Ariel Hidalgo
El principio fundamental en que se basaba Gene Sharp para sostener su teoría de la lucha no violenta, era de un razonamiento muy simple y claro: “Nadie gobierna sin el consentimiento de los gobernados”. Dicho de otra manera, para gobernar se requiere de alguien que obedezca. Si los gobernados no obedecen, los gobernantes dejan de gobernar. Ninguna dictadura, ni siquiera los regímenes totalitarios, se han podido sostener sin el apoyo de una parte de la población, y la mayoría de las veces esa parte ha sido mayoritaria.
El ejemplo más claro es el de Cuba. Durante más de 60 años ese régimen ha sido apoyado por la mayoría del pueblo. No estoy diciendo que la mayoría estuviera de acuerdo, pero, aun la mayoría de los que estaban en desacuerdo, lo consentían, ya sea por miedo o por conveniencia. Pertenecían a las llamadas organizaciones de masas, asistían a las grandes concentraciones, y lo más importante, en las elecciones votaban a su favor. No los estoy condenando. Yo fui uno de ellos.
Para una mejor comprensión de lo que decimos, imaginemos algo muy difícil que se dé, porque lo absoluto no existe en la realidad, que el ciento por ciento de la población no solo esté en desacuerdo, sino que, además, niegue su apoyo a esa dictadura. ¿Qué pasaría? El país completo se paralizaría porque nadie querría trabajar para ese gobierno, no habría policías para detener a los manifestantes, ni soldados que le dispararan, ni carceleros que cuiden las prisiones, ni guardias que protejan a los altos funcionarios en los centros de poder —si los hubiera porque hablamos de ciento por ciento— porque policías, soldados, carceleros y guardias, se habrían unido a los manifestantes. Solo tendrían que entrar sin violencia alguna a la alcoba presidencial e invitar amablemente al jefe de Estado a desalojar sus oficinas y aposentos.
Pero como dije, esto es ilusorio, porque esa oposición al ciento por ciento nunca se da, pero tampoco ha hecho falta. Ni en Hungría en 1956, ni en Checoslovaquia en 1968, ni en Polonia en 1982, había un ciento por ciento de oposición, pero en los tres casos las dictaduras comunistas se derrumbaron, y si no se logró la liberación definitiva, fue por la intervención o amenaza de tropas extranjeras. Y esto se demostró por el simple hecho de que, cuando Gorvachov anunció su política de no intervención, todos esos regímenes de Europa del Este se derrumbaron uno tras otro sin disparar un tiro. No fue Gorvachov quien los tumbó, si no que la realidad de lo ya logrado salió a la luz. Entonces los tres ejemplos son válidos si hacemos abstracción de esas tropas extranjeras puesto que en el caso cubano no existirían. En Hungría la vanguardia la tuvieron los estudiantes, en Checoslovaquia fueron los intelectuales, y en Polonia, los obreros, y en los tres casos, un gran por ciento de la población respaldó a esas vanguardias que en ningún momento tuvieron que acudir a la violencia. En ninguno de esos países jugó un papel decisivo la ayuda externa, y sin las intervenciones militares o sin la amenaza de intervención en el caso polaco, esos países habrían permanecido libres.
En Cuba ese apoyo de la población a la dictadura fue mayoritario por lo menos hasta 2021, porque la mayoría de la población practicaba la doble moral, hasta que decenas de miles se lanzaron a las calles en más de treinta ciudades y el poder se tambaleó, algo que pudo verse claro cuando cundió el pánico en las altas esferas y reaccionaron con medidas sobredimensionadas. Hoy me atrevería a decir que es al revés, que ya no es la mayoría la que practica la doble moral. Sin embargo, esa parte que sin estar de acuerdo todavía la apoya, unida a los que siempre la han apoyado por fanatismo u oportunismo, constituyen todavía un por ciento considerable. Pero lo importante para mí es que, aunque en aquel 11 de julio no se rompieran las cadenas, algo sí se derrumbó: la creencia en la imposibilidad de romperlas. Lo imposible deja de ser imposible cuando se cree posible, y aquel 11 de julio, se creyó posible.
La pregunta más adecuada ahora no debería ser la del título de este escrito, sino lo contrario: ¿Es posible derrotar a esta dictadura mediante la violencia? Todos los intentos armados fueron aplastados, todas las conspiraciones, todos los desembarcos y todas las insurrecciones. En Cuba hubo una guerra civil en todo el país entre 1960 y el 66 y la mayor parte del pueblo ni se enteró. Las conspiraciones eran “grupúsculos de batistianos”, los expedicionarios de Bahía de Cochinos, “mercenarios del Imperio”, y los alzados en el Escambray y otras provincias, “bandidos”. ¿Esos fracasos se debieron a que por entonces el pueblo apoyaba a ese gobierno? No, se debieron a que este régimen se preparó desde el principio para aplastar cualquier intento para derrocarlo, y ese poder con el tiempo ha sido reforzado, de modo que hoy es impensable la posibilidad de tener éxito con la lucha violenta. Subir hoy a una montaña con un rifle es tan absurdo como lo hubiera sido si alguien hubiera querido combatir a Batista con un caballo y un machete al estilo de los tiempos coloniales.
