua, pero, al ser tan viejas las tuberías, están deterioradas y han desgastado los cimientos. El río también ha hecho lo suyo; la humedad. Fíjate que por la parte lateral del edificio casi no se puede pasar. Han crecido los márgenes del río».
Un surco de poco más de tres metros separa la pared del edificio del río. Las aguas son mansas. Poco profundas. Sucias. Hay basura en la orilla. La peste es más penetrante a medida que el cauce se acerca a la casa de María Rosa Noroña, quien vive junto a su hija y Lincon Ochiro, un niño de trece años, su nieto, que parece temer a algo.
María intenta contar su problema mientras tiende la ropa. Los perros ladran. Se acercan enrabietados, al parecer, dispuestos a morder. Ella les grita. La ignoran. Lincon observa. Callado. Los llama. Se calman. «Siempre es lo mismo. Siempre», exclama.
La vivienda de María Rosa está construida sobre una base de grandes piedras gruesas y macizas, de las que abundan en las orillas de los arroyos. Cerca de la entrada, una pequeña corriente de aguas albañales brota del fondo de un edificio colindante, atraviesa el camino de tierra frente a la casa y desemboca en el río. No hay tuberías. El suelo es húmedo. Fangoso.
Viven con lo justo. Sin lujos. En el cuarto más próximo al Quibú se nota la inclinación. «Nadie duerme ahí. Tenemos miedo de que se hunda el piso, se caigan las paredes y nos maten. ¡Ven a ver! ¡Está justo ahí! —señala María la cama que está sobre el desnivel—. Aquí vive un niño. Tiene miedo a que algo pase, a quedarse solo en la casa. Si alguien tiene que morir, mejor que sea yo».
—Te la vendo a tres mil pesos. De ahí no bajo. Tómalo o déjalo—, dice un hombre.
—No, papi, no. Esa cocina no cuesta tres mil. Te doy dos mil. Si quieres. Más no. ¿Estás loco? ¡No los vale!—, grita otro.
Dos cuadras más abajo, otro hombre de baja estatura, con tanta intriga que hasta pareciera esconder algo prohibido o moralmente cuestionable, vende un par de chancletas.
«Eso está muy usado, ecobio. Olvídalo. Hasta está sucia. Ve a ver de dónde sacaste eso», le responden.
En Coco Solo se puede encontrar cualquier cosa. La reventa es fuente de sustento de familias enteras. De aquí bien pudiera haber surgido esa frase tan popular y aplicada en Cuba que es «vivir del invento». Gente sin vínculo laboral estable. Alcoholismo. Enajenación.
Según varios vecinos, después de la visita de autoridades del Partido y el Gobierno, en 2021, decidieron construir viviendas a familias en situación de vulnerabilidad. Uno de los grupos de estas nuevas edificaciones se localiza en las calles 146 y 49. Allí reside Marisel Capote Morejón, quien antes vivía en una vieja casa de madera, plagada de comején, que en par de ocasiones vio desplomarse.
«Desde septiembre del año pasado estoy en esto. Sí, me levantaron una casa nueva que estructuralmente está mejor que la anterior, pero mira cómo estoy ahora. La brigada trabaja cuando le da la gana. Hoy les tuve que decir que desbarataran la meseta de la cocina porque lo que habían hecho era una mierda», comenta irritada.
Piso de tierra. Paredes rugosas. Restos de mezcla. Justo al entrar, unas pocas tablas marcan los límites de la arena. La acumulación de agua ha provocado que la casa permanezca enfangada. Marisel se queja. Se han dañado casi todos los equipos electrodomésticos, los colchones, la ropa... Varios habitantes de la casa tienen que dormir en otros lugares. Ahí resulta imposible. Solo pide que terminen cuanto antes.
En esa cuadra, otros vecinos esperan —al menos— llegar a tener casas como la de ella: a medias. El estado de sus viviendas es crítico. En La Habana el déficit habitacional es de 185 348 inmuebles.
En los niveles superiores faltan ventanas y lámparas y vida. Justo en el fondo del pasillo del segundo piso, unas tablas sostienen el techo derruido de un apartamento en ruinas. Tres niños suben y bajan por las escaleras. Entre sonrisas parecen no percibir lo sombrío del lugar. La estructura ha sido devorada por el tiempo. Son dos edificios contiguos —el 14 011 y 14 013— que saltan a la vista en la avenida 51. Deberían no estar en pie, pero ahí siguen, envejeciendo, mientras crece el riesgo de derrumbe.
Uno de los niños se inquieta. «Cuidado, eso se está cayendo. Yo vivía ahí. Lo que el techo se cayó. Mi mamá no quiere que me acerque», dice. Todos dan la vuelta y siguen en lo suyo. La inocencia de la edad vuelve más pasajera la desgracia, minimiza la noción del peligro.
Desde el segundo piso comenta una madre que aún están esperando que les den las casas que las autoridades prometieron. Algunos de los vecinos fueron reubicados por el Gobierno en San Agustín, La Lisa; otras familias no han tenido la oportunidad de marcharse pese al creciente deterioro. Todo el día transitan vehículos por la calle. Las edificaciones vibran. Cualquier día pudiera ocurrir lo peor.
