Con la llegada de Fidel Castro al poder, los huracanes dejaron de ser fenómenos atmosféricos en Cuba. La retórica militar —repetida una y otra vez para encasillar el paso de la tormenta— evidenciaba un afán de enfrentamiento opuesto a la sabiduría campesina del “vara en tierra”: agacharse hasta que pasen los fuertes vientos mientras uno se cubre de la lluvia. Mientras Castro estuvo de manera visible al frente del país, todo ciclón era un enemigo que si bien no se podía dominar y guiar, al menos había que impedir se convirtiera en protagonista de la historia.
El fallecido gobernante desplazaba la atención ciudadana: del pronóstico meteorológico y la opinión de los expertos a la palabra del líder. La población debía estar consciente no solo de que estaba bien informada, sino sentirse además estimulada a depositar su confianza —más allá de los esfuerzos individuales, de los gobiernos locales y el Estado— en la capacidad del máximo dirigente para enfrentar la adversidad. Para ello este permanecía en el puesto de mando como un capitán de navío.
Por entonces en Cuba siempre se realizaba una gran movilización para reducir en todo lo posible la pérdida de vidas (hay que reconocer la capacidad del gobierno en este sentido durante aquellos años), al tiempo que el desastre servía para demostrar la eficiencia del modelo estatal.
Al tocar tierra cubana, un ciclón pasaba a ser un hecho político: una irrupción momentánea que al final se resumía en una reafirmación del poder central. La ayuda internacional —que siempre La Habana ha sustentado el derecho de recibir y rechazar— no podía ser entendida en otros términos, que no fueran la posibilidad de otorgar una ganancia política al régimen.
Fueron esas reglas las que los exiliados cubanos trataron de subvertir en 1996, tras el paso por Cuba del huracán Lili. Las consideraciones humanitarias se impusieron sobre las políticas y en poco tiempo se reunieron más de 250.000 libras de alimentos para mandar a Cuba (desde el principio, los organizadores de la campaña excluyeron la posibilidad de enviar dinero). Varias de las principales organizaciones del exilio se unieron al plan de ayuda a los damnificados. La Fundación Nacional Cubano Americana, Hermanos al Rescate, el Movimiento Democracia y el Partido Demócrata Cristiano de Cuba respaldaron las donaciones a través de la Iglesia Católica. Se logró que el gobierno del entonces presidente Bill Clinton autorizara los vuelos directos desde Miami de los aviones cargados de comida, para ser entregados a la organización católica Caritas Cuba. El único requisito impuesto —además de la negativa a mandar dólares— fue que lo recaudado fuera entregado directamente a los cubanos, sin la intervención gubernamental.
Frente a este esfuerzo popular se alzaron las organizaciones de los exiliados de '“línea dura”. Con la Junta Patriótica Cubana al frente, dirigentes de Alpha 66, la Brigada 2506, el Hogar de Tránsito para Refugiados Cubanos y personalidades de la comunidad, junto a los congresistas cubanoamericanos Ileana Ros-Lehtinen y Lincoln Díaz-Balart, se pronunciaron en contra de la campaña de ayuda. Su argumento principal fue la falta de confianza en Castro, la posibilidad de que la comida fuera a parar a las casas de los dirigentes, vendida en las tiendas para extranjeros, destinada al turismo internacional y consumida por los militares.
La ayuda al pueblo cubano a través de Caritas había sido iniciada en 1993, pero ahora Miami estaba dispuesta a poner en práctica un plan popular que utilizaba a la organización de la Iglesia Católica, pero trascendía las fronteras institucionales en un verdadero intercambio de pueblo a pueblo.
Aunque al principio el gobierno cubano dijo que aceptaba con gusto la ayuda proveniente de los cubanos residentes en Estados Unidos y otros países, pronto comenzaron los obstáculos El primer lote sufrió una “demora temporal” en La Habana, bajo el pretexto de que algunos productos “no cumplían las especificaciones”. El desacuerdo radicaba en que algunas cajas de mercancías traían escrito: “El amor todo lo puede” y “Del exilio al pueblo cubano”.
Las trabas fueron en aumento, sin que el gobierno cubano mostrara el menor interés en que la comida procedente de Miami llegara a los más necesitados. Más de 30 toneladas de arroz, frijoles y leche esperaban almacenadas. La ayuda de esta ciudad fue el primer y mayor envío de alimentos que llegó a La Habana.
Luego de indecisiones y demoras, el 2 de noviembre Granma publicó un editorial en que dictaminaba que la “cooperación procedente de Estados Unidos es prácticamente insignificante en relación con los recursos y los enormes esfuerzos que realiza el país para ayudar a los damnificados con sus propios recursos y algunos otros procedentes del exterior”. Agregaba Granma que la ayuda desde Estados Unidos no se quiso rechazar “para no lastimar los sentimientos de muchas personas que de buena fe en aquel país hicieron sus modestos, aunque nobles, aportes a esta donación”. También se especificaba la devolución a Caritas de los productos con “consignas políticas y mensajes contrarrevolucionarios”.
Un segundo y último vuelo Miami-La Habana partió a finales de diciembre con unas El esfuerzo humanitario se perdió víctima de la manipulación política. En ambas costas del estrecho de Florida no se pudo evitar el mezclar la caridad con las posiciones ideológicas. Cuba vio como un obstáculo la práctica usual de identificar la procedencia de los envíos. Por otra parte, los mensajes incluidos en algunas cajas de ayuda fueron más allá de una simple identificación. Figuras de la Iglesia en Cuba y Miami coincidieron en señalar que había sido un error enviar donaciones con “mensajes políticos”, “frases provocadoras y hasta ofensivas”.
