En 1994, el gobernante cubano Fidel Castro asistió a la Cuarta Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, en Cartagena de Indias, vistiendo un traje inusual. En lugar del icónico uniforme verde olivo que lo había distinguido durante 35 años de gobierno, una elegante guayabera blanca, confeccionada en ese país y regalo de su amigo el escritor colombiano Gabriel García Márquez, reseteaba la imagen de quien era la encarnación viviente de la Revolución Cubana y del régimen político en que esta devino. A las siguientes cumbres, Castro asistirá vestido de traje y corbata, si bien en el ámbito doméstico continuará vistiendo de verde olivo, en medio de la mayor crisis de la historia cubana reciente.
El 31 de julio de 2006, se dio a conocer por la televisión nacional que, debido a una inminente cirugía intestinal, Fidel Castro cedía temporalmente el poder a favor de su hermano Raúl. Un año y medio después, el 19 de febrero de 2008, el líder máximo renunciaba de manera definitiva a la dirección del gobierno, y el 19 de abril de 2011 dejó también la jefatura del Partido Comunista de Cuba (PCC), igualmente asumida por Raúl Castro. Tras su retiro de la política, el anciano exguerrillero colgó para siempre el uniforme, viéndosele —las pocas veces en que apareció en la prensa plana o televisiva— con camisas sencillas de mangas cortas o cardiganes de marcas internacionales como Adidas, Fila y Nike. Cuando el 25 de noviembre de 2016 la televisión cubana anunció su muerte, los más jóvenes solo recordaban al octogenario decrépito de los últimos años.
La imagen que presidió sus exequias oficiales, sin embargo, fue una foto que Korda tomó en 1961. Una copia a tamaño natural acompañó la mesa donde se exhibieron las medallas y condecoraciones que Castro había acumulado durante su larga carrera política. Otra, gigante, cubrió la fachada del edificio de la Biblioteca Nacional, a uno de los costados de la Plaza de la Revolución, donde tantos discursos incendiarios pronunció a lo largo de cinco décadas, y desde cuyo portal había aceptado, el 26 de julio de 1959, en una de las más grandes manifestaciones populares de la historia de Cuba, regresar al puesto de primer ministro al cual había renunciado el mes anterior debido a discrepancias políticas con el entonces presidente Manuel Urrutia Lleó. Otras muchas fotografías iguales, de dimensiones pequeñas, fueron distribuidas entre los asistentes a las diversas actividades programadas durante los nueve días que duró el duelo oficial. Nadie vio su cadáver ni existen fotos de este. Quien personificara en vida la Revolución y su régimen político era recordado en su muerte mediante unas pocas reliquias. Símbolo fue y en símbolos fue velado, pudo haberse escrito en su epitafio, parafraseando la famosa frase bíblica.
La muerte de Fidel Castro no tuvo incidencia en la identidad sartorial del régimen más allá de la efímera apoteosis de la iconografía verde olivo durante su funeral. En octubre de 2010, dos años después de asumir la presidencia, Raúl Castro le había dado un giro semiótico nacionalista a la imagen de su gobierno, declarando la guayabera prenda oficial para las ceremonias diplomáticas y de Estado. El hermano menor se quitaba el traje de general para ponerse el de administrador, descartando así una parte importante del attrezzo de la puesta en escena revolucionaria a favor de una estética de «normalización».
Para entonces, el desmontaje —que no la crítica, mucho más veterana— de la etiqueta verde olivo había ya comenzado desde «abajo», es decir, por parte de la sociedad civil. En 2003, un grupo de madres y esposas de 75 disidentes encarcelados durante la llamada Primavera Negra de ese año había comenzado a reunirse cada domingo para asistir a misa en la iglesia habanera de Santa Rita de Casia, patrona de las causas imposibles. Iban vestidas de blanco. Salían luego en procesión por la Quinta Avenida de Miramar con una fotografía de su familiar preso y un gladiolo. El uso de la ropa por parte de las Damas de Blanco para visibilizar sus demandas políticas fue novedoso en un país donde por más de cuatro décadas el gobierno había regulado los parámetros vestimentarios. El blanco, símbolo de la paz y la pureza, se ubicaba en las antípodas del militarismo que representa el verde olivo; del mismo modo que los gladiolos con que honraban a sus familiares representan una alternativa al colectivismo estatal. Cuando los presos de la Primavera Negra fueron liberados, en 2011, este colectivo de mujeres continuó luchando a favor de la democracia y el fin del presidio político, si bien en los últimos años han perdido mucho protagonismo y prestigio debido a divisiones internas y crisis de liderazgo.
