En los años 60, cuando los contertulios del Versalles aseguraban que Miami estaba llena de espías cubanos, nadie los creía. Todos pensaban que se trataba de una típica exageración criolla. Y quizás lo fuese. En aquella época era poco probable que la ciudad estuviese llena de ellos. Lo que sí era cierto es que ya estaban entre nosotros. Y han continuado llegando. Con sus ridículos y manidos nombres de guerra que ya todos conocemos, los “Arieles”, “Ivanes” y “Ottos” arriban por distintos puntos de la península floridana. Lo mismo aterrizan en Miami reclamados por una hija, que se quedan durante una conferencia académica, una gira artística o un encuentro deportivo. Ninguna disciplina está a salvo. Puede ser un novelista premiado, un bongosero virtuoso o un boxeador olímpico. Quién sabe lo que trae el barco. Los más peligrosos son los que se roban un avión de fumigación o cruzan a nado la bahía de Guantánamo. Ahora sí que la ciudad está llena de ellos. Ya no son exageraciones de viejos exiliados. Están en todas partes. Hasta en el Pentágono. Y no han llegado del frío, como los espías de las novelas de John Le Carré, sino del trópico, como Ana Belén y Gerardo Hernández.
Los diccionarios definen el espionaje como el intento de conseguir informaciones secretas sobre un país o una empresa. Sus técnicas van desde la infiltración hasta la penetración de los organismos espiados. Algunos de sus métodos son el soborno y el chantaje y en muchos casos, como dolorosamente hemos aprendido, el asesinato. En esencia, es una actividad altamente secreta; pero sólo hasta que sus redes son desmanteladas y sus agentes capturados y llevados a juicio. Entonces todo -o casi todo- se sabe. Como en los casos de Ana Belén Montes y la llamada Red Avispa, ambos profusamente detallados en el libro titulado, El espionaje cubano en los Estados Unidos, escrito por Pedro Corzo y editado por el Instituto de la Memoria Histórica Cubana, y en el que también se hace un recuento de las labores de inteligencia que el régimen cubano ha estado llevando a cabo en los Estados Unidos desde el mismo triunfo de la revolución.
Algunos de los capítulos se ocupan de las bases de espionaje electrónico conocidas como la Base de Lourdes (en la que en un momento llegaron a trabajar más de 2,000 ingenieros y técnicos soviéticos) y la Base de Bejucal (más pequeña pero con equipos más modernos) que puede llegar a introducirse en las redes computacionales de los Estados Unidos, alterar sus archivos y cambiar las órdenes de mando de los sistemas. En otro de los capítulos se detallan las actividades de espionaje que llevan a cabo la mayoría de los diplomáticos cubanos (14 fueron expulsados de los Estados Unidos en mayo del 2003) y citan -basándose en un artículo periodístico de Jack Anderson- los casos de Julián Torres Rizo, quien mientras fungía como secretario de la delegación de Cuba ante Naciones Unidas, era el jefe del espionaje cubano en los Estados Unidos, y el de Alina Alayo Amaro (Adelfa era su nombre de guerra), quien trabajando en la delegación cubana se concentró en la recopilación de información acerca de senadores estadounidenses. La lista de diplomáticos expulsados es extensa: Juan Bandera Pérez en 1982; Rolando Salup Canto y Joaquín Penton Cejas en 1983; Bienvenido Avierno y Virgilio Lora en 1987; y Roberto Socorro García en el 2004, por sólo citar algunos.
