Ancianos en la Cuba de hoy
Muchos fueron 'revolucionarios'. Ahora lo lamentan, o se dedican a delatar.
En un reciente debate sobre la situación en Cuba, una persona mencionaba la suerte de los ancianos, ignorados en la política administrativa y hasta en los actuales "cambios" del modelo socioeconómico.
Usualmente, siendo propietarios de sus viviendas, no poseen recursos para repararlas, ni para sostenerse. El miembro de la familia con poder adquisitivo toma el mando, y la generación más vieja es desechada como un traste inservible.
"Un país que no respete a sus ancianos está condenado", decía esta conocida, profesora de historia.
Comenté que veía en el asunto varios matices: desde las fallas del concepto de crianza cubano, donde los hijos pocas veces son entrenados en el respeto a sus ascendientes, hasta la servidumbre de estos ancianos que defendieron (o aún defienden) a un Gobierno que ignora sus derechos.
Y claro, cómo no mencionar los mítines de repudio, donde la ciudadanía se cambió por la infamia y asideros más psicológicos que materiales.
Luego lamenté no haber hurgado más, y omitir detalles que se suelen pasar por alto, tal vez porque la fragmentación de la realidad es uno de los tantos recursos de la demagogia.
A estas alturas casi todo el pueblo es crítico con lo que pasa en la Isla, sin embargo aún se habla del descalabro moral como si se tratara de un accidente. A pesar de la conocida frase de que "aquellos polvos trajeron estos lodos".
Los ancianos que ahora sufren pensiones menos que simbólicas, y enfrentan la fragilidad de sus cuerpos y la falta de consideración de generaciones jóvenes y feroces, vieron con indiferencia la desfachatez con que se trataba al que sólo expresaba su descontento ante el régimen. ¿Cuántos se negaron a participar de aquellos aquelarres? ¿Cuántos impidieron que sus hijos participaran?
Sería un buen tema para una encuesta si la gente tuviera el valor de ser franca. Y cuántos, por miedo de ser colocados en la lista de empleados "disponibles", aceptan nuevas formas de coacción y engrosan los grupos que gritan a disidentes (que ni conocen) desde consignas vacías hasta palabras soeces.
Un vecino comentaba de una doctora del Hospital Amejeiras cuyo plan de trabajo incluía una "guardia" rotativa, consistente en vigilar la casa de una Dama de Blanco. Cuando la mujer sale, debe provocarla con ofensas, codazos y tirones de pelo.
¿Cómo puede un profesional de la salud aceptar semejante degradación? ¿Cómo concilia esta "obligación" con el juramento hipocrático? Cuando, siendo ya anciana, le toque enfrentar los déficits de su renta, ¿se arrepentirá de su falta de valor o sólo lamentará, como la mayoría, que su fidelidad no fuera debidamente compensada?
Un Gobierno que no respeta al que disiente, no respeta tampoco al que lo apoya. No importa la edad que tenga. Y hay que ver cuántas personas de la tercera edad se dejan involucrar en improvisadas acciones de "respuesta rápida" contra supuestos contrarrevolucionarios y actos de "sabotaje".
Cómo olvidar a un anciano que, en su puesto de delegado, y ante los reclamos que le hacía un vecino sobre la mala condición de los edificios que no eran incluidos en el programa de reparación, ante el argumento de la falta de recursos mientras sí se construyen hoteles y edificios para militares, gritó frenético: "¡Estás haciendo campaña negativa, estás haciendo contrarrevolución!"
Entre los que se apresuraron a ponerse de su parte había ancianos, como los había entre los que intentaron sofocar rápidamente el incidente porque "total, decir esas cosas no va a cambiar nada".
Hace poco un amigo, haciéndose eco de la desesperación de un anciano, decía: "si el Gobierno le hubiera apartado a cada trabajador un peso, fíjate, solo un peso de su salario mensual, ¿cuánto habría acumulado durante 30 o 40 años de trabajo? Por no tomar esa precaución los que ahora son viejos están obligados a ser mendigos".
Tal prerrogativa es incuestionable, pero también el hecho de que las generaciones que hoy tienen sesenta, setenta, ochenta años, y enfrentan la improductividad de décadas de trabajo, sabían que esa precaución no estaba siendo tomada, que estaban apostando por un sueño, propio o inducido.
A los que tanto se nos pidió confianza y sacrificio, ahora se nos reprocha haber creído en lo insostenible, y lamentablemente es cierto. Cada quien tiene la responsabilidad de prever su futuro basándose en la acumulación de cifras, no de promesas. En la materialización concreta, no en el continuo aplazamiento.
La ingenuidad sale cara, y es triste que el precio sea una vida, una juventud irreversible. Pero lo que nunca aceptaré es que miseria e indignidad son sinónimas. La pobreza material tal vez sea inevitable, quién sabe si predestinada; la indignidad (que se alimenta de la actitud y no de las circunstancias), es y será siempre una elección.