Esta manipulación de una campaña surgida de un espíritu humanitario fue acompañada de una polémica en que una vez más se demostró la existencia en Miami y La Habana de actitudes similares para lograr objetivos opuestos. Una declaración de diversas organizaciones anticastristas, encabezadas por la Junta Patriótica Cubana, dejó en claro que para sus miembros el ayudar a los damnificados pasaba a un segundo plano frente a las consideraciones políticas. En el documento se calificaba a los envíos como “el primer paso de un plan o conjura internacional” para romper el embargo, detrás del cual se encontraría el entonces presidente Clinton y el Vaticano.
La polémica por la ayuda a Cuba tras el paso del huracán Lili demostró que había un grupo numeroso de exiliados dispuesto a solidarizarse con el pueblo cubano más allá de la política, pero también el arraigo de la oposición a este tipo de intercambios. El padre Francisco Santana —uno de los principales promotores de los envíos— denunció a la prensa haber sido víctima de insultos cuando transitaba por las calles de la ciudad. Además, la policía tuvo que acudir en varias ocasiones a la Ermita de la Caridad, uno de los centros de recepción de donaciones, en respuesta a una docena de amenazas telefónicas de bombas en ese templo. En su documento, la Junta Patriótica Cubana rechazó cualquier “vil imputación de que la Iglesia Católica en el estado de la Florida es blanco de insultos y amenazas de atentados por parte de grupos anticastristas”.
El 4 de noviembre de 2001, el ciclón Michelle causó cinco muertes en la Isla y dejó cuantiosas pérdidas. Según cifras oficiales, 100.000 casas fueron dañadas y unas 10.000 destruidas. Estados Unidos ofreció ayuda humanitaria, pero La Habana declinó el ofrecimiento. Sin embargo, Castro declaró que Cuba estaba dispuesta “de forma excepcional, por una sola vez” a comprar alimentos y medicinas estadounidenses por valor de unos $30 millones, y a pagar al contado.
La venta de productos agrícolas y medicinas a la Isla había sido autorizada en julio de 2000, pero había transcurrido un año sin que se realizara una sola transacción comercial. El propio gobernante había declarado que no tenía intención de comprar '“ni una aspirina'”.
Tanto Cuba como Estados Unidos se apresuraron a indicar que no había un cambio de política. “No hay levantamiento del embargo, no hay una nueva era, nuestras preocupaciones respecto a Cuba siguen siendo las mismas”, dijo a la prensa un funcionario norteamericano. “Es un hecho aislado, no tenemos ninguna razón para verlo como un cambio de política, sino que ocurre en ocasión de un ciclón, y no pasará uno todos los meses por Cuba”, afirmó el entonces vicepresidente Carlos Lage, al ser interrogado al respecto en Lima.
Aunque lo que se inició como una compra ocasional creció a un intercambio comercial que se mantiene en nuestros días.
Mucho ha cambiado desde entonces, particularmente en Cuba y menos en Miami. Con la salida forzosa por enfermedad de Castro de la administración diaria del poder en la Isla, los ciclones volvieron a ser lo que siempre habían sido: ciclones. La radio anticastrista, que jugó un rol fundamental en la disputa por la ayuda, ha perdido en gran medida su poder de convocatoria y formadora de opinión. Pero ha sido sustituida en gran medida por unas redes sociales que se dedican más a la desinformación, el sensacionalismo y el caos que a divulgar información.
Sin embargo, no hay que olvidar que los ciclones y la ayuda humanitaria han sido factores importantes en la elaboración de políticas duraderas entre Washington y La Habana, y ello no es poco.
No creo que a estas alturas en Miami alguien intente organizar un esfuerzo de ayuda con participación ciudadana como tras el paso del huracán Lili por la Isla en 1996. Si llega a concretarse algún tipo de colaboración, será entre los gobiernos cubano y estadounidense y el exilio contará poco salvo las ocasionales y repetidas “protestas” con pastelitos.
Está por verse si dentro de la línea de “continuidad” y pequeñas diferencias la aparente solicitud de ayuda por parte de Cuba a Estados Unidos inaugure una nueva etapa. Para ello sería primordial que el gobierno cubano aceptara una mayor participación de grupos e instituciones que sin desempeñar una función política directa cumplen una labor social que hasta el momento el Estado ha monopolizado. En buena medida la difícil situación por la que atraviesa la Isla hace pensar en cierta flexibilidad, pero más de una vez esperanzas en este sentido se han visto frustradas. Por otra parte, no hay nada que esperar de lo que aún se continúa llamando el exilio cubano de Miami, al frente del cual se mantienen las posiciones encasilladas que han reinado por décadas. Los recién llegados, con poca voz y menos votos se limitan a la repetición del ejercicio aprendido en su país de origen: gritar y apoyar a los que ven que mandan aquí, al igual que hicieron allá.
Es por ello que quedan pocas esperanzas en el establecimiento de vínculos no definidos por las diferencias políticas y el afán de influencia mutua, sino de colaboración ciudadana. Intentar recobrar el espíritu que en buena medida imperó durante la campaña de ayuda llevada a cabo tras el paso del huracán Lili por Cuba es arriesgarse a una nueva frustración incluso mayor que en 1996, y los culpables —como siempre— estarían en ambas orillas.