Es de madrugada y en el piso del mercado de Marianao algunos duermen. Hay varias personas en la cola. Otras han vuelto a casa. Ya marcaron. Dentro de unas horas regresarán. A medida que avanza la noche, llega más gente. En medio del déficit en la comercialización, están ahí para comprar panes que, en muchos casos, serán vendidos en cafeterías privadas del municipio y de territorios aledaños como La Lisa.
Los vendedores ambulantes de pan han subido los precios. Venden en bolsas con seis o siete. Uno de los grandes, bien hechos, con ajonjolí, puede costar hasta 15 pesos. Otros de menor calidad y tamaño se encuentran por poco menos.
A tres cuadras, en la tienda en MLC , todavía no llega nadie. El día anterior no abastecieron, por lo que no será un buen día para los revendedores. Esa es su única «pincha». Tienen colaboradores en las tiendas que les avisan cuándo reciben algo nuevo. Es una red de hombres y mujeres quienes, en los barrios pobres donde la gente no tiene acceso a divisas, comercializan a precios exorbitantes productos de aseo, alimentos o confituras; a veces hasta equipos electrodomésticos, la mayoría por encargo.
Para muchos es su única fuente de ingreso. Todo el día, todos los días, en todas las colas. Viven del desabastecimiento, comen por la inflación. «Luchan».
En el fondo de la tarima, un mural: «Somos cultura. Barrios. Unidad». Debajo, en otro formato de letras: «Somos Fidel». A la izquierda, frente a los baños, «A Marianao ponle» y un corazón pintado. En el otro lado, «Aquí sí se puede». Grandes bocinas. Mesas metálicas. Es el Anfiteatro de Marianao, uno de los pocos y, quizá, el más reconocido de los centros culturales del municipio.
Es la noche del domingo 31 de julio y está lleno. Ha llegado gente de varias zonas de la ciudad. A pocos metros de donde cantan Fixty Ordara & Ja Rulay, uno de los dúos del género repartero más escuchados del momento y quienes se hacen llamar «Los dueños de la calle», está ubicada una docena de mesas azules en las que unos pocos consumen cerveza y tragos y botellas de ron caro.
En el centro, la mayoría corea las canciones. Bailan. Grupos enteros imitan sus pasillos. Coordinados. Unas muchachas «perrean» en el suelo. De vez en cuando le quitan las bebidas de la mano a algún chico. Toman. Las comparten. En los costados, otros fuman «químico» —compuestos sintéticos—. La mayoría apenas contaba con el dinero para la entrada. Otros tantos no pueden acceder. Y rodean el lugar. Hacen coro. Toman alcohol o le meten a las drogas.
En algunos lados hay policías, sobre todo en la entrada.
Por la calle 120, a pocos metros de la sede del Gobierno municipal, unos muchachos comienzan a cruzar una pequeña cerca perimetral; luego saltan la pared lateral de casi dos metros. Otros los secundan. Jóvenes. Menores de 18 años. Adultos mayores de 30. Mujeres y hombres. Todos. Saltan. Buscan entrar al concierto sin pagar. Más de uno esconde armas blancas. La policía lo sabe. No actúa. Son demasiados. Los superan.
El Anfiteatro es uno de los sitios más «calientes» de La Habana. La mayoría de los eventos culturales terminan en riñas. Puñaladas. Heridos casi siempre; algunas veces, muertos. Ahí se reúne, en su mayoría, gente de los barrios más marginalizados de la capital. Los más «conflictivos».
El concierto continúa. De pronto comienza la bronca. Golpes. Vasos vuelan de un lado a otro. Piedras. Sillas. La mayoría grita. Huye. Más de uno sube a la tarima para evitar los golpes. Algunas chicas tratan de contener a sus parejas. Se les escapan. Varios grupos. Más golpes. Es otra pésima combinación de música, alcohol, drogas y guapería.
En Marianao —con una población de 134 738 habitantes— no abundan los grandes edificios o deslumbrantes paisajes. Aunque no todos sus barrios (22) son precarios —también hay zonas residenciales—, no es un municipio con privilegios administrativos. Sufre, como toda la nación, las consecuencias de esta prolongada crisis estructural. Hiriente. Sangrante. Aparentemente sin solución. Al caminar por las calles se percibe desesperanza. Es desabastecimiento. Burocratismo. Hambre.
En menos de un año, no será comidilla en la calle que un hombre apedreó la sede del Gobierno. Para esa fecha a otro municipio lo habrán designado sede de los actos políticos. Se hablará de «progreso» en La Lisa o Arroyo Naranjo o Cotorro…, no en Marianao. En televisión no emitirán otro vox populi en el que, de manera irrespetuosa, se le venderá como un lugar próspero. Se olvidarán de la ironía, los memes y las bromas.
Para esa fecha las lluvias habrán borrado de las fachadas los rastros del maquillaje de los últimos días. Seguirán los robos. Las riñas. El alcoholismo. El juego. Muchas familias subsistirán. Algunas se habrán ido, otras lo desearán. Marianao seguirá sin avanzar porque no transmiten esperanza las consignas que invitan a poner corazón y empeño. En este pedazo maltratado de La Habana, las frases reiteradas saben a palabras muertas.