Una fría mañana de noviembre de 1995 en Cuba, junto a mi madre Tania Quintero, exreportera oficial durante más de 20 años y luego periodista independiente, visitamos al poeta Raúl Rivero en su casa, en el bullicioso barrio de La Victoria, en el corazón de La Habana.
El 23 de septiembre de ese año, Rivero, extraordinario periodista, había fundado Cuba Press, una agencia de prensa al margen del control estatal. Necesitaba un redactor de notas deportivas y temas sociales. ‘El gordo’, como le llamaban sus allegados, era un sempiterno fumador y maravilloso interlocutor. Sentado en un sillón de caoba, me dijo: “Escribe algo, luego veremos si das la talla”.
No me prometió nada. Al contrario. Enumeró los contratiempos que conllevaba hacer periodismo sin mandato en un país totalitario: “Van a ir por ti. Intentarán descalificarte. Dividir a tu familia y amigos, asesinar tu reputación. Va a ser muy duro. Tú decides”.
Yo tenía 30 años y estaba convencido de que el futuro de Cuba era apostar por la democracia.
Cuando me inicié en el periodismo libre, ya conocía de primera mano el modo de operar de la policía política. Cuatro años antes, en marzo de 1991, estuve detenido dos semanas en las mazmorras de Villa Marista, acusado de propaganda enemiga. Tres amigos y yo habíamos lanzado octavillas por La Víbora, la barriada donde residíamos. Reclamábamos reformas políticas y económicas en el país.
Entonces, el acoso y hostilidad de la Seguridad del Estado fue permanente. Perdí la cuenta de las veces que, bajo falsas acusaciones de robo, riñas o salida ilegal, fui detenido en la otrora Décima Unidad de la Policía, en la Avenida de Acosta, municipio 10 de Octubre. En incontables ocasiones he sido citado por la Seguridad del Estado. En junio de 1996, agentes de la Seguridad del Estado registraron mi apartamento. Buscaban una laptop y ‘literatura subversiva’. Una noche de febrero de 1997, a Tania y a mí nos dieron un acto de repudio, un auténtico linchamiento verbal, con más de un centenar de movilizados por la policía política, que nos gritaban 'mercenarios', 'vendepatrias', 'gusanos' y 'contrarrevolucionarios'.
A raíz de la primavera de marzo de 2003, durante la oleada represiva ordenada por Fidel Castro, cuando 75 opositores y periodistas independientes fueron encarcelados, en mi mochila llevaba una cuchara, mi aparato de asma y un cepillo de dientes, por si me detenían. Debido a la feroz represión, el 25 de noviembre de 2003, mi madre, mi hermana y mi sobrina de nueve años emigraron a Suiza como refugiadas políticas. Podía irme con ellas, pero decidí quedarme en Cuba: el 3 de febrero había nacido mi hija Melany. Quería estar a su lado y verla crecer.
Siempre intuí que desafiar a un régimen dictatorial, donde la única arma era la palabra, iba a ser una carrera de fondo, no de velocidad. Algunos de mis pronósticos no se cumplieron. Pensé que después de la desaparición del comunismo soviético, el gobierno autoritario de Cuba tenía sus días contados. Gracias a los petrodólares de Hugo Chávez, el castrismo esquivó la caída, postergó las reformas y se consolidó en el poder.
La autocracia verde olivo no se puede subestimar. En términos económicos es incapaz de generar riquezas y de diseñar un modelo próspero y funcional para los ciudadanos. El proceso revolucionario es pasado. El presente es una esmerada puesta en escena ideológica, dedicada a venderle humo a granel a la miope izquierda de América Latina y Europa.
Si usted analiza los rubros productivos en cualquier sector de la economía o los servicios, comprobará que el estrafalario sistema creado por los hermanos Castro es insostenible en el tiempo.
La zafra azucarera de 2023 será inferior a la de 1870, en plena guerra de independencia contra España.
La producción agropecuaria y pesquera prácticamente es nula. La cacareada industrialización de la cual alardeó el barbudo en enero de 1959 no existe. El modelo cubano hace agua por todas partes. Sus errores estructurales y conceptuales y su fosilizada narrativa política originaron un cáncer terminal que acabó sepultando lo que un día se llamó Revolución, hoy algo parecido a la obsolescencia tecnológica programada: en algún momento la maquinaria se va a parar.
