...el equilibrio; inclinarse hacia un lado primero y luego hacia el otro; el equilibrio, de un modo intermitente, y una lengua de fuego que lame la línea vertical y rompe el equilibrio; la sombra del eje desplazándose despacio, sin equilibrio, sobre la superficie del equilibrio; el equilibrio, sin sombra, sin eje, sin superficie por donde moverse a su sazón...
-Se cae, se cae, ¡que se cae! -advierte alguien cercano, en tono de alarma.
La columna de bandejas sucias se desmorona frente a ti, con un estrépito ensordecedor al cual se suman risas y exclamaciones.
-Tú siempre haciendo el papelazo -Te fustiga, mordaz, una voz interior.
El hijo de Ramírez tuvo que acomodarse entre Mel y tú, porque el asiento trasero viene lleno de cajas de herramientas que alguien pidió que llevaran de vuelta a un almacén de la Empresa.
Ahora sientes el calor de su pierna y su brazo, aplastados contra los tuyos. Nunca habías estado en contacto con alguien de semejante nivel de temperatura, es como si el cabrón muchacho estuviera relleno con carbones encendidos. Por momentos te resulta casi insoportable. Y para remate, los rafagazos de brisa polvorienta que se cuelan por las ventanillas arremolinan su olor y te lo echan constantemente encima. Es un olor extraño, almizcleño, parecido al que emana el sexo de algunas mujeres cuando están muy excitadas.
Sin poder sustraerte al impulso, aprovechando el traqueteo perenne del jeep, te reacomodas en el asiento, echas la cabeza hacia atrás, y consigues que tu nariz caiga en una posición que te permita explorar, discretamente, la abundante caracolera del cabello de Danielito. Y compruebas que ahí los aromas son diferentes, hay toda una mezcla indefinible de ellos, ¿alcanfor?, ¿agua de rosas?, ¿gel cosmético?
De súbito te percatas de que has empezado a tener una erección.
-¿Qué es lo que pasa contigo, eh? -Te censura una de tus voces más profundas-: ¿Será por la andropausia, que está provocando cambios químicos en tu organismo, o qué? ¿Te irás a convertir en un adicto al sexo entre hombres, igual que... igual que Dimas? Tú que tanto criticaste en tu fuero interno ese tipo de cosas.
¿Pero lo criticaste?, ¿o ni siquiera te molestabas en hacerlo? Porque para mí que más bien te resultaba indiferente. La primera vez que te fueron con el chisme de que Dimas era maricón, ¿comenzaste a darle de lado, o simplemente seguiste andando con él para arriba y para abajo como si no supieras nada al respecto? Ya ni siquiera te acuerdas. ¿Por qué no puedes acordarte de ciertas cosas, eh? Y ahora, ¿a dónde crees que puedes ir a parar si sigues por esa ruta?
De pronto te viene a la mente uno de los refranes favoritos de Sonia: El que come guayabas para andar estreñido, cuando las deja de comer se va en cagalera.
-Yo viví muchísimo tiempo por esta zona -comenta Mel, que desde que salieron del punto de control ha puesto gran empeño en conseguir que se entable una conversación amena entre los tres, sin obtener a cambio más que monosílabos y frases cortadas.
-¿De veras? -Le sigues la corriente- ¿Después de que te casaste, o...?
-Cuando era chiquito. Vivía con mis viejos, mi hermano, y una tía que ya murió.
******
El hijo de Ramírez continúa callado y con la mirada fija en la autopista.
-La casa la construyeron mis abuelos hacia mediados de siglo, después la heredó mi papá, y por último la vendimos y nos largamos.
-¿Hace mucho?
-Uhhh. Tendría yo unos... diecisiete o dieciocho, y acabo de cumplir los treintitrés.
-¿Tienes treintitrés?
-Sí. ¿Por qué? ¿Pensó que era más viejo?
-No, al contrario. Te echaba unos veintiséis o veintisiete, no más -y sin transición-: ¿Y por qué decidieron mudarse?
Él despliega un ademán indefinible antes de explicar:
-A mi mamá se le metió entre seso y seso que mi hermano René y yo fuéramos a la universidad, y en cuanto terminamos la secundaria básica le plantó al viejo y le dijo que ya estaba harta de inseminar vacas -Suelta una risita-. Es que ella estudió inseminación artificial y había trabajado siempre en las granjas de por aquí. Además -apunta-, mi hermano Renecito había tenido problemas…
-¿Problemas? -te interesas.