Pero donde el libro realmente profundiza es en la sección dedicada a la infiltración de las organizaciones del exilio por parte de la inteligencia cubana, sobre todo la de la Red Avispa en Hermanos al Rescate. En otro de los capítulos se detallan las actividades de Edith Reinoso, quien se infiltró en Alpha 66 y pasó información a las autoridades cubanas que permitieron la captura -posteriormente fue fusilado- de Emilio Nazario Pérez cuando desembarca en Cuba. Hay también dos extensas entrevistas a los ex agentes de la inteligencia cubana, Francisco Ávila y Edgeton Levy, en la que se explica cómo fueron reclutados y en qué consistía su trabajo. El libro cierra con un epílogo escrito por la congresista Ileana Ros-Lehtinen en el que lo califica como “una importante fuente para las autoridades de Estados Unidos y para funcionarios de inteligencia y aplicación de la ley”. Y un recordatorio, podríamos añadir, de que los organismos de la inteligencia cubana no descansan. En este libro están las pruebas.•
Manuel C. Díaz En los años 60, cuando los contertulios del Versalles aseguraban que Miami estaba llena de espías cubanos, nadie los creía. Todos pensaban que se trataba de una típica exageración criolla. Y quizás lo fuese. En aquella época era poco probable que la ciudad estuviese llena de ellos. Lo que sí era cierto es que ya estaban entre nosotros. Y han continuado llegando. Con sus ridículos y manidos nombres de guerra que ya todos conocemos, los “Arieles”, “Ivanes” y “Ottos” arriban por distintos puntos de la península floridana. Lo mismo aterrizan en Miami reclamados por una hija, que se quedan durante una conferencia académica, una gira artística o un encuentro deportivo. Ninguna disciplina está a salvo. Puede ser un novelista premiado, un bongosero virtuoso o un boxeador olímpico. Quién sabe lo que trae el barco. Los más peligrosos son los que se roban un avión de fumigación o cruzan a nado la bahía de Guantánamo. Ahora sí que la ciudad está llena de ellos. Ya no son exageraciones de viejos exiliados. Están en todas partes. Hasta en el Pentágono. Y no han llegado del frío, como los espías de las novelas de John Le Carré, sino del trópico, como Ana Belén y Gerardo Hernández.
Los diccionarios definen el espionaje como el intento de conseguir informaciones secretas sobre un país o una empresa. Sus técnicas van desde la infiltración hasta la penetración de los organismos espiados. Algunos de sus métodos son el soborno y el chantaje y en muchos casos, como dolorosamente hemos aprendido, el asesinato. En esencia, es una actividad altamente secreta; pero sólo hasta que sus redes son desmanteladas y sus agentes capturados y llevados a juicio. Entonces todo -o casi todo- se sabe. Como en los casos de Ana Belén Montes y la llamada Red Avispa, ambos profusamente detallados en el libro titulado, El espionaje cubano en los Estados Unidos, escrito por Pedro Corzo y editado por el Instituto de la Memoria Histórica Cubana, y en el que también se hace un recuento de las labores de inteligencia que el régimen cubano ha estado llevando a cabo en los Estados Unidos desde el mismo triunfo de la revolución.
Algunos de los capítulos se ocupan de las bases de espionaje electrónico conocidas como la Base de Lourdes (en la que en un momento llegaron a trabajar más de 2,000 ingenieros y técnicos soviéticos) y la Base de Bejucal (más pequeña pero con equipos más modernos) que puede llegar a introducirse en las redes computacionales de los Estados Unidos, alterar sus archivos y cambiar las órdenes de mando de los sistemas. En otro de los capítulos se detallan las actividades de espionaje que llevan a cabo la mayoría de los diplomáticos cubanos (14 fueron expulsados de los Estados Unidos en mayo del 2003) y citan -basándose en un artículo periodístico de Jack Anderson- los casos de Julián Torres Rizo, quien mientras fungía como secretario de la delegación de Cuba ante Naciones Unidas, era el jefe del espionaje cubano en los Estados Unidos, y el de Alina Alayo Amaro (Adelfa era su nombre de guerra), quien trabajando en la delegación cubana se concentró en la recopilación de información acerca de senadores estadounidenses. La lista de diplomáticos expulsados es extensa: Juan Bandera Pérez en 1982; Rolando Salup Canto y Joaquín Penton Cejas en 1983; Bienvenido Avierno y Virgilio Lora en 1987; y Roberto Socorro García en el 2004, por sólo citar algunos.
Pero donde el libro realmente profundiza es en la sección dedicada a la infiltración de las organizaciones del exilio por parte de la inteligencia cubana, sobre todo la de la Red Avispa en Hermanos al Rescate. En otro de los capítulos se detallan las actividades de Edith Reinoso, quien se infiltró en Alpha 66 y pasó información a las autoridades cubanas que permitieron la captura -posteriormente fue fusilado- de Emilio Nazario Pérez cuando desembarca en Cuba. Hay también dos extensas entrevistas a los ex agentes de la inteligencia cubana, Francisco Ávila y Edgeton Levy, en la que se explica cómo fueron reclutados y en qué consistía su trabajo. El libro cierra con un epílogo escrito por la congresista Ileana Ros-Lehtinen en el que lo califica como “una importante fuente para las autoridades de Estados Unidos y para funcionarios de inteligencia y aplicación de la ley”. Y un recordatorio, podríamos añadir, de que los organismos de la inteligencia cubana no descansan. En este libro están las pruebas.•