El arte, en cambio, ha producido con más sistematicidad y efectividad —si esta se mide a partir de la popularidad de las propuestas— un imaginario alternativo al verde olivo cuya diversidad de estilos y colores busca no solo representar la pluralidad política y social de la Cuba de hoy, sino también reformular el contrato social, proponiendo uno participativo. El siguiente recorrido sitúa los eventos y narrativas principales en la articulación de este nuevo imaginario.
En el año 2009, la artista Tania Bruguera presentó en la Décima Bienal de La Habana la performance El susurro de Tatlin #6: ofreció un podio y un micrófono, por espacio de un minuto, a todo el que quisieran hacer uso de la palabra; los improvisados oradores estaban escoltados por dos actores vestidos de verde olivo. A diferencia de otras obras que instrumentalizan el verde olivo como símbolo de una hegemonía sometida a crítica, el performance de Bruguera vacía este signo de su significado habitual y lo coloca al servicio de la ciudadanía. Bruguera interviene la relación asimétrica Estado-sociedad, en que la soberanía es ejercida por el primero, y pone a los militares, cuya función ha sido preservar el poder, del lado de la ciudadanía. De haber sido suspendido su performance in media res, me ha dicho la artista, el público hubiera visto a agentes vestidos de civil —los organizadores de la Bienal— bajar del estrado y llevarse detenidos a los agentes de verde olivo —los actores contratados por Bruguera.
El 17 de diciembre de 2014, horas después de que los gobernantes de Cuba y Estados Unidos anunciaran el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países, Bruguera propuso una iteración de esta performance. En una carta abierta a Raúl Castro, Barack Obama y el papa Francisco, los tres artífices de la reconciliación, demandó que gobierno cubano pusiera en marcha «un proceso de transparencia política en donde tengamos todos un espacio de participación y el derecho a tener una opinión diferente que no sea castigada». También exigió:
que se autoricen las calles para manifestar pacíficamente cualquier opinión ya sea a favor o en contra de una decisión del gobierno o para exigir derechos políticos y sociales, sin que esto incluya represalias hacia los manifestantes. Que se reconozcan legalmente asociaciones y partidos políticos que tengan diferentes puntos de vista del oficialismo. Que se descriminalice el activismo cívico, la sociedad civil y aquel que tenga un punto de vista diferente. Que se legalicen los partidos políticos nacidos del deseo popular y se dejen proponer en las próximas elecciones todos los partidos políticos que se quieran presentar. Que se establezcan unas elecciones directas. Que las discrepancias ideológicas se resuelvan con argumentos y no con actos de repudio.
Por último, Bruguera llamó a los cubanos a participar, ese 30 de diciembre, en una nueva entrega de El susurro de Tatlin #6, que proponía realizar en la Plaza de la Revolución. «Abramos todos los micrófonos y que se escuchen todas las voces. Hoy me gustaría proponerle al cubano donde quiera que esté que salga a las calles el próximo 30 de diciembre a celebrar el principio de sus derechos civiles», concluyó.
Esta performance, como ha dicho el periodista Carlos Manuel Álvarez, «no es más que la Revolución misma». Mas no se trata de la Revolución que tomó el poder el 1 de enero de 1959, de la cual sería, en todo caso, el comienzo del fin. Una ola de represión y encarcelamientos de disidentes, activistas y periodistas, incluida la propia Bruguera, fue la respuesta oficial. Poco más de un año después, el 8 de abril de 2016, el Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR) abrió sus puertas en la casa de Bruguera, en La Habana Vieja, con el objetivo de empoderar la sociedad civil y, según la propia artivista, lograr «que el futuro de Cuba esté en manos de los cubanos»
A rey muerto, ¿rey puesto?
