Aaron Figueredo Armenteros nació con sexo femenino. A mediados de noviembre de 2021, con 33 años, dio un paso clave en su vida cuando logró cambiar su nombre en el carné de identidad por uno que coincide con su identidad de género.
Aaron tiene un rostro «demasiado bonito» en el que resaltan sus ojos azules. Tiene tatuados casi por completo ambos brazos y el cuello. Practica la religión yoruba. En sus tiempos de soltería fue «la candela». Ahora es cuentapropista y vive en el Vedado, aunque pasó la mayor parte de su vida en el municipio Arroyo Naranjo. Hace más de tres años mantiene una relación estable con su novia, Liset.
Su niñez y adolescencia fueron difíciles. Si bien asumía roles tradicionales y jugaba a las casitas, le inquietaban más las bolas, los trompos, los árboles y el río que estaba cerca de su casa. Esto le valió la «preocupación» de otras familias del barrio, quienes descargaban todas sus quejas sobre los hombros de la madre de Aaron, alguien con quien siempre tuvo una relación complicada y que no supo lidiar con la identidad de su hijo de una forma que no fuera la violencia física.
«Me fugaba de la casa y por eso mi mamá me daba tremendas entradas a golpes —con palos y todo—. A mí no me importaba. Yo hubiese estado ahora en la ESPA (Escuela Superior de Perfeccionamiento Atlético) en judo. Era muy bueno, pero ella me quitó por miedo a que se me transformara el cuerpo, por lo que dirían las vecinas. Después de los 15 [años] me encerró con un hombre en la casa… y yo simplemente le decía “Si me haces algo te denuncio”».
El rechazo se extendió a otros ámbitos de su vida, como la escuela, donde se negaba a usar la saya reglamentaria del uniforme. En un punto comenzó a dormir en los portales de sus vecinos, con tal de no ir al aula.
«Al final soy "analfabeto". Tengo noveno grado porque las maestras me aprobaron para que no fuera más, porque era insoportable. Una delincuencia total. Ni yo sabía por qué. Mala persona no soy. Soy educado, noble, pero no me encontraba en ningún lugar. No podía decir que era un hombre porque no tenía sexo ni nombre de hombre. No podía decir que era mujer porque no me sentía como tal».
Cuando tenía 6 años fue por primera vez a un culto de la iglesia. Confiesa que le llamaron la atención los caramelos y otras cosas que repartían a los que asistían. La segunda vez fue acompañado por su mamá, quien terminó convirtiéndose al cristianismo. Su casa se abrió entonces para practicar ceremonias religiosas. Recuerda vívidamente las pantallas enormes y la gente, pero sobre todo una escena le viene a la mente. En el barrio residía una pareja de lesbianas que quisieron formar parte de la congregación. El pastor aceptó su entrada, no sin antes orar para curarlas de su «enfermedad».
«Pasó el tiempo y un día le dije al pastor que a mí los niños no me gustaban. Él me respondió: “Sí, tu mamá ha hablado conmigo de eso, de que tienes dudas”. Me dijo que me iban a llevar para la iglesia Príncipe de Paz para que, entre varios pastores, oraran por mí y me curaran la enfermedad que tenía. Dejé de ir a la iglesia porque sinceramente no creía que estuviera enfermo».
«Esa niñez y esa adolescencia influirán hasta el día que me muera. Tengo 33 años y la vida me es difícil todavía. La vida de un transexual siempre va a ser muy difícil, demasiado. A veces me cuestiono si debí haber nacido».
«Ámame como soy, tómame sin temor», escribía a finales de la década de los ochenta el cantautor Pablo Milanés. Un tema llevado al cine en voz de Elena Burke para la cinta Una novia para David e inmortalizada en un himno de resistencia por la comunidad LGBTIQ en Cuba, en justo reclamo de comprensión y afecto por aquello considerado «diferente».
