Visitar la Isla durante
los 90 sumía a cualquiera en una depresión
Ya en los 2000, al llegar se respiraba otro aire que olía a dólares
Ahora, en el 2015, el único tema de conversación en las calles es emigrar
Por Iris Lourdes Gómez García | La Habana, Cuba
En 1984, Milagros conoció a un francés con el que se casó. En aquella época ella no tenía intenciones ni interés alguno en emigrar; ni siquiera buscaba casarse con un extranjero. Eran tan mal mirados, aunque fueran de países socialistas. El concepto de la “jinetera” en aquel momento aún no se había inventado. Para algunos que hoy ya peinan canas y que no llegaron a conocer la época anterior, eran los tiempos en que “Cuba reía”.
En los años 80 había una abundancia relativa. Se trabajaba con la esperanza de un futuro mejor, los más necesitados se anotaban en las microbrigadas para llegar a obtener un apartamento; los más sacrificados, acumulando “méritos laborales”, podían ganarse un televisor o pasarse una semana en una casa en la playa. Para matarse el hambre, el pan costaba veinte veces menos que ahora; lo mismo que los polvorones o torticas de Morón, los masarreales y otros dulces humildes.
En cualquier fiesta popular o en determinados lugares, el trabajador, con su salario, podía costearse una borrachera. Era frecuente que vendieran envases de cartón parafinado de medio litro (conocidos como “pergas”, los que, por alguna razón, han desaparecido) llenos de cerveza. Como estaban al alcance de cualquier bolsillo, casi siempre había colas, pero el precio era muchas veces menor que el de ahora. El aguardiente costaba 9 pesos la botella, mientras que ahora el ron más barato cuesta siete veces más también.
En aquella época se podía entrar y pasar el día en la piscina del hotel Riviera o cualquier otro de lujo, pagando con lo obtenido como resultado del trabajo.
Eran los tiempos de la relativa abundancia en Cuba, y Milagros no sospechaba de qué se iba a salvar. Cuando en 1994 vino a visitar a su familia, por poco necesita tratamiento psiquiátrico. La visita la pasó en cama, víctima de una gran depresión. Sus familiares estaban secos, de tan flacos. Los hombres habían perdido sus grandes barrigas, obtenidas con las pergas de cerveza y noches de parranda y chicharrones. Antes se las tocaban diciendo “el trabajo que me costó criarla”. Las caras ajadas por las malas noches se sumaban ahora a los vientres planos, pues los apagones se sucedían a toda hora del día, y durante el verano había que pasar las noches en vela esperando la corriente para conectar el ventilador.
Cuando volvió en el 2004, ya todo era diferente. Se respiraba otro aire que olía a dólares. Habían aparecido compañías extranjeras y empresarios italianos, españoles, mexicanos que tenían novias cubanas. Éstas arreglaban sus casas, se compraban carros. Junto a los empresarios y gerentes aparecieron las “jineteras” y los “pingueros” que ejercían la prostitución y solían tener sus proxenetas. Ese año, Milagros compró para su familia en las nuevas tiendas un refrigerador, un televisor a color, ventiladores, una batidora, ollas de presión; esto además de todos los artículos que había traído de su viaje. Se fue reconfortada y feliz.
Volvió en el 2015. Todo había cambiado. En las mismas tiendas en que compró aquella vez habían disminuido dramáticamente los anaqueles y en los que quedaban se repetía un mismo producto hasta el cansancio; todo lo que se vendía era de mala calidad. Se hablaba de sustituir importaciones, pero éstas solamente se habían suspendido, pues no había con qué reemplazarlas. Sus familiares andaban como zombis, sin ilusiones ni esperanzas. Los negocios abiertos poco antes —con la ilusión de que “ahora sí vamos a producir”— se habían ido cerrando uno a uno bajo el peso de los inspectores y los impuestos. Se avizoraba una reducción a la mitad del petróleo suministrado por Venezuela a precio de liquidación, con lo que volverían los apagones. El único tema de conversación: emigrar. Por Ecuador, por Canadá, por México, desde Argentina, hacia Europa, en balsa hasta las islas Caimán o incluso con un contrato en Angola.
Milagros sabe que este fue su último viaje a Cuba. Ya sus padres murieron, los tíos que le quedan habrán fallecido antes de que pasen otros diez años, y sus primos y sobrinos han ido a parar a todos los continentes. Sólo le queda un hermano al que le va a costear la salida junto a su esposa. No tiene sentido volver, pues en Cuba, junto a la prosperidad y las ilusiones, emigraron las familias. Y ya a ella no le queda ninguna aquí.