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De: cubanet201  (Mensaje original) Enviado: 07/09/2012 17:25
 
Cómo me ven los extranjeros
Hotel Parque Central
 
Por Yusimí Rodríguez / HAVANA TIMES
Comencé a hacerme esta pregunta tres años atrás. Estaba en el Parque Central en la Habana Vieja, a un par de metros del punto donde mucha gente, hombres en su mayoría, se reúnen a discutir sobre baseball, fútbol, volleyball, o la muerte de Michael Jackson en su momento.

Pasaba una pareja de turistas y me preguntaron si hablaba inglés para que les explicara qué sucedía. Lo que para nosotros sería una animada discusión sobre deporte, ante sus ojos era una trifulca y de un momento a otro podía correr la sangre.

No me tomó dos minutos explicarles la realidad, en inglés. Al final me sonrieron agradecidos y la mujer hizo algo que me sorprendió: sacó un jabón de su cartera para obsequiármelo.

No era la primera vez que recibía un regalo de alguna persona extranjera. En realidad, ahora que lo pienso, gran parte de mi ropa me ha sido regalada por amigos extranjeros o cubanos que viven fuera del país.

Pero esa fue la primera vez que me sentí una mendiga muerta de hambre. ¿Por qué aquella mujer pensaba que debía regalarme un jabón?

Creo que empezó en los años noventa, durante el Período Especial, cuando todo era salvajemente bienvenido: desde un tubo de pasta de dientes hasta un par de zapatos.

Escuché o leí una anécdota sobre una cubana que escribió que no tenía almohadillas sanitarias, y una europea le envió una cantidad exagerada de paquetes. La cubana era escritora y había escrito una historia de ficción. Ficción basada en dura realidad.

En los noventa, las cubanas usábamos pedazos de tela durante la menstruación, y los lavábamos para volverlos a usar.

Con el fin oficial del Período…, tendríamos que haber dejado atrás cualquier dependencia de lo que pudiera regalarnos algún extranjero. Tendrían que haber dejado de vernos como los pobres muertos de hambre que a duras penas sobreviven con sus salarios que deben penar para comprarse un jabón.

Hace cuatro meses, una amiga jamaicana estaba a punto de viajar a Cuba y me preguntó que deseaba que me trajera. Aunque pedí solo una memoria flash, ella insistió en que le pidiera cualquier cosa que necesitara, sin pena: ropa, zapatos, comida, jabón.

Le pregunté si haría el mismo ofrecimiento a una amiga canadiense, en caso de viajar a Canadá. La respuesta fue sí. Una amiga canadiense podría pedirle un tipo especial de té, especies o algo por el estilo.

¿Pero una canadiense adulta, universitaria, tendría que pedir memorias flash, ropas, zapatos, desodorante? No tengo respuesta para eso. No sé cómo vive una mujer adulta, universitaria en Canadá.

Cuando finalmente vi a mi amiga en el hotel donde se hospedaba, me presentó a un grupo de amigas suyas, que para mi sorpresa, también traían regalos para mí.

¿Cómo me sentí, ante los rostros cálidos y respetuosos de aquellas mujeres, que sin darse cuenta, me daban una fría ducha de mi subdesarrollo, y me despojaban de la poca dignidad que me quedaba aquella mañana?

No había contado el pequeño detalle de que media hora antes, monté el elevador del hotel con mi amiga, y el guardia de seguridad me hizo sentir una criminal potencial. Quizás, esta expresión sea exagerada. Cuando le expliqué lo que había sucedido (mi amiga ignoraba que yo no debía subir a su habitación sin pagar o sin un permiso especial, y yo ignoraba que quería llevarme a su habitación), el guardia fue muy cortés. Solo llamó a su jefe como parte del procedimiento, porque las cámaras me habían visto. El jefe también fue muy amable.
Sentirme como una criminal potencial es aún un reflejo condicionado. Hace apenas cuatro años que los cubanos podemos entrar a los hoteles sin sentir que nos vigilan, que estamos fuera de lugar.

Podemos incluso hospedarnos (aquellos que lo pueden costear). O sea, oficialmente, ya no somos ciudadanos de segunda clase en nuestro propio país. Pero cuesta trabajo acostumbrarse al nuevo estatus.

Volviendo a la pregunta: ¿Cómo me sentí ante los regalos de mi amiga y sus amigas, mientras recordaba las veces que mis padres y todos los adultos a mi alrededor me dijeron “estudia para que seas alguien en la vida, para que no dependas de nadie”?

Toda mi generación se formó con esa idea. Ahora recibo artículos de primera necesidad de manos de personas extranjeras; incluso personas de países subdesarrollados, que no son ricas, pero pueden traerme cosas que no puedo costear.

¿Cómo me sentí? Tremendamente agradecida. Afortunada y tremendamente agradecida.

¿Adivinaron si acepté el jabón que me ofrecía aquella mujer de no sé que país anglófono? Por supuesto que sí. Sofoqué mi incipiente ataque de dignidad en cuestión de segundos. Era un lujo que no me podía permitir.


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