No hay mucho más que pueda pedir un ser humano como sujeto social: amarse y aceptarse a sí mismo y ser amado y aceptado por quienes le rodean.
Aaron fue bautizado por su padre con un nombre de mujer que él ha decidido no volver a mencionar por los problemas que le generó a lo largo de su vida.
«Mi abuelo decía que yo iba a ser varón, que de hembra no tenía nada. Hoy por hoy, no creo que sea ni transexual. Ni me considero eso. No me considero nada, me considero un hombre».
La falta de información le impidió tener las herramientas para comprender la disconformidad que sentía con el sexo con que nació y asumirse a sí mismo como hombre. La primera vez que escuchó hablar sobre el término transexual fue gracias a una expareja, adicta al Internet —como él la describe—. «Mira, esto es lo que tú debes ser», le comentó. El cielo se le abrió y cerró en un instante. Conocer sobre una identidad de género que coincidía con su realidad le condicionó una necesidad inminente por alinear su cuerpo con su sexo identificado.
«Fue una experiencia tan buena como mala. Me sentía un poco mejor antes de saberlo. Cuando me enteré de que podía cambiar, me entró una desesperación increíble. Quería cambiarme y aquí [en Cuba] no es tan rápido como uno quisiera. Las leyes, las personas, las mismas hormonas son lentas. No tengo ni pelo en la cara todavía y llevo tres años y medio inyectándome. Todo en general es lento».
«La gente me dice “tú has cambiado” y yo no noto el cambio. Todavía tengo complejo con la voz. No voy a piscinas o playas. En el gimnasio —estoy loco por hacer ejercicio— empiezo pero voy dos días y cuando veo a los hombres que se quitan la camisa me acomplejo. He estado en la calle, he ido a un baño público y me han mandado para el baño de hombres. Okey, perfecto. Pero han sido baños de pared. ¿Qué voy a hacer en un baño de pared?».
Liset y Aaron son cómplices: mientras él narra su historia, ella le va sumando detalles y decora con risas los comentarios jocosos de su novio. Liset es un personaje con mucha luz en un relato que muestra cuán cruel se puede ser con aquello que se considera diferente.
Se conocieron un domingo en la noche —aunque según la versión de Liset, el primer encuentro tuvo lugar un sábado— en el Proyecto Divino del Café Cantante. Aaron recién salía de una relación de más de tres años y Liset estaba en compañía de su padrino de bautizo, quien había llegado de visita desde Estados Unidos.
«Veía que era la hora de irnos. Él me estaba mirando, yo lo estaba mirando, al final no se consolidaba nada y él me había gustado mucho», recuerda Liset. «Entonces le hice señas de ir a fumar, porque todo hasta ese punto había sido señas. Le pedí que me prestara su fosforera para poder conversar. Ahí intercambiamos números y hasta el día de hoy no nos hemos separado».
Liset es «todo» para Aaron. Ella ha estado a su lado desde que este iniciara la transición permanente, fue su compañía en las colas de madrugada para el cambio de nombre y se ha tomado el tiempo en educar a amistades y familiares sobre los elementos más básicos del respeto a las personas trans. Es su «filtro», su protectora. Así llevan funcionando a lo largo de estos años en perenne compañía.
«Yo no le cogía la mano a ninguna muchacha que estuviera conmigo, ni daba un beso delante de mi mamá "por respeto". Me daba pena. Con ella, fui cambiando esas cosas. Con ella, he cambiado. Podría decir que nunca había vivido hasta que la conocí porque es cuando he sido realmente yo, no la mentira que vivía antes. He sido yo totalmente».
Liset, incluso, fue la responsable del nombre que hoy se lee en el carné de Aaron, quien antes se identificaba como Arrow [flecha en inglés] por la serie basada en el personaje de DC Comics.
«Cuando la conocí y le dije mi nombre, puso una cara de asombro y después, al poco tiempo, me dijo: “¿Por qué no Aaron, que es más bonito y bíblico?”. Me gustó, principalmente eso, que es bíblico. Me encantó, busqué el significado y se quedó Aaron».