El colosal burocratismo, la extendida corrupción y el poderoso aparato militar devoran los pocos recursos que aún se pueden conseguir con las menguadas exportaciones y la explotación laboral a cooperantes de la salud en 29 naciones. Si los gobernantes fueran responsables y de verdad les interesara el futuro de Cuba, por decreto, debieran instaurar amplias y profundas reformas económicas.
El descontento social cada vez es mayor en toda la isla. La gente no desayuna ni come con la aburrida y soporífera propaganda política diseñada por el departamento ideológico del partido comunista. Rescatar al difunto Fidel Castro ya ni siquiera es rentable. Gastaron más de 50 millones de dólares en construir un costoso museo en El Vedado habanero donde el promedio de visitas diarias ronda las 30 personas.
Si el régimen toma nota de la frustración ciudadana, hastiada de las colas para comprar pan o un paquete de salchichas, sabe que la primera medida a legislar en 2023 debiera ser un indulto a todos los presos políticos, sentar las bases de un amplio diálogo nacional sin exclusiones y negociar con la población y con el exilio cubano qué país queremos.
Cuba se vacía por la indolencia de las autoridades y por un futuro entre signos de interrogación. La represión y largas condenas penales atemorizan a la gente, pero no van a impedir los legítimos deseos de cambio a los cuales aspira una mayoría de compatriotas. Unos 280.000 cubanos, más del 2% de los habitantes de la Isla, han emigrado en los últimos 14 meses. Y el éxodo promete aumentar en 2023.
Lo que queda de Cuba es un país descapitalizado con una base industrial anticuada, alto índice de ancianos, mujeres que no quieren tener hijos, jóvenes que huyen en cualquier cosa que flote, familias que venden sus casas para marcharse a cualquier parte y una legión de deportistas, intelectuales y profesionales con planes de emigrar.
Cuba es un país en fuga. Debido a la constante represión, decenas de opositores y periodistas independientes se han largado del manicomio castrista. Hay que ponerles un tapón a esas evasiones. La oposición debiera dar un golpe sobre la mesa. Dejar atrás las denuncias y una matriz enfocada al exterior y construir una alternativa política que pueda frenar el desguace y la piñata estatal.
La disidencia interna tiene herramientas para iniciar un nuevo enfoque. A los representantes del régimen no lo escuchan en la Casa Blanca y apenas se le toman en cuenta en la Unión Europea.
La oposición pudiera abrir un canal de comunicación y solicitarles a esas instancias que sirvan de mediadores. La Iglesia católica local también debiera participar y colaborar en la construcción de las bases de un gran diálogo nacional.
Son iniciativas que no dependen del régimen. La disidencia y el exilio pudieran perfilar una hoja de ruta, un proyecto político de gobernabilidad y superar los prejuicios. Miles de cubanos han sido encarcelados, fusilados u obligados al destierro por oponerse a la dictadura.
No veo otra salida. En una oposición pacífica, como la cubana, el diálogo es ineludible. Desde luego, por un tiempo, el régimen se va a negar a dialogar. Pero la realidad económica y el deseo de una mayoría de cubanos, más temprano que tarde, los va a sentarse en la mesa a conversar. Cuando del futuro de Cuba se trate, no debiéramos excluir a nadie. Lo que sí no podemos perdonar son los crímenes ni los excesos cometidos por jerarcas en el poder. Esos casos corresponden a los tribunales solventarlos.
El régimen posee el poder político, policial y represivo, pero es incapaz de generar prosperidad administrando bien la economía, la agricultura y los servicios básicos. Todo intentan solucionarlo con enfrentamientos, violencia verbal y física y amenazas de cárcel a quienes discrepan o se les oponen. Pero sus portavoces saben que en determinado momento tendrán que sentarse a dialogar con la disidencia interna y el exilio. Intentarán dividir y diseñar una seudo oposición, un cambio fraude, para conservar nichos del poder. Todo es posible.
Pero al igual que hace 27 años, cuando me inicié en el periodismo independiente, sigo creyendo que la democracia es el futuro de Cuba. De los actuales mandamases depende si escogen el camino más corto o hipotecan el inevitable futuro. Su tiempo político se acaba. Y el barco se hunde.
LA CUBA QUE EL TURISTA NO VE