Diez años después de asumir el poder, en abril de 2018, Raúl Castro traspasó la Presidencia a Miguel Díaz-Canel Bermúdez, un gris cuadro político de provincias que ascendió en la jerarquía partidista hasta convertirse en el favorito del menor de los Castro, quien lo eligió sucesor —tres años después, también le cedería el liderazgo del PCC . En su primera alocución como presidente, Díaz-Canel apeló al imaginario sartorial fidelista: «La Revolución sigue de verde olivo», dijo, en parte como promesa, en parte como garantía de continuidad, y quizá también como reconocimiento tácito de los límites de su poder. Díaz-Canel, primer jefe de Estado cubano en casi 60 años que no posee aval guerrillero o militar, fue la apuesta raulista para comunicar una aparente transición hacia un régimen civilista. En eventos nacionales, el sucesor de los Castro vistió a veces de guayabera, e incluso, en ocasiones más distendidas, con camisas de mangas cortas y polos de marcas extranjeras, que le valieron el apodo de «Puma boy» por parte de una youtuber. Pero si alguna ropa caracterizó a Díaz-Canel durante los tres primeros años de su administración fue el traje y la corbata. Salvo la añosa y cada vez más menguada élite guerrillera, que a cada rato saca sus uniformes y estrellas de generales, el canelismo temprano comunicó una identidad más corporativista que revolucionaria.
Este cambio de imagen no se tradujo a otras esferas de la vida política. El poder de la vieja guardia guerrillera en la estructura partidista y gubernamental no cambió de manos; las principales fuentes de riqueza nacional siguieron administradas por militares; el servicio militar continuó siendo obligatorio, y del limitado presupuesto estatal continuaron destinándose importantes partidas para las fuerzas armadas —incluido, como se vio tras el estallido social del 11 de julio de 2021, el equipamiento de fuerzas antimotines. Esta desconexión entre la proyección civil del gobierno y el control militar de la sociedad no solo indica los límites fácticos del poder canelista; expone también la falta de voluntad de la actual clase política cubana para impulsar reformas que atiendan las demandas y necesidades de una sociedad compleja y transnacional que sufre una creciente desigualdad. Sectores cada vez más amplios carecen de acceso a servicios y recursos que antes garantizaba el Estado, mientas este último no reconoce —o viola sistemáticamente— diversos derechos políticos y civiles.
La promulgación en julio de 2018 del Decreto 349, que estableció que «all artists, including collectives, musicians and performers, are prohibited from operating in public or private spaces without prior approval by the Ministry of Culture», según denunció Amnesty International, suscitó la respuesta organizada de un grupo de artistas, que articularon una serie de acciones públicas de protesta a través de códigos sartoriales o, de modo más general, mediante el uso del cuerpo y su presentación en el espacio público. Los artistas Luis Manuel Otero Alcántara y Amaury Pacheco, el rapero Soandry del Río, la actriz Iris Ruiz y la curadora Yanelys Núñez Leyva —quienes a fines de ese año fundarían el Movimiento San Isidro (MSI) para «para promover, proteger y defender la plena libertad de expresión, asociación, creación y difusión del arte y la cultura en Cuba, empoderando a la sociedad hacia un futuro con valores democráticos»— organizaron una protesta frente al edificio del Capitolio de La Habana, sede de la Asamblea del Poder Popular, diez días después de la publicación del Decreto en la Gaceta Oficial. Los activistas planeaban arribar al lugar de manera independiente y, una vez allí, untarse el cuerpo con excrementos y desplegar un cartel con el lema: «Arte Libre. No al Decreto 349»; pero solo Núñez Leyva pudo llevar a cabo la acción (filmada por Ruiz) debido a que los demás activistas fueron interceptados por la policía cuando se dirigían al lugar.
Este tipo de acciones, apuntaba la crítica de arte Janet Batet, «perfilarán la nueva avanzada de la sociedad civil cubana, (…) a la que se suman en olas sucesivas nuevos actores”. Al año siguiente, Otero Alcántara, un artista de formación autodidacta, realizó la performance Drapeau (2019), palabra francesa que significa «bandera» y cuya etimología sugiere la idea de «manto que envuelve la piel (peau). Por espacio de un mes, y durante las 24 horas del día, Otero Alcántara cubrió su cuerpo con una bandera cubana, y se fotografiaba con ella mientras realizaba diferentes actividades cotidianas para, según declaró, cuestionar los conceptos de «patria, identidad, nacionalismo, que siempre son herramientas que usa el poder».
Esta resignificación de la bandera como objeto de uso cotidiano replantea los conceptos que el símbolo representa para dar origen a una visión del nacionalismo como un constructo ideológico que está al servicio de todos los cubanos. El artista fue encarcelado y acusado de ultraje a los símbolos patrios y desacato a la autoridad por su performance; mas, como refiere Batet:
Para ese entonces, la obra de Luis Manuel Otero Alcántara, dispositivo crítico emplazado en la zona de disenso, se había anclado como arte de contacto y era capaz de sobrevivir como eco por sí sola. La reacción fue inmediata. La bandera cubana inundó las redes como acto de protesta siguiendo el hashtag #LaBanderaEsDeTodos. Se movilizó la comunidad artística y público general.