¿Cuál es el único movimiento opositor que la dictadura no ha podido vencer y menos exterminar? Pues el único que practicó la lucha pacífica, lo que hoy se conoce como movimiento disidente. ¿Por qué? Porque esa dictadura nunca se preparó para contrarrestar la lucha no violenta. Y ese movimiento nació en las cárceles con solo seis hombres casi desnudos que por entonces no se proponían derrotar a un régimen que contaba con tres ejércitos combatiendo en otros continentes y el aparato de inteligencia y vigilancia más eficaz de toda la historia de ese país, sino solo denunciar ante un mundo engañado, su verdadera naturaleza, pero cuando ese pequeño grupo fue creciendo en la cárcel, extendiéndose a las calles y multiplicándose en otros muchos grupos, nos dimos cuenta de que su verdadera misión no era simplemente enviar denuncias hacia el exterior, sino de ir creando en la población, una conciencia cívica, y la comprensión de que más poderosa que un arma de fuego en las manos, son las palabras.
Y ese movimiento pudo vencer a esa dictadura en la palestra internacional al lograr sentarla por primera vez en el banquillo de los acusados en Naciones Unidas. Pero la influencia exterior, si bien es importante, no es lo decisivo en la lucha contra un régimen dictatorial. Son los pueblos que sufren esa dictadura los que en última instancia determinarán su fin. Por lo tanto, había que vencerla también en las calles. Ese movimiento se extendió por todo el país sumando a miles de activistas. Enfrentamos acoso, prisiones, agresiones públicas y tuvimos, incluso, nuestros primeros mártires. Mucha gente en las calles comenzó a protestar exigiendo el respeto de los derechos humanos. Y cuando de aquellos seis fundadores quedábamos solo dos sobrevivientes, se dio finalmente la primera batalla a la luz del día en decenas de ciudades. Y esas primeras manifestaciones multitudinarias, posibilitadas por el desarrollo de la tecnología de la telecomunicación, a diferencia de las que estallaron en otros países, fueron pacíficas, no así la reacción gubernamental que fue de extrema violencia. Cierto que luego se voltearan dos o tres carros patrulleros. Pero no se le puede pedir a una población que está siendo apaleada brutalmente solo por exigir sus justos derechos, que responda con flores.
Se podrá decir, con razón, que todo ese proceso duró demasiados años. Pero si queremos realmente una libertad que no sea efímera, sino, con palabras del Maestro, “para todos los tiempos”, entonces es preciso realizar ese cambio no solo en los edificios públicos o en los funcionarios, sino en la misma raíz del alma nacional, la conciencia cívica, y para ello se requiere “una gestación natural y laboriosa”.
Esto significa que la lucha violenta es la más superficial de las opciones. Es más, la lucha armada contra una tiranía, tiende a generar otra tiranía, porque el grupo vencedor que desplaza al grupo vencido, es aupado por los méritos de la victoria y el agradecimiento del pueblo, y el mejor ejemplo es la historia de nuestro propio país. No cometamos, por segunda vez, el mismo error.
Y quizás no sea la segunda vez, sino la tercera o la cuarta. La historia oficial generalmente silencia los errores de los primeros próceres, la de los generales victoriosos convertidos en presidentes. Se ha hablado mucho de la dictadura de Machado, pero se pasa por alto que los primeros presidentes, como Estrada Palma y Menocal, fueron responsables de dos guerras al forzar fraudulentas elecciones, donde no faltaron asesinatos, y que José Miguel Gómez provocó una matanza de ciudadanos negros que se habían alzado por el desconocimiento de sus derechos, lo cual me hace pensar que los cubanos no estábamos preparados para la República, que todavía no se había producido esa gestación natural y laboriosa de la que hablaba Martí, quien en otra ocasión había dicho que “no se trata de un cambio de vestido sino de alma”.
¿Y qué decir de los victoriosos próceres americanos que fundaron una república donde menos del diez por ciento tenía derecho al voto al discriminarse a los negros, a las mujeres, a los analfabetos y a los que no tenían propiedades, donde la esclavitud siguió existiendo y donde la democracia era una mala palabra? Jefferson, quien fue acusado de “demócrata”, se defendía diciendo que no era demócrata sino republicano. Y no hablaba, por supuesto, de los partidos políticos que hoy conocemos, porque esos partidos no existían por entonces. Es más, eso que hoy llamamos “partido político” no existió hasta treinta años después. Estos y otros factores estaban en el caldo de cultivo que luego llevó a la Guerra de Secesión.
Jorge Valls, un revolucionario que practicó la violencia contra la dictadura de Batista y luego pasó más de veinte años preso bajo el castrismo, expresaba tras ser liberado: “La violencia entraña, necesariamente, la tiranía; a través de la lucha armada, el revolucionario se convierte en marioneta de una serie de intereses que pueden no tener nada que ver con la revolución, o incluso, pueden conspirar contra ella”.
No podemos esperar que alguien del exterior venga a sacarnos las castañas al fuego. La Cuba futura deberá ser obra de los propios cubanos, de los que están dentro y de los que estamos afuera. La comunicación y las palabras son armas más eficaces que las de fuego.