El último pecado de la iglesia católica cubana
Luego de los leves minutos de gloria que le trajo el Papa Francisco, sobrevendrán las penas
El cardenal de Cuba, Jaime Ortega y compañias, personajes protagonicos del Anticristo
José Hugo Fernández | La Habana
Jesucristo resucitó al tercer día, según la Biblia. La iglesia católica cubana necesitará mucho más de tres años, si es que consigue resucitar con la plenitud y el poder al que aspiran sus prelados y por el cual empeñan hoy el alma.
Luego de los leves minutos de gloria que le trajo el Papa Francisco, sobrevendrán las penas, dadas en el pugilato por recuperar viejas posesiones, no ya las materiales, que seguramente el régimen está dispuesto a devolverles como pago a los servicios que le ha prestado. En cambio, otro gallo va a cantar cuando pretenda recuperar espacios de influencia y de abierta incidencia en los asuntos públicos. Las dictaduras totalitarias no comparten el dominio y el control sobre las personas, sencillamente porque en ello radica la base de su poder.
No es algo que desconozcan los de Roma, claro está. Desde muy antaño datan sus lidias con reyes, emperadores y tiranos, sobre los cuales no pocas veces lograron flotar airosos, justo mediante recursos digamos diplomáticos que hoy el Papa Francisco ha demostrado emplear con maestría. Sin embargo, aun cuando disponga de todo el apoyo que estarían dispuestos a darle nuestros caciques, la iglesia católica cubana, representada, como es de ley, por sus más altos mandos, seguirá prescindiendo de lo esencial: la confianza del pueblo. Eso por no hablar de la fe, que entre nosotros era verde y se la comió una chiva roja.
Fe y confianza, dos atributos que no se compran en la farmacia, ni en ninguna otra parte. Hay que ganárselos. Y como tampoco el régimen cuenta con la fe y la confianza del pueblo, no va a poder cederle aunque sea un poco a la iglesia. Por otro lado, estamos lejos de aquellos tiempos en que la fe se conseguía a punta de espada y a fuego de arcabuz. Entonces para engrosar las filas de sus prosélitos, a los ilustres prelados les bastaba con bendecir las matanzas de indios y la esclavitud de los negros. Pero como hoy no los matan, salvo excepciones, sino que sólo los arrastran y les dan patadas, y ya que el esclavismo se ha suavizado al incorporar el prefijo seudo, tampoco hay jugada por ahí.
Luego, para mal de males, no existe popularidad sin liderazgo. Y nada se parece menos a un líder que aquel que la iglesia católica tiene ahora como líder en Cuba. Por si no fuera suficiente la historia que le precede como abominable pelele de una dictadura atea, bastaría con ver las imágenes en que los camarógrafos (suspicaces que fueron) lo muestran mientras el Papa hablaba en La Habana, y él, baboseando, con el labio inferior colgante y los mofletes ampulosos, rosados, brillantes por el sudor al que no está acostumbrado, movía robóticamente la cabeza, en señal de aprobación, ante cada palabra.
En Cuba (y esto debiera saberlo el Arzobispo de La Habana) no es posible convocar ni a una mosca si no eres simpático, o atractivo, o envolvente, o si no ostentas por lo menos algún rasgo que llame la atención y te distinga a simple vista. Sea bueno o malo, lo que aquí no entra por los ojos no llega al corazón. No vale entre nosotros aquello de que es mejor ser rabo de león que cabeza de ratón. Aquí, si quieres ser líder, debes empezar por tener cabeza de león, aunque no lo seas.
Por supuesto que la falta de un líder convincente y capaz de aglutinar almas no es el único pecado que podemos achacarle a la iglesia católica cubana en los días que corren. Poniendo por delante nuestro respeto a los católicos honestos y a algunas de sus autoridades que se lo han ganado, hoy resulta imposible pasar por alto las desventajas competitivas (no sólo en Cuba, pero sobre todo) de una institución con estructura de mando antidemocrático, que además es homófoba, misógina y con escalofriantes índices de pederastia entre sus presbíteros.
Dentro de ese contexto, arrinconada por la falta de confianza y de fe entre sus potenciales feligreses, y dirigida por un líder en cuya credibilidad ni él mismo cree, el último pecado de la iglesia católica cubana muy bien podría radicar en el flaco favor que le está haciendo a Dios y a los virtuosos fieles que aún la siguen.