Es cierto que las últimas encuestas revelan que el 85% de los franceses considera que la homosexualidad en el fútbol es “aceptable”, y son muchas las iniciativas de diversos colectivos para luchar contra la homofobia y sensibilizar a la opinión pública, especialmente en la edición del Mundial de Fútbol del 2018, que se celebró en Rusia, un país considerado especialmente homófobo.
Sin embargo, estas campañas de concienciación tienen sus límites. Incluso parecen reforzar una apariencia de corrección política, a cuya sombra persisten multitud de prácticas que, en el fondo, apenas han cambiado.
Se trata de sacar a la luz esa cultura profundamente heterosexista que subyace bajo una actitud que se presenta como neutral y universal, incluso asexuada.
En 2009, en un libro autobiográfico titulado Je suis le seul joueur de foot homo. Enfin, j’etais… (Yo soy el único jugador de fútbol gay. En fin…), el futbolista amateur Yohan Lemaire relataba el increíble coste que tuvo para él salir del armario entre sus compañeros de equipo.
El escenario que describe coincide con las experiencias descritas por la sociología del deporte norteamericano. Se desarrolla en tres etapas. La primera, el miedo del deportista a hablar y sus esfuerzos por controlar todos los gestos que podrían traicionarle (incluso remarcando las apariencias de heterosexualidad para evitar preguntas) en un ambiente percibido como extremadamente hostil.
Después de su confesión, curiosamente, se sorprende por no ser excluido, teniendo en cuenta que se trata de un ambiente en el que la homosexualidad ha sido tradicionalmente rechazada. El temido estallido de violencia no llega a producirse, pero la cultura heterosexista sigue ahí, llevando lentamente a la autoexclusión a quienes al final no pueden soportarla.
Es por estas razones por las que muy pocos jugadores han revelado públicamente su homosexualidad? ¿Y que los que sí lo hicieron hayan pagado en ocasiones un precio tan alto?
En mayo de 1998, justo antes de la Copa del Mundo, un trágico acontecimiento sacudió al mundo del fútbol. Justin Fashanu, considerado una de las grandes esperanzas del fútbol inglés, se suicidó ocho años después de revelar su homosexualidad al diario The Sun para acabar con los rumores. Su anuncio provocó el efecto contrario. Rápidamente, Fashanu se convirtió en el chivo expiatorio de los aficionados y de su entorno profesional. En el Nottingham Forest, su propio entrenador no dudó en repetir los insultos de los hinchas del club y llamarle “maricón”. Tuvo que cambiar de equipo varias veces.
En 1998, la revista LGBT mensual Têtu ironizó sobre la invisibilidad de la homosexualidad en el fútbol profesional en su portada de septiembre hablando sobre “misterio de Barthez”. Se refería a la posible homosexualidad del guardameta de la selección francesa. La revista se preguntaba sobre la presencia de “una o dos perlas raras” entre los 22 jugadores de la selección francesa que recientemente había ganado el Mundial. Y pusieron sobre el tapete que muchos jugadores reclaman una heterosexualidad por defecto, o simplemente evitan que se hable del asunto. (Têtu, No. 27, p. 7)
La heterosexualidad como norma es inseparable de la historia de los deportes modernos. Estos constituían “prácticas independientes”, separadas del resto de las actividades sociales, durante la segunda mitad del siglo XIX (La raison des sports de Jean Michel Faure y Charles Suaud, 2015). La Federación Internacional de Asociaciones de Fútbol (FIFA) fue creada en 1904.
El contacto corporal necesario en el juego descansa en una asexualización de los cuerpos, una neutralización de su poder erótico. El propósito de ese contacto es meramente utilitario. El roce con otros cuerpos es solo instrumental. La sexualidad se separa radicalmente de estas prácticas deportivas y las expresiones colectivas de alegría (para celebrar un gol o la victoria) se basan en el mismo principio. Los jugadores utilizan expresiones ritualizadas que, para ellos, no implican ninguna sensualidad.
De hecho, si el fútbol permite adivinar la sexualidad, es de manera indirecta y derivada, mostrando una virilidad fría y pragmática.
Ese contacto físico se basa en dos ideas implícitas: en el fútbol no hay lugar para la sexualidad ni hay lugar para los gays.
Por eso, la revista Têtu pilló a contrapié a la cultura futbolística al hipersexualizar a los jugadores de alto nivel y al tratar de dar visibilidad a los gays que había entre ellos. En junio de 1996, el mítico Eric Cantona formó parte del grupo de iconos de la “nueva generación gay”, apareciendo en el cuarto número de la revista. Esta estrategia de erotización continuó, no sin ironía, después del Mundial de 1998, con un artículo que se regodeaba hablando de “La rabadilla de Zidane”, “La loca de Barthez” y “La boca de Pirès” (Têtu, n° 33, abril 1999).