A inicios de 2020, Otero Alcántara anunció que subastaría la bandera de Drapeau y donaría el dinero al gobierno cubano para contribuir al control de la pandemia de coronavirus, ofrecimiento que las autoridades rechazaron y calificaron de ridículo. Este colofón, como apunta la historiadora del arte Anamely Ramos, replanteó el rol del artista —y, en última instancia, de la sociedad, cabe agregar—, presentándolo como fuente de solidaridad hacia el Estado y, por tanto, como origen del poder de este último. El discurso artístico de Otero Alcántara, como el de Bruguera, actúa en y desde la realidad sociopolítica, transformándola en un espacio de empoderamiento y participación. Según Batet: «La operatoria desde el disenso abre vía a la posibilidad de una realidad otra que se crece no como mero acto de fabulación de un mundo imaginario sino como el replanteamiento de lo «real» y con ello la construcción de nuevas relaciones entre la realidad y la apariencia, lo individual y lo colectivo». Y es esta cualidad la que distingue la acción de Otero Alcántara de otros discursos artísticos que han utilizado también la bandera cubana como tropo de la crítica sociopolítica; entre los cuales el más cercano al gesto de Otero Alcántara es la fotografía con que Cirenaica Moreira Díaz (n. 1969) inauguró su serie Ojos que te vieron ir… (1994–1996), «Sin título» (1994), tomada poco después del estallido social conocido como «El Maleconazo». La artista aparece apenas cubierta por una pesada bandera cubana que se escurre hacia el suelo, incapaz de proteger la vulnerabilidad de su desnudez.
Un año después de la performance de Otero Alcántara, el 16 de febrero de 2021, los cantantes Yotuel Romero, el dúo Gente de Zona (Alexander Delgado y Randy Malcom), Descemer Bueno, Maykel Castillo (Osorbo) y Eliecer Márquez Duany (El Funky) estrenaron el tema «Patria y Vida». La canción, de género urbano, desecha el «Patria o Muerte» fidelista; afirma que los representantes del gobierno «están sobrando», y expresa el derecho inalienable a la Patria y a la vida digna y próspera en ella. En el videoclip oficial, los cuerpos mestizos de los artistas están vestidos de manera inconspicua, o bien aparecen con el torso desnudo. Yotuel, intérprete principal, tiene escrita sobre el pecho la frase que da título al tema, derecho preterido que se presenta, así, como reclamo visceral. Osorbo, como Otero Alcántara, quien hace un breve cameo en el videoclip, se arropa con la bandera cubana en referencia a Drapeau. El rapero Denis Solís, otro miembro del MSI que tiene una fugaz aparición, muestra desafiante el mensaje que tiene tatuado en el pecho: «Cambio / 19.10.20 / Cuba».
A diferencia de las intervenciones anteriores, que asumían el disenso dentro del marco de un diálogo más o menos conciliatorio con el poder, «Patria y Vida» articula un rompimiento con este, presentando el cambio de régimen como única alternativa para «destrabar» la situación cubana; una postura que diversos artistas del género urbano venían asumiendo desde hacía unos años. En el momento de la escritura de este texto, la canción acumulaba casi 12 millones de reproducciones en YouTube, mientras que «Patria o muerte por la vida», la respuesta oficialista, estrenada el 1 de marzo de 2021, apenas pasaba de un millón. En los Grammy Latinos 2021, donde «Patria y Vida» ganó los premios a Mejor Canción Urbana y Canción del Año, Yotuel se presentó en la alfombra roja vestido con una larga capa de terciopelo cuyo diseño, de la cubanoamericana Judith Cabrera, estaba inspirado en la bandera cubana. Amplificaba así el significado de la obra de Otero Alcántara: el reclamo de inclusión y soberanía por parte de identidades raciales y políticas marginadas o despojadas por el Estado cubano de sus derechos. El subalterno se vestía de soberano.
