El encuentro del líder ruso con Xi Jinping muestra su debilidad y la subordinación de Rusia al proyecto de China.
Las derrotas militares no tardan en cobrarse su precio político. Con el vergonzoso revés militar sufrido en Járkov sobre sus espaldas, llegó Vladímir Putin a Samarcanda (Uzbekistán) el jueves para asistir a la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái y a la vez entrevistarse por primera vez con el presidente chino, Xi Jinping, desde que empezó su guerra en Ucrania. Ni la prudencia de las declaraciones ni las profesiones de amistad y de solidaridad expresadas entre ambos mandatarios pudieron ocultar la nueva posición de subordinación del belicoso y declinante presidente ruso respecto al pujante y astuto presidente chino, dispuesto a aprovechar el encuentro de la organización internacional asiática patrocinada por Pekín para reforzar su imagen como líder global, a un mes del XX Congreso del Partido Comunista en el que se prepara su tercera reelección como líder de la segunda economía mundial.
En la cumbre de Samarcanda ha quedado dibujado el mapa de las fuerzas geopolíticas en acción en un continente asiático cada vez más desoccidentalizado tras la salida de EE UU de Afganistán. Con Moscú concentrado en Ucrania, están resquebrajándose numerosos equilibrios en el Cáucaso y en Asia Central. Sin la vigilancia militar rusa, se han enzarzado en combates mortíferos no tan solo los enemigos tradicionales como los azeríes sobre los armenios en disputa por el enclave de Nagorno-Karabaj, sino también uzbekos y tayikos por una querella fronteriza. Para China es el momento de cambio de hegemonías, con la definitiva sumisión de Rusia y la tendencia de las repúblicas exsoviéticas, todas ellas recelosas ante la invasión rusa de Ucrania, a buscar el refugio de un nuevo paraguas protector que Pekín cobra en forma de aceptación de sus pretensiones anexionistas respecto a Taiwán. El lenguaje de la cumbre, elogioso hasta el exceso con Xi, adoptó además los términos que usa el Partido Comunista para justificar el regreso a un culto de la personalidad al estilo de Mao Zedong.
Putin ha reconocido que se ha visto obligado a atender a las preocupaciones de Xi Jinping y darle explicaciones del desastroso balance de su guerra en Ucrania, lejos ya de aquella declaración en que declaraban una amistad “sin límites”. Incluso el primer ministro de la India, Narendra Modi, mostró de manera contundente en la cumbre sus reparos a las ambiciones expansionistas del Kremlin. Pekín no puede estar satisfecho de la torpeza militar demostrada en una ofensiva que ha reforzado a la OTAN, ha deslegitimado el recurso a la fuerza y ha levantado las alertas respecto a una operación similar en Taiwán. La insatisfacción no puede ser absoluta, gracias al oportunista aprovechamiento económico de la debilidad rusa, que ha permitido un incremento notable de las exportaciones chinas y la compra a muy buenos precios del gas y el petróleo rusos.
China ha cubierto escrupulosamente el expediente de la solidaridad entre imperios autoritarios, especialmente con su agresividad verbal a la hora de atacar a Estados Unidos y la OTAN, aunque sin traducción alguna en ayuda militar. Le va el interés, que hace primar su oposición a la hegemonía estadounidense y europea por encima del respeto a la soberanía e integridad de los países. También su ideología soberanista, enemiga de las alianzas económicas y de las sanciones, aunque la prudencia proverbial de su Gobierno le ha aconsejado respetar estas últimas a la hora de relacionarse con Rusia. Xi Jinping ha escenificado en Samarcanda, en una ceremonia de bajo coste ante sus socios asiáticos y sobre todo ante Rusia, su ansiedad por demostrar el liderazgo asiático y asentar el camino de liderazgo global.
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