Por Iván García Quintero
Junto a su esposa y cinco hijos, José vive hacinado en una habitación de tres metros por cuatro con una barbacoa de madera, en una cuartería de Santos Suárez, barriada del sur de La Habana. El solar es un sitio precario donde los cables de electricidad cuelgan del techo, el agua corre por el angosto pasillo central debido a las filtraciones en las cañerías y un olor nauseabundo de los albañales se impregna en la nariz durante horas.
Esa cuartería forma parte de la colección de asentamientos desvencijados donde residen más de 90 mil habaneros, según cuenta Joel, funcionario de vivienda en el municipio 10 de Octubre.
Hay sitios peores. En los alrededores de la capital, como el marabú, crecen las villas miserias. Suman más de 50. Casas de chapas de aluminio, tejas y cartón tabla sin servicios sanitarios donde sus moradores obtienen la electricidad de manera clandestina.
Pero volvamos a Santos Suárez. José dice tener 40 años, pero su piel cetrina y el rostro hinchado por el exceso del alcohol, poca comida y pésima calidad de vida le hace parecer un anciano. José forma parte de ese segmento de la población que no recibe remesas ni puede adquirir pesos convertibles. Trabaja en cualquier cosa. Chapeando canteros. Cargando escombros o cubos de agua. Una jornada productiva le reporta 70 pesos, alrededor de 3 dólares. “Todo se va en comida. Y el resto en alcohol”, cuenta.
La dieta promedio de su familia consiste en dos espumaderas de arroz blanco, un cucharón de potaje una vez a la semana, un huevo hervido y un cuarto de pollo o picadillo de res mezclado con soya que una vez al mes distribuyen por la libreta de racionamiento. “Desayuno solo café. El pan mío de la libreta se lo dejo a los muchachos”, afirma.
Hace una década, estuvo preso por robar bombillos y sillones en las viviendas de su barrio. “Robé por pura necesidad. Vendía los bombillos o tubos de luz fría en 30 pesos. Los sillones de hierro en 10 cuc [pesos convertibles]. Una vez por un sillón de madera me dieron 25 chavitos. Con esa plata pude comprarle una cuna de uso a mi hija”, recuerda José, sentado en el portal de una farmacia en la calle Serrano.
Cuando usted le pregunta por las reformas económicas de Raúl Castro o qué espera del nuevo giro diplomático entre Cuba y Estados Unidos, pone cara de póker.
“¿Qué cambios? Con Raúl los pobres somos más pobres aún. Aquí el que no esté conectado con el sistema o tenga familia en Miami se las ve negra. Los viejos ni se diga. Fidel tiene muchos defectos, pero cuando él gobernaba, los servicios sociales y las raciones por la libreta de abastecimientos te permitían vivir mejor. Ahora no. Cada día el Gobierno da menos a cubanos como yo. Mucha gente está contenta por volver a tener relaciones con los americanos, ¿pero qué puede hacer Obama? Él no es el presidente de Cuba”, apunta, mientras de un botellín plástico se empina un buche largo del peor alcohol posible.
Como José, por las calles de La Habana pululan cientos de personas pidiendo limosna, recogiendo sobras en los latones de basura o durmiendo encima de cartones en edificios inhabitables.
En los bajos de un edificio en la calle Carmen, esquina 10 de Octubre, a diario, una decena de personas se reúne a vender libros de uso, zapatos viejos y antiguallas. Nelson, un gay que pica los 60 años, padece de diabetes crónica. Se dedica a vender revistas viejas. Para él, la revolución se resume en dos palabras: “Una mierda”.
“Todo se quedó en discursos. Dijeron que era una revolución de los humildes y para los humildes, pero fue una mentira. Los pobres siempre estuvimos mal, pero ahora estamos más jodidos que nunca. Lo que Raúl ha traído ha sido capitalismo, y del malo. Fidel no toleraba muchas cosas, entre ellas a los homosexuales, pero se vivía un poco mejor. Los pobres siempre seremos pobres, en una dictadura o en una democracia”, alega Nelson.
Como en el filme Good Bye, Lenin, del director Wolfgang Becker, donde los alemanes orientales sentían nostalgia por la etapa del comunismo, en Cuba, los que viven atrapados en el drama de pobreza, recuerdan con añoranza la década de 1970-1980, cuando el Estado cada nueve días por la libreta te daba una libra de carne de res per cápita, una lata de leche condesada costaba veinte centavos y los anaqueles de las bodegas estaban repletos de compotas rusas.
Para habaneros como Nelson y José, la democracia no se come.