Al margen de estas excepcionales salidas mediáticas del armario, el cuerpo del futbolista sigue sujeto a cánones heterosexuales. En Francia, Olivier Royer fue el único futbolista profesional que, en 2008, reveló públicamente su homosexualidad. Tenía 52 años y hacía mucho que había acabado su carrera deportiva. Su testimonio se enmarcó en la estrategia de la asociación Paris Foot Gay (PFG) para poner la homofobia en el fútbol en la agenda de los medios de comunicación.
Creada en diciembre de 2003, esta asociación de futbolistas desafió a los dirigentes del París Saint-Germain (PSG), que un año después se comprometió a luchar activamente contra la homofobia en las gradas de su estadio.
En 2005, Vikaj Dorasso, jugador del equipo, aceptó apoyar al PFG publicando una carta contra la homofobia en el fútbol, un escrito que sería firmado más tarde por el presidente de la Liga de Fútbol Profesional y por nueve de sus clubes. Pero el 29 de septiembre de 2015 un lacónico comunicado anunciaba la disolución del PFG:
Ante la notable indiferencia general, el miedo de las instituciones a comprometerse realmente y la vergüenza de algunos al tratar este asunto, debemos enfrentarnos a los hechos: ya no conseguimos avanzar en nuestra lucha contra la homofobia.
Hace ya diez años de la confesión de Olivier Royer. En este tiempo, ningún otro futbolista profesional se ha atrevido a salir del armario en Francia.
Es cierto que han proliferado los discursos y las iniciativas “antihomófobas”. Pero, a pesar de estas movimientos, enmarcados en las políticas de comunicación oficiales, hay algo que resiste, que pertenece a la esfera de lo no oficial y se transmite en los pequeños gestos de la vida cotidiana; en definitiva, una cultura.
Las actitudes homófobas rara vez se muestran públicamente; pero a veces ocurre. Es el caso del club Créteil Bébel, que en 2009, en vísperas de un partido contra el PFG, envió un correo electrónico para justificar su negativa a jugar:
Lo siento, pero en relación con el nombre de su equipo y de acuerdo con los principios del nuestro, que es un equipo de musulmanes practicantes, no podemos jugar contra ustedes, nuestra convicciones son mucho más importantes que un simple partido de fútbol, una vez más discúlpenos por haberle advertido tan tarde.
Los medios de comunicación y los líderes de opinión reaccionaron rápidamente, tachando la actitud del club como “resurgir identitario”. Vilipendiado, el club terminó rectificando. Pero ¿acaso no se había limitado a expresar de manera clara la vergüenza y el rechazo que normalmente se disimulan con maneras menos explícitas?
También en 2009, Louis Nicollin, presidente del Club Deportivo Hérault Montpellier, fue pillado por el radar. El 31 de octubre de 2009, al final de la duodécima jornada de la Ligue 1, llamó “maricón” al jugador del Auxerre Benoît Pedretti en una entrevista televisiva. Se anunció una sanción contra Nicollin, famoso ya por sus excesos verbales. Él admitió que fue un desafortunado error causado por su excesiva franqueza y expresó sus disculpas.
Sin embargo, en los campos de fútbol, la homofobia está lejos de haber desaparecido. Lo que llama la atención, sobre todo, es la brecha entre su omnipresencia imaginaria y su invisibilidad en la realidad. Pero proyecta una pesada sombra; su espectro siempre surge. El “maricón”, el “nenaza”, señalan inevitablemente al otro, al adversario, al que comete un fallo (“tirar como un marica”); en definitiva, al que fracasa o pierde.
El insulto se repite incesante, con la fuerza de la costumbre. Cuando se pregunta a la persona que lo profiere, no argumenta ninguna razón sexual; solo trata de calificar el fallo del otro; en una palabra, su intención es sumarse al lenguaje que todos utilizan para referirse a los que fallan. La sexualidad del insultado no se pone en duda. Su heterosexualidad se da por supuesta, al igual que la de los demás participantes.
Ese calificativo proferido como insulto es una manera de afirmar lo que, a su juicio, deberían ser los “futbolistas”; es una manera de recalcar los valores compartidos dentro de la familia del fútbol y la orientación sexual asociada a esos valores.
De este modo, el fútbol es una ficción mediática regida por reglas claras, aunque no oficiales, con un guión, una trama y unos actores que intentan –más o menos en vano– “controlar su imagen”, dejando poco, o ningún espacio, para un discurso diferente.