...problemas; ese muchacho tiene problemas. Lo que pasa es que no quiero que tengas problemas. Estás en problemas. ¡Ay, mijo, no me metas en problemas! ¿Tienes problema? ¡Qué problema voy a tener, mami, no fastidies! Son problemas, nada más que problemas. Ando lleno de problemas. No hago más que salir de un problema para entrar en otro; problemas...
Mel demora en contestar, y cuando lo hace, la voz le sale distinta:
-Tuvo problemas con unos guajiros ahí. En casa nunca se supo bien qué era lo que había pasado, pero... –Y, como tratando de desvirtuar el asunto, señala con el dedo hacia un punto donde los árboles se aglomeran-: Vean, la casa está por allí, por aquellas lomitas.
El hijo de Ramírez deja escapar un suspiro apenas perceptible.
Sufres un sobresalto y, luego, un espasmo de placer en el bajo vientre.
Simulando hallarte absorto en la contemplación del paisaje donde supuestamente se encuentra enclavada la casa de infancia de Mel, lanzas una ojeada hacia tus pies. Y descubres que las piernas de tu nuevo chofer han ido abriéndose, como en busca de espacio, y que ahora su muslo se mantiene fuertemente aplastado contra el de su joven amigo.
En medio de un torbellino de pensamientos oscuros, empiezas de pronto a imaginarte situaciones extrañas, o ya no tan extrañas después de todo lo que has experimentado en las últimas semanas.
Pero no, no, no podría ser. Si Mel es un... ¿cómo lo calificaría Cristín?: un cheo mandarria, un super cheo, casi el asere monina típico, hasta con su poquito de aguaje y todo. ¿O más bien un cheo dulce, de esos que le meten a lo primero que se le ponga por delante, sin andar averiguando nada, y luego disimulan como unas bestias? Según Cristín, la mayoría de los cheos, si no cojean de una pata, cojean de la otra.
Te inclinas un tanto hacia delante, procurando que no se te note lo que seguramente se te iba a notar si conservabas tu postura de hace un momento, y concentras tu atención en el exterior. O sea, en el veloz desfile de postes del alumbrado público, que sostienen una profusa cabletera, y en las palmas y los cercados de balizas y alambres de púas, y los caballos pastando, y las arborescencias que salpican la sabana ondulada. El relente distorsiona la porción inferior del paisaje, haciendo oscilar la amplia superficie de asfalto por donde se desliza el jeep.
-Todo esto de por aquí es pura granja de pollos -informa Mel, empeñado en su papel de guía turístico-. También vaquerías y potreros. Aunque hay zonas que se conservan en su estado natural, como el río…
-¿Hay un río?
-Saaa. Estrechito, pero riquísimo. Mi hermano y yo íbamos a bañarnos en él casi todos los días, hacia la caída de la tarde. La última vez que supe de ese río, alguien me comentó que no entendía cómo seguía tan limpiecito, porque en otros ríos de por ahí uno no puede ni meter la mano de lo que los han emporcado.
-Es un consuelo -reflexionas en voz baja- que todavía exista por lo menos un río en el que pueda uno bañarse sin miedo.
-Sí, es un consuelo -murmura Mel.
Entonces, sin cuestionarte el impulso:
-¿Y por qué no aprovechamos para echarle un vistazo, ya que estamos por aquí, eh?
Tu chofer vuelve el rostro hacia donde te encuentras, entre sorprendido y fascinado por la idea.
-¿Y eso sería posible?
-¡Por supuesto! No tenemos ningún apuro por llegar a La Habana. Digo, por parte mía, no sé ustedes.
-Yo tampoco tengo el menor apuro -afirma Mel, con entusiasmo evidente.
-Ni yo -dice Danielito.
-¡Pues a la carga! -exclama Mel, y empieza a maniobrar para ir arrimando el carro a la cuneta.
-¿Eso queda muy lejos de la carretera? -averiguas.
-No, ¡qué va! Ahí mismitico. Por detrás de aquel monte de palmacanas-.
Y vuelve a señalar con el índice-, ¿se fija?