Cinco meses después del estreno de «Patria y vida», y tres meses después de que Díaz-Canel asumiera la dirección del Partido Comunista, el 11 de julio de 2021 (11-J) una revuelta popular de magnitud y alcance inéditos en la historia posrevolucionaria conmovió todo el país. Hombres, mujeres, adolescentes y ancianos de las clases más humildes salieron a las calles de unas 50 ciudades y pueblos, incluida la capital, para exigir libertades políticas y mejoras en la calidad de vida en medio de una prolongada crisis económica y sanitaria. Algunos ondeaban pulóveres y banderas cubanas. Muchos no llevaban camisa. Una anciana de raza negra, vestida con bata de casa, y el cabello cano sin arreglar, gritó frente al Capitolio de La Habana, de cúpula dorada: «Vivimos más de 60 años en la mentira y engañados, y esto tiene que acabarse. Nos quitamos el ropaje del silencio».
A diferencia de la desnudez ridícula y absurda del emperador del cuento de Hans Christian Andersen, el desnudo al cual hacía referencia esta señora era empoderador. Si la ropa que se había quitado el pueblo era mordaza, la ausencia de esta era un grito, un estallido cívico. Quitarse el ropaje del silencio era vestir al pueblo y desnudar al rey. O, como dijera Otero Alcántara sobre su obra Mil maneras de morir accidentado(2020), cargar el cuerpo de significación política para recuperar los hilos del relato nacional.
Díaz-Canel respondió a la revuelta dando «la orden de combate» en una comparecencia televisa in promptu; allí se le vio vestido con una sencilla camisa. Desde una mesa de utilería, el presidente designado le pidió a los «revolucionarios» que salieran a la calle a defender el statu quo; un llamado que muchos interpretaron como una exhortación a la guerra civil. A poco más de un año de las históricas protestas, cientos de manifestantes permanecen tras las rejas, acusados, entre otras ofensas, de desorden público y sedición. Las sentencias contra los cientos de procesados, entre quienes se encuentran menores de edad, oscilan entre cinco y 25 años de privación de libertad.
Tras el 11-J, Díaz-Canel no ha dejado de experimentar con el ropero, en busca de un traje de legitimidad. Con una simple una camisa arremangada visitó en agosto de 2021, por primera vez en su corta carrera presidencial, un altar yoruba en un humilde barrio de La Habana. En noviembre, compartió con jóvenes habaneros en la «sentada de los pañuelos rojos», una acampada de 48 horas organizada por estudiantes universitarios en el antiguo edificio de la Capitanía General colonial. El gobernante asistió vestido con vaqueros y el pulóver rojo del uniforme de la delegación cubana a las Olimpiadas de Tokyo 2020, mientras que su esposa llevó un vestido verde olivo. Por casualidades de la vida, una mujer a su lado estaba envuelta en la bandera cubana; un gesto similar a aquel que llevó a la cárcel a Otero Alcántara por ultraje a los símbolos patrios. En una última metamorfosis, Díaz-Canel se vistió de verde olivo en ocasión de un ejercicio militar organizado como pretexto para negar la autorización a una marcha pacífica organizada por la sociedad civil.
Hay gestos que son premonitorios. En 1999, Raúl Castro obsequió a Díaz-Canel, por entonces primer secretario del PCC en Villa Clara, una guayabera en miniatura. En la única foto de ese evento que puede encontrarse en Internet, se ve al entonces ministro de las FAR entregándole al cuadro de provincias una urna que contiene la pieza de vestir. Se trata de un regalo inservible, cuyo único valor radicaría en el gesto —la pieza fue a dar al museo Casa de la Guayabera, en Sancti Spiritus. Nada fue publicado sobre el significado de ese gesto, ni se reporta otro similar por parte del general. En todo caso, no parece sino una tomadura de pelos del menor de los Castro. Una guayabera en miniatura encerrada en una urna no sirve para nada, como tampoco una silla presidencial a donde no se ha llegado por voluntad popular. Ambas son como el traje nuevo del emperador. Su presunto dueño está condenado a pasar ante nosotros irremediablemente desnudo.
Cuando una insurrección triunfa, reflexionaba Sartre en 1960 tras visitar Cuba, los vencedores se autoproclaman libertadores y revolucionarios, hasta que una nueva insurrección llega para destruir lo que alguna vez fuera el orden revolucionario.
Los revolucionarios cubanos se aferraron a sus uniformes verde olivo para seguir comunicando una identidad rebelde. Y, cuando por fin se cambiaron de ropa, fue para comprobar que la nueva insurrección ya estaba ahí.