Los primeros registros de personas trans en Cuba que lograron cambiar legalmente su nombre sin pasar previamente por una cirugía de adecuación genital datan de 1997, cuando el Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex) logró implementar varios acuerdos entre los ministerios del Interior y de Justicia. Entonces un total de trece personas cambiaron su nombre y foto en el carné de identidad, pero sin modificar otros documentos del Registro Civil, como la inscripción de nacimiento y solo optando por nombres unisex. Una década después, en 2008, se comenzaron a realizar de forma sistemática las cirugías de reasignación de sexo en el país.
En el caso de Aaron, aunque la resolución que le permitió llevar a cabo el procedimiento de cambio de nombre está vigente desde 2015, asegura que aún existe mucho desconocimiento, incluso, dentro de la propia estructura legal: «Pasé trabajo porque en ningún lugar donde fui a hacer los trámites conocían de esa ley».
Para Liset lo más extenuante fue la demora de los documentos necesarios. Ella explica que el proceso se volvió más inconsistente y tedioso de lo habitual por la llegada del coronavirus y la implementación del trabajo a distancia para evitar el contagio.
«Los primeros pasos que le hemos aconsejado a todos los que nos han escrito luego de la noticia es sacar la certificación de nacimiento y los antecedentes penales: uno con el nombre del carné de identidad actual y otro con el nombre con que socialmente se le conoce. Con esos tres documentos y dos testigos no consanguíneos [que en el caso de Aaron fueron su novia y la pareja de su papá] puedes ir a la Notaría del municipio donde resides y hacer una declaración jurada para el cambio. Con ese documento y 90 pesos por el servicio, fuimos al Registro Civil para sacar la nueva certificación de nacimiento».
Solo quedaba pendiente ir a la oficina del carné de identidad, entregar el viejo documento y solicitar el nuevo. No obstante, Aaron confiesa entre risas que hubiera preferido romper, quemar y enterrar el antiguo. Borrar el recuerdo de aquel documento plasticado que tanta desdicha le trajo.
«Me ha parado la policía y no he querido dar mi carné; me han llevado para la unidad. Un día tuve una confrontación con un policía porque me preguntó si me creía hombre. De hecho, mi expediente está "sucio" por eso. La mayoría de las personas no se fijan en el género, sino en el nombre. Ahora voy a empezar a ser persona como tal».
Aunque el carné de Aaron aún especifica «género femenino», reconoce en este proceso una gran victoria. Tanto él como Liset miran expectantes lo que podrá suceder con el artículo 61 del anteproyecto del Código de las Familias, que se hizo público el pasado 15 de septiembre y va por la versión número 23, que sustituiría al reglamento de 1975. De ser aprobado, el matrimonio pasaría a ser entendido como la unión voluntaria entre «dos personas con aptitud legal para ello, a fin de hacer vida en común sobre la base del afecto y el amor». Una unión no exclusiva entre hombres y mujeres.
«Desde el principio le había propuesto matrimonio», señala Aaron. «Teníamos mucha esperanza con el "fallecido" artículo 68, porque para nosotros es superimportante».
A finales de 2018, la Asamblea Nacional dejaba fuera el artículo 68 de los últimos borradores de la carta magna, aprobada el año siguiente. Con esta decisión, escudada bajo el pretexto de «respetar todas las opiniones», ganaban los valores más arcaicos dentro de la sociedad. Pese a vivir en un país dominado por un Estado laico, salían airosas instituciones religiosas que durante meses habían impulsado campañas contra cualquier variación del concepto «original» de familia.
«No es un privilegio, es un derecho», agrega Liset. «No es solo un papel que demuestra nuestro amor, es un papel necesario. Puede pasar cualquier cosa y yo no soy su esposa, legalmente no tengo derecho sobre ninguna de sus cosas ni él sobre las mías. Son leyes necesarias. Nosotros tuvimos muchas proyecciones, de hecho, Aaron se tatuó mi nombre en modo de anillo, porque lo de él son los tatuajes, y lo mío es el anillo. Teníamos toda la boda idealizada y ahora estamos esperando el nuevo Código de las Familias para ver si se puede consolidar realmente ese sueño».
Otro de los sueños de la pareja es tener un bebé y formar una familia, lo cual también podría ser posible en virtud del anteproyecto, aún en debate.
Aunque el artículo 81 de la actual Constitución establece que toda persona tiene derecho a fundar una familia y que el Estado «reconoce y protege a las familias, cualquiera sea su forma de organización, como célula fundamental de la sociedad», el primer apartado del nuevo Código pone en piedra que esto es aplicable a «todas las relaciones familiares cualquiera sea la forma de organización que adopten».
«Tenemos dos perras que son nuestra vida, pero también nos gustaría una personita de dos paticas», bromea Liset.
«Hay miles de personas que se meten veinte años juntas y, cuando uno muere, la familia lo saca de la casa. No debe ser así. Tenemos los mismos derechos que un heterosexual. No importa si eres hombre, mujer, si te gustan los hombres, las mujeres… No veo que eso afecte a nadie, más bien va a beneficiar a muchas personas», explica Aaron.
Sí es cierto que un fallo a favor del nuevo Código de las Familias pasaría a la historia como una victoria en materia de derechos humanos dentro de la isla, pero quedaría mucho por hacer en pos de la comunidad LGBTIQ+. Leyes como la de identidad de género o la Promoción del Acceso al Empleo Formal para Personas Travestis, Transexuales y Transgénero (recientemente, aprobada por el Congreso argentino) serían otros pasos a dar. Así como garantizar su efectiva implementación.
«Todo lo que tenga que ver con derechos LGBTIQ va a abrir nuevos caminos. Nosotros estamos en pañales con el tema de los derechos de la comunidad LGBTIQ. Falta mucho por conquistar, desde la ley de identidad de género, con la que uno se pueda cambiar el nombre —que lo logramos— pero con la que también se pueda cambiar el género. Hay personas que no se quieren operar porque las cirugías no son del todo efectivas. No hay necesidad de hacerse un cambio completo para ser trans. Conocemos personas que solo quieren masculinizarse, eso sigue siendo transexual y siguen teniendo algo en el carné que no los representa».
«Cuando todas las leyes estén a favor de nosotros y a favor del mundo como tal, porque a todos nos hace falta tener los mismos derechos, las personas van a ir abriendo su mente. En el carné de identidad tuve que explicar quinientas veces lo que es ser transexual. A la propia notaria también. En el registro civil lo mismo. “Espera a que te operes”, me decían. Tengo que estar diciéndole a todo el mundo cómo me siento para que me puedan hacer un papel. En Cuba hace falta información sobre la transexualidad. No saben qué es, no lo entienden. Sí hacen falta leyes, información, educación, hace falta de todo. No estamos en pañales; estamos encueros».
A quienes comienzan el proceso de cambio de nombre, Aaron les aconseja batallar contra el escepticismo y tener mucha paciencia para hacer frente a la multitud de personas «cuadradas» que llegan a maltratar —a veces— sin siquiera percatarse.
«Te tratan un poco fuera de lugar, fuera de como debería ser. En el carné de identidad me metían unos gritos con el nombre anterior, que la gente me miraba y se preguntaba ¿quién será? Y yo entraba con tremenda pena porque no tiene nada que ver conmigo ese nombre».
«Tengan paciencia, esperanza, todo se puede. Mucha paciencia porque desgraciadamente en este país, que amo con mi vida, hay que tener demasiada paciencia: para cambio de nombre, para operación, para todo. Con la esperanza de que, antes de morirnos, si Dios quiere, vamos a cumplir nuestro sueño. Con eso será suficiente».